– Era Tom. Quería comunicarte el resultado de las elecciones.
Nat miró el papel. Su Ling solo había escrito: 69/31.
– Muy bien, pero ¿quién obtuvo sesenta y nueve? -preguntó Nat.
– El próximo gobernador de Connecticut -respondió su esposa.
El funeral de Luke se celebró, a petición del director de la escuela, en la capilla de Taft. Explicó que eran muchísimos los alumnos que querían asistir al oficio. Hasta después de su muerte Nat y Su Ling no se enteraron de lo popular que había sido su hijo. El funeral fue muy sencillo y el coro al que había pertenecido con tanto orgullo cantó «Jerusalem», de William Blake, y «Ain’t Misbehavin», de Cole Porter. Kathy leyó un pasaje de la Biblia y el querido Thomo otro, mientras que el director pronunció el panegírico.
El señor Henderson habló de un joven tímido y nada pretencioso, querido y admirado por todos. Recordó a los presentes la admirable actuación de Luke como Romeo y cómo se había enterado esa misma mañana de que a Luke le habían ofrecido entrar en Princeton.
Los chicos y chicas de noveno curso que habían actuado con él en la obra cargaron a hombros el féretro a la hora de sacarlo de la capilla. Nat aprendió tantas cosas de su hijo aquel día que se sintió culpable por no haber sabido antes lo importante que había sido su hijo para sus condiscípulos.
Después del oficio religioso, Nat y Su Ling participaron en el té ofrecido en la casa del director para los amigos más íntimos de Luke. La casa estaba llena a rebosar, pero como el señor Henderson le explicó a Su Ling, todos creían ser amigos íntimos de Luke.
– Qué extraordinario regalo -comentó el director simplemente.
Uno de los alumnos obsequió a Su Ling con un libro con fotos y poemas compuestos por los compañeros de Luke. Más tarde, cada vez que Nat se sentía triste, lo abría por una página cualquiera, leía el texto y miraba la foto, pero había unas líneas que leía una y otra vez: «Luke era el único chico que hablaba conmigo sin mencionar jamás mi turbante ni el color de mi piel. Sencillamente no los veía. Era la persona que deseaba tener como amigo para el resto de mi vida. Malik Singh (16 años)».
Cuando salieron de la casa del director, Nat vio a Kathy que estaba sentada sola en el jardín, con la cabeza inclinada. Su Ling fue a sentarse con ella. La rodeó con sus brazos e intentó consolarla.
– Te quería tanto… -le dijo.
Kathy levantó la cabeza; lloraba a lágrima viva.
– Nunca le dije que le quería.
– No puedo hacerlo -declaró Fletcher.
– ¿Por qué no? -le preguntó Annie.
– Se me ocurren un centenar de razones.
– Di mejor un centenar de excusas.
– No puedo defender al hombre que pretendo derrotar en las elecciones -replicó Fletcher, sin hacer caso del comentario.
– Sin miedos ni favoritismos -citó Annie.
– ¿Cómo quieres que haga la campaña?
– Eso será lo más fácil. -Annie se calló unos instantes-. En cualquier sentido.
– ¿En cualquier sentido? -repitió Fletcher.
– Sí. Porque si es culpable, ni siquiera será el candidato republicano.
– ¿Qué pasa si es inocente?
– Entonces serás alabado muy justamente por haber conseguido que saliera absuelto.
– Eso no es práctico ni sensato.
– Otras dos excusas.
– ¿Por qué estás de su lado? -le preguntó Fletcher.
– No lo estoy -insistió Annie-. Estoy, y cito al profesor Abrahams, del lado de la justicia.
Fletcher permaneció callado durante unos momentos.
– Me pregunto qué hubiese hecho él enfrentado al mismo dilema.
– Sabes muy bien lo que hubiese hecho. Hay algunas personas que olvidarán estos principios en cuanto salgan de la universidad…
– … solo puedo confiar en que al menos una persona de cada promoción los recuerde -dijo Fletcher para completar la frase que siempre repetía el profesor.
