Dejó a su esposa y caminó fatigadamente hasta la puerta. La abrió y se encontró con el jefe Culver escoltado por dos agentes.
– ¿Cuál es el problema, jefe?
– Lo siento mucho, sobre todo a la vista de todo lo ocurrido -respondió Don Culver-, pero vengo a detenerle.
– ¿De qué se me acusa? -preguntó Nat, incrédulo.
– Del asesinato de Ralph Elliot.
Indudablemente, no era la primera vez en la historia norteamericana que el nombre de un candidato muerto figuraba en una papeleta electoral, así como tampoco que un candidato detenido se presentaba a las elecciones, pero por mucho que buscaron, los historiadores políticos no consiguieron encontrar que ambas cosas ocurrieran en un mismo día.
El jefe de policía solo le permitió a Nat hacer una llamada de teléfono, así que este llamó a Tom, quien continuaba despierto a pesar de que eran las tres de la mañana.
– Sacaré a Jimmy Gates de la cama y nos reuniremos contigo en la comisaría lo antes posible.
Habían acabado de tomarle las huellas dactilares cuando se presentó Tom, en compañía de su abogado.
– Sin duda recuerdas a Jimmy -dijo Tom-, nos aconsejó durante la operación de compra de Fairchild’s.
– Sí, por supuesto -respondió Nat mientras se secaba las manos después de lavarse los restos de tinta negra de los dedos.
– Acabo de hablar con el jefe Culver -le informó Jimmy-; está más que dispuesto a permitirle que regrese a su casa, pero tendrá que presentarse en el juzgado mañana a las diez para la acusación formal. Solicitaré una fianza en su nombre, no hay ninguna razón para creer que no se la concederán.
– Muchas gracias -contestó Nat con voz neutra-. Jimmy, ¿recuerda que antes de emprender la OPA para hacernos con Fairchild’s le pedí que nos consiguiera el mejor abogado de empresas disponible para representarnos?
– Sí, desde luego; usted siempre ha dicho que Logan Fitzgerald realizó un trabajo de primera.
– Claro que sí -afirmó Nat en voz baja-. Pues ahora necesito que me consiga al Logan Fitzgerald criminalista.
– Cuando me reúna con usted mañana, le tendré dos o tres nombres preparados para su consideración. Hay un tipo en Chicago que es excepcional, pero no sé cómo tendrá la agenda -comentó en el momento en que se acercaba el jefe de policía.
– Señor Cartwright, ¿quiere que uno de mis chicos le lleve a casa?
– No, es muy amable de su parte, jefe -respondió Tom-, pero yo llevaré al candidato a su casa.
– Lo de candidato te sale con tanta naturalidad como si fuese mi nombre de pila -dijo Nat.
En el camino de regreso a su hogar, Nat le relató a Tom todo lo que había ocurrido mientras se encontraba en la casa de Elliot.
– Por tanto, al final todo se reducirá a su palabra contra la tuya -opinó Tom mientras detenía el coche delante de la casa.
– Efectivamente y mucho me temo que mi historia resulte bastante menos convincente que la suya aunque sea la verdad.
– Ya hablaremos de todo eso por la mañana -declaró Tom-. Ahora lo que necesitas es dormir un poco.
– Ya es de día -replicó Nat mientras observaba cómo los primeros rayos de sol alumbraban el césped.
Su Ling le esperaba con la puerta abierta.
– ¿En algún momento creyeron que…? -le preguntó a su marido.
Nat la puso al corriente de todo lo ocurrido en la comisaría. Cuando acabó, Su Ling se limitó a decir:
– Es una pena.
– ¿A qué te refieres? -quiso saber Nat.
– A que no lo mataras tú.
Nat subió las escaleras y cruzó el dormitorio para ir directamente al cuarto de baño. Se quitó las prendas y las arrojó en una bolsa. Ya se ocuparía de tirar la bolsa para no tener que recordar ese día terrible. Se metió en la ducha y dejó que los fuertes chorros de agua fría lo reanimaran. Después de cambiarse bajó a la cocina y se sentó allí con su esposa. En la alacena estaba su programa para el día de las elecciones; no había mención alguna de su comparecencia en el juzgado para que le acusaran formalmente de asesinato.
