– ¿Continuó interrogándola?
– No, dejé a una agente con la señora Elliot mientras yo me dedicaba a verificar la declaración original. Después de consultarlo con el inspector Petrowski, fui al domicilio del señor Cartwright en compañía de dos agentes y lo detuve por el asesinato de Ralph Elliot.
– ¿Se había ido a la cama?
– No, vestía las mismas prendas que llevaba en el programa de televisión aquella noche.
– No hay más preguntas, señoría.
– Su testigo, señor Davenport.
Fletcher se acercó a la tribuna de los testigos con una sonrisa en el rostro.
– Buenas tardes, jefe. No lo retendré mucho, dado que soy muy consciente de lo ocupado que está, pero así y todo tengo tres o cuatro preguntas que reclaman una respuesta. -El jefe no respondió a la sonrisa de Fletcher-. En primer lugar, me gustaría saber cuánto tiempo pasó desde que recibió en su casa la llamada de la señora Elliot hasta que procedió a la detención del señor Cartwright.
Los dedos del jefe Culver se movieron involuntariamente mientras pensaba en la pregunta.
– Dos horas, dos horas y media como mucho -respondió finalmente.
– Cuando llegó usted a casa del señor Cartwright, ¿cómo iba vestido?
– Ya se lo he dicho al jurado; exactamente con las mismas prendas que llevaba en el programa de televisión aquella noche.
– Por tanto, ¿no le abrió la puerta en pijama y bata como si acabara de levantarse de la cama?
– No, la verdad es que no -contestó el jefe Culver, intrigado.
– ¿No cree que un hombre que acaba de cometer un crimen quizá se quitaría la ropa y se metería en la cama a las dos de la mañana, de forma tal que si la policía se presenta intempestivamente en la puerta de su casa, pueda al menos dar la impresión de que estaba durmiendo?
El jefe de policía frunció el entrecejo.
– Estaba consolando a su esposa.
– Me lo imagino -dijo Fletcher-. El asesino estaba consolando a su esposa. Ya puestos, jefe, permítame otra pregunta. ¿En el momento de detener al señor Cartwright, hizo alguna declaración?
– No -replicó Culver-. Manifestó que primero quería hablar con su abogado.
– ¿No dijo absolutamente nada que usted pudiese consignar en su muy fiable libreta?
– Sí -admitió Culver; pasó algunas hojas de la libreta hasta que encontró lo que buscaba y lo leyó atentamente-. Sí -repitió con una sonrisa-. Cartwright dijo: «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé».
– «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé» -manifestó Fletcher como un eco-. No son precisamente las palabras de un hombre que intenta ocultar el hecho de que había estado allí. No se desvistió, no se fue a la cama y confesó abiertamente haber estado antes en casa de Elliot. -El jefe de policía permaneció en silencio-. Cuando le acompañó a la comisaría, ¿le tomó usted las huellas dactilares?
– Sí, por supuesto.
– ¿Realizó usted algunas otras pruebas? -preguntó Fletcher.
– ¿En qué está pensando? -replicó Culver.
– No juegue conmigo -dijo Fletcher y esta vez en su voz se insinuó un tono cortante-. ¿Realizó usted algunas otras pruebas?
– Sí -asintió Culver-. Verificamos si debajo de las uñas había algún rastro de que hubiese disparado un arma.
– ¿Encontraron algún rastro de que el señor Cartwright hubiese disparado un arma? -preguntó Fletcher, que recuperó el tono amable.
– No encontramos residuos de pólvora en las manos o debajo de las uñas -declaró el jefe de policía después de un leve titubeo.
– No había residuos de pólvora en las manos o debajo de las uñas -repitió Fletcher, que miró al jurado.
– Sí, pero tuvo un par de horas para lavarse las manos y frotarse las uñas con un cepillo.
– Claro que sí, jefe, y también tuvo un par de horas para desvestirse, acostarse, apagar las luces de la casa y pensar en algo más convincente que decir sencillamente: «Pero todavía estaba vivo cuando lo dejé». -La mirada de Fletcher no se desvió en ningún momento del jurado.
