»No confíen en mis palabras para condenar al señor Cartwright, porque están ustedes a punto de comprobar que no se trata de rumores, habladurías o fruto de mi mente, porque toda la conversación entre los dos rivales fue registrada para la posteridad gracias a la televisión. Me hago cargo de que no es un procedimiento habitual, su señoría, pero dadas las circunstancias, desearía que el jurado pudiese ver la grabación.
Ebden hizo un gesto en dirección a su mesa y uno de sus ayudantes apretó un botón.
Durante los doce minutos siguientes, Nat miró la pantalla que habían instalado delante de los miembros del jurado y recordó con profundo remordimiento su terrible enfado. En cuanto acabó la proyección del vídeo, Ebden continuó con su exposición.
– No obstante, sigue siendo responsabilidad del estado demostrar qué ocurrió después de que este hombre furioso y vengativo se marchara del estudio de televisión. -Ebden bajó la voz-. Regresó a su casa y descubrió que su hijo, su único hijo, se había suicidado. Todos nosotros podemos comprender muy bien los efectos que semejante tragedia puede tener en un padre. Resultó ser, miembros del jurado, que esa trágica muerte puso en marcha una cadena de acontecimientos que acabaron con el asesinato a sangre fría de Ralph Elliot. Cartwright le dijo a su esposa que, después de ir al hospital, regresaría inmediatamente a casa, pero no tenía la intención de hacerlo, porque ya había planeado dirigirse antes a la casa del señor y la señora Elliot. ¿Cuál pudo haber sido la razón para esa intempestiva visita nocturna a las dos de la mañana? Solo podía haber un propósito: el de retirar para siempre a Ralph Elliot de la carrera por la candidatura a gobernador. Lamentablemente para su familia y nuestro estado, el señor Cartwright tuvo éxito en su misión.
»Se presentó sin ser invitado en la casa de la familia Elliot a las dos de la mañana. El propio señor Elliot, que se encontraba en su despacho ocupado en redactar su discurso de aceptación, le abrió la puerta. El señor Cartwright irrumpió en la casa y le asestó un puñetazo en la nariz al señor Elliot, que a punto estuvo de derribarlo. El señor Elliot se recuperó a tiempo de ver que su adversario pretendía seguir con el ataque y echó a correr hacia su despacho, donde cogió un arma que guardaba en el cajón de su escritorio. Se volvió en el instante en que Cartwright saltaba sobre él y le arrebataba el arma, con lo que privó así al señor Elliot de toda defensa. Cartwright empuñó el arma, apuntó a su víctima, tumbada en el suelo, y le descerrajó un tiro que le atravesó el corazón. Luego efectuó un segundo disparo contra el techo para simular que se había producido un forcejeo. Muerto su rival, Cartwright dejó caer el arma, salió de la casa por la puerta principal que seguía abierta, subió a su coche y regresó rápidamente a su casa. Sin que lo supiera, había dejado atrás a un testigo de todo lo ocurrido: la esposa de la víctima, la señora Rebecca Elliot. En el momento en que se oyó el primer disparo, la señora Elliot salió de su dormitorio en el primer piso para asomarse por encima de la balaustrada del rellano e instantes después de escuchar la segunda detonación, vio horrorizada cómo Cartwright escapaba del domicilio. De la misma manera que las cámaras de televisión registraron todos los detalles del programa, la señora Elliot les describirá a ustedes con la misma precisión todos los detalles de lo que ocurrió la noche de autos.
El fiscal desvió la mirada del jurado para mirar directamente a Fletcher.
– Dentro de unos momentos, el abogado defensor se levantará de la silla y, con todo su encanto y oratoria, intentará que ustedes lloren mientras hace todo lo posible por cambiar la realidad de lo sucedido. Pero lo que no podrá cambiar es el cadáver de un hombre inocente, asesinado a sangre fría por su adversario político. Tampoco podrá cambiar sus palabras registradas por las cámaras de televisión: «Así y todo, acabaré contigo». Lo que no podrá borrar es la existencia de un testigo del asesinato, la viuda del señor Elliot, Rebecca.