Tom se presentó a las nueve. Informó de que la votación iba a buen ritmo, como si no sucediese nada más en la vida de Nat.
– Hicieron una encuesta telefónica inmediatamente después del programa de televisión -le comentó Tom- y tu ventaja era de sesenta y tres a treinta y siete.
– Eso fue antes de que me detuvieran por matar al otro candidato -le recordó Nat.
– Supongo que si la hubiesen hecho después, tu ventaja hubiese sido de setenta a treinta -replicó Tom. Nadie se rió.
Tom hizo todo lo posible por llevar la conversación hacia el tema de la campaña y que no pensaran en Luke. No funcionó. Miró la hora en el reloj de la cocina.
– Es hora de irnos -le dijo a Nat, que se levantó para abrazar a Su Ling.
– No, voy con vosotros -afirmó Su Ling-. Nat no lo asesinó, pero yo sí lo hubiese hecho de haber tenido la más mínima posibilidad.
– Yo también -declaró Tom con tono suave-, pero tengo que advertiros que cuando lleguemos al juzgado aquello será un circo. Poned cara de inocentes y no hagáis declaraciones, porque cualquier cosa que digáis acabará en la primera plana de todos los periódicos.
En cuanto salieron de la casa, se encontraron con una docena de periodistas y tres equipos de televisión que se limitaron a presenciar cómo entraban en el coche. Nat apretó con fuerza la mano de Su Ling mientras iban camino del juzgado y no se fijó en las numerosas personas que lo saludaban al verlo pasar. Cuando llegaron delante del juzgado después de un trayecto de un cuarto de hora, Nat se enfrentó en las escalinatas del edificio a una multitud mucho más numerosa que en cualquiera de los actos de la campaña.
El jefe de policía había previsto la situación y había enviado a una veintena de agentes para que controlaran a la muchedumbre y formaran un pasillo que permitiera a Nat y su grupo acceder al edificio sin verse asediados. No sirvió de nada, porque veinte agentes no eran bastante para contener a la horda de reporteros gráficos y periodistas que gritaban e intentaban retener a Nat y Su Ling, que se esforzaban por subir las escalinatas. Los micrófonos casi rozaban el rostro de Nat y las preguntas eran como una lluvia que los azotaba desde todos los ángulos.
– ¿Mató usted a Ralph Elliot? -gritó un reportero.
– ¿Retirará su candidatura? -chilló otro que casi le hizo tragar el micrófono.
– ¿Confirma que su madre era una prostituta, señora Cartwright?
– ¿Cree que todavía puede ganar, Nat?
– ¿Rebecca Elliot era su amante?
– ¿Cuáles fueron las últimas palabras de la víctima, señor Cartwright?
Consiguieron finalmente entrar en el edificio y vieron a Jimmy Gates que los esperaba al otro extremo del vestíbulo. El abogado acompañó a Nat hasta un banco junto a la puerta de la sala del juzgado y le explicó a su cliente cuál era el procedimiento legal.
– Su comparecencia no durará más de cinco minutos -le explicó Jimmy-. Dirá su nombre; a continuación, se le formulará la acusación y se le pedirá que diga cómo se declara. Después de declararse inocente, presentaré la petición de libertad bajo fianza. El estado pide una fianza de cincuenta mil dólares, que yo he aceptado. En cuanto acabe de firmar los documentos, será puesto en libertad y no tendrá que volver a presentarse hasta que se fije la fecha del juicio.
– ¿Cuándo calcula que podría ser?
– Normalmente se tarda unos seis meses, pero he solicitado que se agilice el procedimiento ante la proximidad de las elecciones.
Nat admiró el enfoque profesional de su abogado, al recordar que Jimmy también era el amigo íntimo y cuñado de Fletcher Davenport. Sin embargo, como cualquier otro buen abogado, pensó Nat, Jimmy comprendía muy bien el significado de los vasos comunicantes. Jimmy consultó el reloj.
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