Jeffrey Archer - Juego Del Destino

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Jeffrey Archer, con su habitual maestría narrativa, presenta en su última novela una apasionante historia marcada por un insólito cruce de destinos: dos hermanos gemelos separados al nacer y que desconocían la existencia del otro, se reencuentran treinta años más tarda como rivales políticos. Ambos pertenecen a familias de distinta extracción social y credo ideológico, pero el azar propiciará que sea Fletcher quien defienda a su hermano Nat, acusaso del asesinato de su rival en las elecciones a gobernador. Cuando Fletcher sufra un accidente y sea necesario conseguir sangre de un grupo muy extraño se desvelará el parentesco. Una trama perfectamente urdida en torno a las sorpresas que puede deparar el destino, al podeer político, al juego sucio, a la pérdida y al reencuetro, que ha hecho las delicias de miles de lectores en Inglaterra y Estados Unidos.

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– ¿Qué problema? -quiso saber Nat.

– Si la señora Elliot asesinó a su marido, entonces tuvo que mentirle a la policía; por tanto, tiene que haber algunos cabos sueltos en los que ellos no han reparado. Lo primero que debemos hacer es encontrarlos y a continuación unirlos.

El interés por las elecciones se extendía mucho más allá de los límites de Connecticut. Periódicos y revistas de todo el país, como el National Enquirer y el New Yorker, publicaban artículos sobre los protagonistas de la campaña. Una de las consecuencias de esa publicidad fue que el día que comenzó el juicio no había en Hartford ni una sola habitación de hotel libre en treinta kilómetros a la redonda.

A tres meses vista de las elecciones, las encuestas de intención de voto otorgaban a Fletcher una ventaja de doce puntos, pero él sabía muy bien que si conseguía demostrar la inocencia de Nat, el resultado del sondeo podría invertirse en cuestión de horas.

El 11 de julio era la fecha señalada para el comienzo del juicio, pero las grandes cadenas de televisión ya tenían instaladas las cámaras en las terrazas de los edificios al otro lado del juzgado y en las aceras, así como también muchas unidades móviles en las calles. Estaban allí para entrevistar a cualquiera con la más remota vinculación con el juicio, a pesar de que aún faltaban días para que Nat escuchara las palabras: «Todos en pie».

Fletcher y Nat intentaron continuar con sus respectivas campañas electorales con cierta apariencia de normalidad, aunque ambos eran conscientes de lo difícil que era. No tardaron en descubrir que llenaban todas las salas, que cualquier mitin se convertía en un baño de multitudes y que en los lugares más remotos del distrito aparecían los espectadores como setas. Cuando ambos asistieron a una función benéfica destinada a recaudar fondos para el ala de ortopedia que se construiría en el Gates Memorial Hospital de Hartford, las entradas se revendían a quinientos dólares. Esta era una de aquellas excepcionales campañas donde los donativos llegaban como una riada. Durante algunas semanas fueron una atracción mayor que Frank Sinatra.

Ninguno de los dos pegó ojo la noche anterior al juicio y el jefe de policía ni siquiera se molestó en acostarse. Don Culver había enviado a cien agentes para que vigilaran a la muchedumbre delante de los juzgados, sin dejar de comentar con cierta ironía que todos los rateros de Hartford se aprovecharían de la disminución de la vigilancia en el resto de la ciudad.

Fletcher fue el primero del equipo de la defensa que subió las escalinatas del edificio y dejó bien claro a los enviados de los medios de comunicación que no haría declaraciones ni respondería a ninguna pregunta antes de que se conociera el veredicto. Nat llegó unos minutos más tarde, acompañado por Tom y Su Ling, y de no haber sido por la colaboración de los agentes de policía, nunca hubiesen podido entrar.

Una vez en el interior del juzgado, Nat caminó por el pasillo de mármol hasta la sala número siete. Agradeció los amables comentarios de los curiosos con un gesto pero sin decir ni una palabra, tal como le había recomendado su abogado. En cuanto entró en la sala, Nat sintió cómo todas las miradas se centraban en él mientras iba a sentarse a la izquierda de Fletcher en la mesa de la defensa.

– Buenos días, abogado -saludó Nat.

– Buenos días, Nat -replicó Fletcher, que apartó la mirada de las notas que estaba consultando-. Confío en que esté preparado para una semana de aburrimiento mientras seleccionamos al jurado.