– ¿Por qué no hablas con él? -dijo Annie-. Quizá eso te convenza.
A pesar de las reiteradas advertencias de Jimmy y las vociferantes protestas de los demócratas locales -en realidad de todos excepto Annie-, se acordó que los dos hombres se verían para charlar al domingo siguiente.
El lugar escogido para la cita fue el banco Fairchild Russell, porque se consideró que no se cruzarían con muchos transeúntes un domingo por la mañana a primera hora.
Nat y Tom llegaron poco antes de las diez y el presidente del banco abrió la puerta principal y desconectó la alarma por primera vez en años. Solo tuvieron que esperar unos pocos minutos antes de que Fletcher y Jimmy aparecieran. Tom los hizo pasar rápidamente y los acompañó a la sala de juntas.
Cuando Jimmy presentó a su íntimo amigo a su cliente más importante, los hombres se miraron el uno al otro, sin tener muy claro cuál de los dos debía dar el primer paso.
– Es muy amable de…
– No había esperado…
Ambos se echaron a reír y después se estrecharon las manos calurosamente.
Tom propuso que Fletcher y Jimmy se sentaran a un lado de la mesa, mientras que él y Nat se acomodaban en el otro. Fletcher asintió con un gesto y, una vez sentados, abrió su maletín y extrajo una libreta de hojas amarillas, que colocó sobre la mesa, junto con una estilográfica que sacó de un bolsillo interior de la chaqueta.
– En primer lugar, quiero manifestarle mi agradecimiento por haber aceptado verme -repuso Nat-. Solo me puedo imaginar la presión a la que habrá tenido que enfrentarse y me doy perfecta cuenta de que no ha escogido la opción fácil.
Jimmy agachó la cabeza al oír estas palabras.
Fletcher levantó una mano.
– Tiene que agradecérselo a mi esposa y no a mí -replicó; después de guardar silencio unos instantes, añadió-: Claro que a quien tiene que convencer es a mí.
– En ese caso, transmítale mi agradecimiento a la señora Davenport y permítame asegurarle que responderé a cualquier pregunta que quiera hacerme.
– En realidad, solo tengo una pregunta -dijo Fletcher, con la mirada puesta en la hoja de papel en blanco-. Se trata de una pregunta que un abogado nunca hace porque únicamente puede comprometer sus principios éticos. Pero en esta ocasión no estoy dispuesto a discutir el caso hasta que haya respondido a la pregunta.
Nat asintió con un gesto. Fletcher levantó la cabeza y miró a su posible rival. Nat le sostuvo la mirada.
– ¿Asesinó usted a Ralph Elliot?
– No, no lo hice -contestó Nat sin vacilar.
Fletcher miró de nuevo la hoja de papel en blanco de la libreta que tenía delante. Pasó la hoja y dejó a la vista la segunda, que estaba escrita de arriba abajo con toda una serie de preguntas.
– Entonces permítame que le pregunte… -comenzó Fletcher, que volvió a mirar a su cliente.
La fecha del juicio se fijó para la segunda semana de julio. Nat se sorprendió al comprobar el poco tiempo que necesitaba pasar con su abogado defensor una vez que le hubo relatado la historia un centenar de veces y Fletcher manifestara que ya tenía claro hasta el último detalle. Si bien ambos admitían la importancia de la declaración de Nat, Fletcher dedicó mucho tiempo a analizar a fondo las dos declaraciones que Rebecca Elliot le había hecho a la policía: el informe redactado por Don Culver sobre lo que había ocurrido la noche de autos y las notas del inspector Petrowski, que estaba a cargo de la investigación.
– Rebecca ha sido convenientemente aleccionada por el fiscal -le advirtió a Nat- y ha tenido tiempo más que sobrado para ensayar las respuestas a todas las preguntas que se le puedan ocurrir. Cuando sea su momento de sentarse en el banquillo de los testigos, puede estar seguro de que se sabrá su papel tan a la perfección como cualquier actriz en la noche de un estreno. Así y todo -añadió Fletcher-, se enfrentará a un problema.
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