– ¿Qué quería? -preguntó Nat a la defensiva.
– Solo me hablaba de sus ideas para mejorar el claustro de estudiantes. Se presentará para delegado de los estudiantes de primero y quería saber si tú tenías la intención de presentarte.
– No, no pienso hacerlo -contestó Nat muy decidido-. Ya he tenido más que suficiente con una campaña.
– Creo que es una lástima -señaló Rebecca; apretó la mano de Nat-. Sé de muchos de nuestro curso que confían en que te presentarás.
– No mientras él concurra a las elecciones.
– ¿Por qué le odias tanto? -le preguntó Rebecca-. ¿Solo porque te derrotó en aquellas ridículas elecciones en la secundaria? -Nat miró a Elliot, que mantenía una conversación muy animada con un grupo de alumnos, con la misma sonrisa falsa de siempre y sin duda haciendo las mismas imposibles promesas-. ¿No crees posible que quizá haya cambiado?
Nat no se molestó en responderle.
– Muy bien -anunció Jimmy-, las primeras elecciones en las que te puedes presentar serán para elegir a los delegados estudiantiles, en el claustro de Yale.
– Esperaba no tener que participar en ninguna campaña durante mi primer curso -protestó Fletcher- y concentrarme en los estudios.
– Es algo que no te puedes permitir -declaró Jimmy.
– ¿Se puede saber por qué no?
– Porque las estadísticas demuestran que todo aquel que es elegido para formar parte del claustro en su primer curso tiene casi todas las probabilidades de convertirse en representante tres años más tarde.
– Quizá no quiera ser el representante del claustro -manifestó Fletcher, con una amplia sonrisa.
– Quizá Marilyn Monroe no quería ganar un Oscar -replicó Jimmy, y sacó un libro de su cartera.
– ¿Qué es eso?
– Las fotos de los alumnos de primero; los mil veintiuno que hay.
– Ya veo que una vez más has comenzado la campaña sin consultar con el candidato.
– Tenía que hacerlo, porque no me puedo permitir esperar cruzado de brazos a que tú acabes de decidirte. He estado haciendo algunas averiguaciones y he descubierto que casi no tienes ninguna posibilidad de ser considerado como candidato al claustro si no eres uno de los oradores en el debate de los alumnos de primero que tiene lugar en la sexta semana.
– ¿Cómo es eso?
– Porque es la única ocasión en que todos los alumnos de primero se reúnen en una misma sala y tienen la oportunidad de escuchar a los posibles candidatos.
– ¿Qué hay que hacer para que te seleccionen como orador en el debate?
– Depende del lado de la moción que quieras apoyar.
– Sí, muy bien. ¿Cuál es la moción?
– Me complace ver que por fin comienza a interesarte el desafío, porque ahí tenemos el segundo problema. -Jimmy sacó una octavilla de uno de los bolsillos interiores de la americana y leyó el tema del debate: Estados Unidos debería retirarse de la guerra de Vietnam.
– No veo cuál es el problema -opinó Fletcher-. Estoy más que dispuesto a oponerme a esa moción.
– Ese es el problema -exclamó Jimmy-. Cualquiera que se oponga es historia, incluso si tiene la pinta de Kennedy y la labia de Churchill.
– Si soy capaz de presentar un buen alegato, quizá consideren que soy la persona adecuada para representarlos en el consejo.
– Por muy persuasivo que seas, Fletcher, seguirá siendo un suicidio, porque casi todos los estudiantes están contra la guerra. ¿Por qué no dejar que lo haga algún loco que nunca quiso que lo eligieran?
– Eso me recuerda a mí mismo -replicó Fletcher- y en cualquier caso, quizá crea…
– No me importa lo que creas -le interrumpió Jimmy-. Mi único interés es que salgas elegido.
– Jimmy, ¿careces de escrúpulos morales?
– ¿Cómo podría tenerlos? -respondió Jimmy en el acto-. Mi padre es un político y mi madre agente de la propiedad inmobiliaria.
– A pesar de tu pragmatismo, no me veo capaz de hablar en favor de esa moción.