– ¿Ya tiene el perfil del jurado ideal? -le preguntó Nat.

– No se trata de algo sencillo -contestó Fletcher-, porque no acabo de decidirme entre elegir a partidarios suyos o míos.

– ¿Hay doce personas en Hartford que lo apoyen? -inquirió Nat, con tono risueño.

– Me alegra comprobar que no ha perdido el sentido del humor -manifestó Fletcher, con una sonrisa-. Sin embargo, después de elegir al jurado, quiero que adopte una expresión seria y atenta; la de un hombre que es víctima de una gran injusticia.

Fletcher no se equivocó, porque hasta el viernes por la tarde no ocuparon sus sitios los doce miembros del jurado y los dos suplentes, después de una interminable serie de puntualizaciones, réplicas, contrarréplicas y diversas objeciones planteadas por ambas partes. Por fin se pusieron de acuerdo en siete hombres y cinco mujeres; dos de las mujeres y uno de los hombres eran negros. Cinco miembros del jurado tenían profesiones liberales; el resto eran dos madres trabajadoras, tres oficinistas, una secretaria y un desempleado.

– ¿Qué sabemos de su ideología política? -preguntó Nat.

– Yo diría que tenemos cuatro republicanos, cuatro demócratas y cuatro indecisos.

– En ese caso, ¿cuál es nuestro siguiente problema, abogado?

– Cómo sacarle del apuro y al mismo tiempo hacerme con los votos de los cuatro indecisos -declaró Fletcher, cuando se despidieron a la salida del edificio.

Nat se dio cuenta de que en cuanto llegaba a casa por la noche, olvidaba todo lo referente al juicio, porque sus pensamientos se centraban exclusivamente en su hijo muerto. Por mucho que intentase hablar de otros temas con Su Ling, también su esposa solo pensaba en Luke.

– Si hubiese compartido mi secreto con Luke -se lamentaba la madre una y otra vez-, quizá ahora estaría con nosotros.

46

El lunes siguiente, después de que el alguacil tomara juramento al jurado, el juez Kravats invitó al fiscal a que hiciera su exposición de apertura.

Richard Ebden se levantó lentamente. Era un hombre alto, elegante, canoso, con la reputación de hechizar a los jurados. El traje azul oscuro era su atuendo habitual para el primer día de los juicios. La camisa blanca y la corbata azul transmitían una sensación de confianza.

El fiscal estaba muy orgulloso de sus éxitos, algo que resultaba un tanto irónico porque era un hombre de familia, religioso y de modales amables, que incluso cantaba como bajo en el coro local. Ebden se levantó de la silla, fue hasta el espacio que quedaba entre la mesa y el estrado del juez y se volvió para mirar al jurado.

– Miembros del jurado -comenzó-, en todos mis años como fiscal, en contadas ocasiones me he encontrado con un caso de homicidio donde no existe ninguna duda de quién fue el autor.

Fletcher se inclinó hacia Nat para susurrarle al oído:

– No se preocupe, es lo que dice siempre. Ahora viene: «Pero a pesar de esto…».

– Pero a pesar de esto, debo exponerles los hechos ocurridos durante la noche del doce al trece de febrero. El señor Cartwright -se volvió sin prisas para mirar al acusado-… participó en un programa de televisión con Ralph Elliot, una figura muy respetada y popular en nuestra comunidad y, quizá todavía más importante, el claro favorito a ganar la nominación republicana, que podría haberle llevado a ser el gobernador de nuestro querido estado. Un hombre que se acercaba a la cumbre de su carrera, a punto de recibir el más absoluto respaldo de un electorado agradecido por sus años de desinteresado servicio a la comunidad. Pero ¿cuál sería su recompensa? Acabó asesinado por su rival político.

»¿Cómo se llegó a esa lamentable tragedia? Al señor Cartwright se le preguntó si su esposa era una inmigrante ilegal, así son las cosas en los debates políticos, una pregunta que debo añadir no se mostró muy dispuesto a responder. ¿Por qué? Porque sabía que era verdad, y que la había mantenido oculta durante veinte años. Después de negarse a responder a la pregunta, ¿qué hace el señor Cartwright a continuación? Intenta descargar las culpas en Ralph Elliot. En cuanto termina el programa, comienza a insultarlo, lo llama embustero, lo acusa de un montaje y, lo que es más significativo, proclama: “Así y todo, acabaré contigo”.

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