– No tengo la menor intención de arriesgar mi vida contra el ejército del Vietcong, que, al final, sucumbirán al capitalismo, incluso si a corto plazo no se doblegan ante la superioridad militar.
Annie compartía el punto de vista de su hermano y se tranquilizó al ver que Fletcher no había recibido la tarjeta de reclutamiento. No tenía ninguna duda de cuál sería la respuesta.
El 5 de enero de 1967, Nat se presentó en la junta de reclutamiento local.
Después de un riguroso examen médico, fue entrevistado por el comandante Willis. El comandante estaba impresionado; después de pasar toda una mañana con jóvenes que pretextaban mil y una razones por las que debía declararlos ineptos para el servicio, aquí tenía uno con una calificación de 9,2 en el examen físico previo. Por la tarde, hizo la prueba de clasificación general y sacó una nota de 9,7.
A la noche siguiente, junto con otros cincuenta reclutas, Nat subió a un autocar con destino a New Jersey. Durante el lento e interminable viaje a través de los estados, Nat se entretuvo jugando con los pequeños recipientes de plástico en los que había comido, antes de sumirse en un sueño intranquilo.
El autocar llegó a Fort Dix de madrugada. Los reclutas se apearon del vehículo en medio de los gritos de los encargados de la tropa. Los llevaron rápidamente hasta unos alojamientos prefabricados y luego los dejaron dormir durante un par de horas.
Nat se levantó a la mañana siguiente -no le dieron otra opción- a las cinco, y después de que lo raparan, le entregaron la ropa de faena. A continuación ordenaron a los cincuenta nuevos reclutas que escribieran una carta a sus padres y devolvieran sus prendas civiles y todas las demás pertenencias a sus casas.
Después de esto, Nat fue entrevistado por el especialista de cuarta clase Jackson, quien, tras consultar la documentación, solo le formuló una pregunta.
– ¿Eres consciente, Cartwright, de que podrías haber solicitado la exención?
– Sí, señor.
El especialista Jackson enarcó una ceja.
– ¿Has tomado la decisión de no hacerlo después de ser asesorado?
– No necesité que nadie me asesorara, señor.
– De acuerdo, estoy seguro de que querrás presentar la solicitud de ingreso en la academia de oficiales en cuanto acabes con el entrenamiento básico, soldado Cartwright. -Guardó silencio un momento-. Lo consiguen dos de cada cincuenta, así que no te hagas muchas ilusiones. Por cierto, no me llames señor. Ya vale con especialista de cuarta clase.
Después de años de participar en las carreras de campo a través, Nat se consideraba en una excelente forma física, pero muy pronto descubrió que el ejército daba un significado muy diferente a la palabra entrenamiento, que no aparecía explicado en el Webster’s. En cuanto a la otra palabra -básico-, todo era básico: la comida, la ropa, la calefacción y sobre todo la cama donde se suponía que debía dormir. Nat llegó a la conclusión de que el ejército importaba los colchones directamente de Vietnam del Norte, para que pasaran por los mismos sufrimientos que el enemigo.
Durante las ocho semanas siguientes se levantó todas las mañanas a las cinco, se duchaba con agua fría -caliente era un vocablo desconocido en el léxico militar-, se vestía, desayunaba y tenía las prendas correctamente ordenadas a los pies de la cama antes de formar a las seis en el patio de armas con todos los demás integrantes del segundo pelotón de la compañía Alfa.
La primera persona que se dirigía a él por la mañana era el sargento mayor Al Quamo, siempre tan impecable que Nat no dudaba que se levantaba a las cuatro para plancharse el uniforme. Si Nat intentaba hablar con cualquiera durante las catorce horas siguientes, Quamo quería saber quién era y por qué. Aunque el sargento mayor tenía la misma estatura que Nat, ahí se acababa cualquier parecido. Nat nunca tenía tiempo para contar las medallas del sargento.