– Entonces estás condenado a una vida de incesantes estudios y tener a mi hermana de la manita.
– No me parece nada mal, sobre todo cuando tú pareces del todo incapaz de mantener una relación seria con una mujer durante más de veinticuatro horas.
– Esa no es la opinión de Joanna Palmer -afirmó Jimmy, para gran diversión de su compañero.
– ¿Qué hay de tu otra amiga, Audrey Hepburn? Hace tiempo que no la veo por el campus.
– Yo tampoco, pero solo es cuestión de tiempo que acabe conquistando el corazón de la señorita Palmer.
– Solo en tus sueños, Jimmy.
– A su debido momento vendrás a pedirme perdón de rodillas, hombre de poca fe, y te aviso que será antes de tu desastrosa aportación al debate de los alumnos de primero.
– No me harás cambiar de opinión, Jimmy, porque si tomo parte en el debate, me opondré a la moción.
– Te gusta ponerme las cosas difíciles, ¿no es así, Fletcher? Por lo menos, hay una cosa clara: los organizadores agradecerán tu participación.
– ¿Cómo es eso?
– Porque no han encontrado a nadie con aspiraciones a candidato dispuesto a hablar en contra de la retirada.
– ¿Estás segura? -preguntó Nat, en voz baja.
– Sí, del todo -contestó Rebecca.
– Entonces tendremos que casarnos lo antes posible.
– ¿Por qué? Estamos en los sesenta, la era de los Beatles, la marihuana y el amor libre. Por tanto, ¿por qué no puedo abortar?
– ¿Es eso lo que quieres? -replicó Nat, incrédulo.
– No sé lo que quiero -admitió Rebecca-. Acabo de enterarme esta mañana. Necesito un poco más de tiempo para pensarlo.
– Me casaré contigo hoy mismo si me aceptas. -Nat le cogió una mano.
– Sé que lo harías -dijo Rebecca, y le apretó la mano-, pero debemos enfrentarnos al hecho de que esta decisión afectará al resto de nuestras vidas. No es algo que debamos decidir a la ligera.
– Tengo una responsabilidad moral contigo y con el bebé.
– Pues yo tengo que pensar en mi futuro -replicó Rebecca.
– Quizá tendríamos que contárselo a nuestros padres y ver cómo reaccionan.
– Eso es lo último que se me ocurriría hacer. Tu madre querría que nos casáramos esta misma tarde y mi padre se presentaría en el campus con una escopeta debajo del brazo. No, quiero que me prometas que no le dirás a nadie que estoy embarazada y mucho menos a nuestros padres.
– ¿Por qué? -quiso saber Nat.
– Porque hay otro problema.
– ¿Qué tal va el discurso?
– Acabo de terminar el tercer borrador -respondió Fletcher alegremente- y te hará muy feliz saber que probablemente me convertirá en el estudiante más impopular del campus.
– Está visto que te gusta complicarme la faena.
– Imposible es mi objetivo final -admitió Fletcher-. Por cierto, ¿contra quién nos enfrentamos?
– Un tipo llamado Tom Russell.
– ¿Qué has averiguado de él?
– Fue a Taft.
– Eso significa que tenemos una ventaja -manifestó Fletcher, con una sonrisa.
– No, me temo que no. Lo conocí anoche en Mory’s y te puedo decir que es brillante y popular. Le cae bien a todo el mundo.
– ¿Tenemos algo que nos pueda ayudar?
– Sí, confesó que no le entusiasma el debate. Preferiría dar su apoyo a otro candidato, si aparece alguno adecuado. Se ve más a él mismo como director de campaña que como líder.
– Entonces quizá tendríamos que pedirle a Tom que se una a nuestro equipo -opinó Fletcher-. Todavía estoy buscando un director de campaña.
– Por divertido que te resulte, me ofrecía a mí el trabajo.
Fletcher miró a su amigo.
– ¿Hizo tal cosa?
– Sí.
– Por lo que se ve, tendré que tomármelo en serio, ¿no? -Fletcher guardó silencio unos instantes-. Quizá tendríamos que comenzar con un repaso de mi discurso esta misma noche y luego tú me dirás si…
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