Ebden miró entonces a Nat.
– Puedo comprender que sientan cierta compasión por este hombre, pero después de que escuchen todos los testimonios y vean todas las pruebas, creo que ninguno de ustedes tendrá la más mínima duda de la culpabilidad del señor Cartwright, por lo que no tendrán más alternativa que cumplir con su deber con el estado y la sociedad y declararlo culpable.
Un silencio siniestro reinó en la sala cuando Richard Ebden volvió a su mesa. Varias cabezas asintieron, incluso una o dos entre los miembros del jurado. El juez Kravats escribió una nota en el papel que tenía delante y a continuación miró hacia la mesa de la defensa.
– ¿Va usted a responder, abogado? -preguntó, sin preocuparse en disimular el tono irónico en su voz.
Fletcher se puso de pie y le respondió sin vacilar:
– No, muchas gracias, señoría. La defensa no tiene la intención de hacer una exposición inicial.
Nat y Fletcher permanecieron sentados, en silencio, y con la mirada al frente, en medio del tumulto que se desató en la sala. El juez golpeó insistentemente con su mazo, dispuesto a imponer orden y continuar con la sesión. Fletcher miró de reojo hacia la mesa de la fiscalía y vio cómo Richard Ebden mantenía una intensa discusión con los otros miembros de su equipo. El juez procuró disimular una sonrisa en cuanto advirtió la astuta maniobra táctica que había realizado el abogado defensor y que había conseguido desorientar al fiscal y a su gente. Miró una vez más al fiscal.
– Señor Ebden, a la vista de la decisión de la defensa, ¿querrá llamar a su primer testigo? -preguntó con tono neutro.
Ebden se levantó; evidentemente había perdido parte de su confianza al descubrir el juego de Fletcher.
– Señoría, creo que a la vista de las circunstancias solicitaré un receso.
– Protesto, señoría -gritó Fletcher, que se levantó de un salto-. El estado ha tenido varios meses para preparar el caso. ¿Hemos de entender que ahora no son capaces de presentar ni a un solo testigo?
– ¿Es ese el caso, señor Ebden? -preguntó el juez-. ¿No puede llamar a su primer testigo?
– Efectivamente, señoría. Nuestro primer testigo es el señor Don Culver, jefe de policía de la ciudad, y no queríamos apartarlo de sus importantes obligaciones hasta que fuese absolutamente necesario.
Fletcher se levantó de nuevo.
– Es absolutamente necesario, señoría. Es el jefe de policía y este es un juicio por asesinato. Por tanto, solicito que el caso sea sobreseído dado que no hay disponible ningún testimonio de la policía para presentar ante este tribunal.
– Buen intento, señor Davenport, pero no colará -replicó el juez-. Señor Ebden, le concedo el receso que ha pedido. El juicio se reanudará inmediatamente después de la hora de la comida; si para ese momento el jefe de policía no está con nosotros, declararé nulo su testimonio.
El fiscal asintió sin poder disimular lo violento que se sentía.
– Todos en pie -anunció el alguacil, cuando el juez Kravats se levantó y consultó el reloj antes de abandonar la sala.
– Creo que hemos ganado el primer asalto -comentó Tom, mientras el fiscal y los suyos se retiraban apresuradamente.
– Es posible -admitió Fletcher-, pero necesitamos algo más que victorias pírricas para triunfar en la batalla final.
Nat detestaba rondar por los pasillos, así que volvió a la mesa de la defensa mucho antes de que acabara el descanso para comer. Miró hacia la mesa de la fiscalía, donde también Richard Ebden estaba en su sitio, y comprendió que no volvería a cometer el mismo error una segunda vez. Sin embargo, ¿había deducido las razones de Fletcher para arriesgar aquella jugada? Fletcher le había explicado durante el receso que, a su juicio, la única manera de ganar el caso consistía en minar el testimonio de Rebecca Elliot; por consiguiente, no podía permitir que se relajara ni un instante. Después de la advertencia del juez, Ebden se vería obligado a tenerla esperando en el pasillo, quizá durante días, antes de ser llamada a declarar.
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