– Soy vuestra madre, vuestro padre y vuestro mejor amigo -vociferaba a todo pulmón-. ¿Está claro?
– Sí, señor -gritaban los treinta y seis novatos del segundo pelotón-. Es nuestra madre, nuestro padre y nuestro mejor amigo, señor.
La mayoría del pelotón había solicitado la exención sin conseguirla. Muchos de ellos consideraban que Nat estaba loco al presentarse voluntario y tardaron varias semanas en cambiar la opinión que tenían del muchacho de Cromwell. Mucho antes de que acabaran la etapa del entrenamiento básico, Nat se había convertido en el consejero del pelotón, el escriba y confidente. Incluso le enseñó a leer a un par de reclutas. Prefirió no contarle a su madre lo que ellos le habían enseñado a cambio.
Al final de los dos meses, Nat era el primero en todo lo relacionado con la escritura. También sorprendió a sus compañeros al derrotarlos a todos en la carrera a campo través y aunque nunca había disparado un arma antes del entrenamiento básico, superó incluso a los muchachos de Queens en el manejo de la ametralladora M60 y el lanzagranadas M70. Ellos tenían más práctica con las armas cortas.
Quamo no tardó ocho semanas en cambiar de opinión en lo referente al ingreso de Nat en la escuela de oficiales. A diferencia de la mayoría de los «zánganos» que enviaban a Vietnam, vio que Nat era un líder nato.
– Te lo advierto -le dijo a Nat-, un subteniente de pacotilla tiene las mismas probabilidades que un soldado raso de que le vuelen el culo, porque hay una cosa muy clara: el Vietcong no conoce la diferencia.
El sargento no se había equivocado. Solo dos reclutas fueron seleccionados para ir a Fort Benning. El otro era un estudiante universitario del tercer pelotón llamado Dick Tyler.
La principal actividad al aire libre durante las tres primeras semanas en Fort Benning la desarrolló junto a los cascos negros. Los instructores paracaidistas se ocuparon de enseñarles a los nuevos reclutas las técnicas de aterrizaje, primero desde lo alto de una pared de diez metros y luego desde la temida torre de cien metros de altura. De los doscientos soldados que habían comenzado el curso, menos de un centenar pasaron a la siguiente etapa. Nat estuvo entre los diez escogidos para llevar el casco blanco durante la semana de saltos. Quince saltos más tarde, fue su turno de recibir las alas de plata de los paracaidistas que llevaría prendidas en la camisa.
Cuando Nat regresó a casa para disfrutar de una semana de permiso, su madre apenas reconoció al chico que se había despedido de ella tres meses antes. Se había convertido en todo un hombre, tres centímetros más alto y cinco kilos menos, con un corte de pelo que le recordó a su padre los años pasados en Italia.
Acabado el permiso, Nat volvió a Fort Benning, se calzó una vez más las brillantes botas Corcoran, se echó el macuto al hombro y abandonó la escuela de paracaidismo para ir al otro lado de la carretera.
Allí comenzó su preparación como oficial de infantería. Si bien tenía que levantarse a la misma hora todas las mañanas, entonces pasaba mucho más tiempo en el aula para estudiar la historia militar, la interpretación de mapas y tácticas y estrategias de mando, junto con otros setenta futuros oficiales que se estaban preparando para ir a Vietnam. La única estadística que nadie citaba era que más de la mitad de ellos volvería metido en una bolsa para cadáveres.
– Joanna tendrá que enfrentarse a una comisión disciplinaria -le dijo Jimmy mientras se sentaba a los pies de la cama de Fletcher-. Cuando tendría que ser yo quien se enfrentara a la furia del comité de ética -añadió.
Fletcher intentó calmar a su amigo, porque nunca lo había visto enfadado hasta tales extremos.
– ¿Por qué no comprenden que no es un delito enamorarse? -gritó Jimmy.
– Creo que si lo pensaras un poco verías que les preocupan mucho más las consecuencias si ocurriera a la inversa -señaló Fletcher.
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