De nuevo, el jefe Culver permaneció en silencio.
– Mi última pregunta, señor Culver, se refiere a algo que me ha estado incordiando desde que acepté el caso, sobre todo cuando pienso en sus treinta y seis años de experiencia, catorce de ellos como jefe de policía. -Miró de nuevo a Culver-. ¿En algún momento se le pasó por la cabeza que quizá el crimen lo hubiese cometido otra persona?
– No había ninguna señal de que alguien más hubiese entrado en la casa aparte del señor Cartwright.
– Sin embargo, ya había alguien más en la casa.
– Tampoco encontramos ninguna prueba que indicara que la señora Elliot pudiese estar implicada.
– ¿Ninguna prueba de ningún tipo? -insistió Fletcher-. Confío y deseo, jefe, que encuentre tiempo en su apretada agenda para venir aquí y escuchar las preguntas que formularé a la señora Elliot; así el jurado podrá decidir si no había ninguna prueba que indicara que la señora Elliot pudiese estar implicada en este crimen.
Se desató un tumulto cuando todos en la sala comenzaron a hablar al mismo tiempo. El fiscal se levantó en el acto.
– Protesto, señoría -dijo a viva voz-. No es a la señora Elliot a quien se juzga.
No obstante, no consiguió hacerse oír por encima del estruendo de los golpes que el juez daba con el mazo mientras Fletcher volvía a su mesa. Cuando el juez consiguió restablecer una apariencia de orden en la sala, Fletcher solo añadió:
– No hay más preguntas, señoría.
– ¿Tiene alguna prueba? -le susurró Nat cuando su abogado se sentó.
– Muy pocas -admitió Fletcher-, pero de una cosa estoy seguro. Si la señora Elliot asesinó a su marido, no conseguirá dormir mucho desde ahora hasta que se siente a declarar. En cuanto a Ebden, dedicará algunos días a preguntarse si sabemos algo que él no sepa.
Fletcher le sonrió al jefe Culver cuando este abandonó la tribuna de los testigos, pero la única respuesta que recibió fue un gesto desabrido.
El juez miró a los dos abogados.
– Creo que es suficiente por hoy, caballeros -les dijo-. Nos volveremos a reunir mañana por la mañana a las diez; entonces el señor Ebden podrá llamar a su siguiente testigo.
– Todos en pie.
A la mañana siguiente, cuando el juez entró en la sala, solo el cambio de la corbata daba una pista de que había salido del edificio en algún momento. Nat se preguntó cuánto tiempo pasaría antes de que también las corbatas comenzaran a repetirse por segunda o tercera vez.
– Buenos días -saludó el juez Kravats mientras ocupaba su sitio en el estrado y miraba a la nutrida concurrencia como si fuese un paternal predicador a punto de dirigirse a sus feligreses-. Señor Ebden, puede llamar al siguiente testigo.
– Muchas gracias, señoría. Llamo a declarar al inspector Petrowski.
Fletcher observó atentamente al inspector cuando este se dirigió a la tribuna de los testigos. Levantó la mano derecha y prestó juramento. Petrowski había pasado por los pelos la talla exigida por la policía para su ingreso en el cuerpo. Su traje muy prieto indicaba más el físico de un luchador que el de alguien con sobrepeso. Tenía la mandíbula cuadrada y los ojos pequeños; las comisuras de los labios se inclinaban ligeramente hacia abajo y transmitían la impresión de que era una persona poco dada a sonreír. Uno de los miembros del equipo de Fletcher había averiguado que el nombre de Petrowski circulaba como el más firme candidato a suceder a Don Culver cuando el jefe de policía se retirara. Tenía fama de trabajar siempre de acuerdo con las normas, pero detestaba el papeleo y prefería por encima de todo presentarse en la escena del crimen a estar sentado en un despacho de la jefatura.
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