– Daldry, seamos razonables, no le pido volver mañana mismo, sino empezar a pensar en ello.
– Está todo pensado, pero, puesto que me lo pide, pensaré en ello de nuevo.
La llegada de Can puso fin a su conversación. Era el momento de volver al hotel, su guía los llevaría esa misma noche al teatro a ver un ballet.
Y día tras día, yendo de iglesias a sinagogas, de sinagogas a mezquitas, de los antiguos cementerios silenciosos a las calles animadas, de los salones de té a los restaurantes donde cenaban cada noche, donde cada uno desvelaba por turnos un poco de su historia y algunas confidencias sobre su pasado, Daldry se reconciliaba cada vez más con Can. Se estableció una complicidad entre ellos en torno a un pícaro proyecto del que uno era el autor y el otro, a partir de ese momento, fue el cómplice.
El lunes siguiente, el conserje del hotel llamó a Alice, que volvía de un día muy apretado. Una estafeta consular había llevado a última hora de la mañana un telegrama a su nombre.
Alice lo cogió rápidamente y miró a Daldry, ansiosa.
– Bueno, venga, ábralo -le suplicó.
– Aquí no, vayamos al bar.
Se instalaron en una mesa al fondo de la sala y, con un gesto de la mano, Daldry despidió al camarero, que se acercaba para tomar nota.
– ¿Y bien? -dijo lleno de impaciencia.
Alice despegó el doblez del telegrama, leyó las pocas líneas que se encontraban en él y dejó el sobre encima de la mesa.
Daldry miraba a ratos a su vecina y a ratos el telegrama.
– Si leyera el contenido sin su autorización, resultaría indecoroso por mi parte, pero hacerme esperar un segundo más sería cruel por la suya.
– ¿Qué hora es? -preguntó Alice.
– Las cinco de la tarde -respondió Daldry exasperado-, ¿por qué?
– Porque el cónsul de Inglaterra no va a tardar en llegar.
– ¿El cónsul viene aquí?
– Es lo que anuncia en su mensaje; tendrá noticias que comunicarme.
– Bueno, pues, en ese caso, dado que la ha citado a usted -dijo Daldry-, no me queda más remedio que dejarles.
Daldry hizo como si fuese a levantarse, pero Alice le puso una mano sobre el brazo para invitarle a sentarse; no tuvo que insistir mucho.
El cónsul estaba en el vestíbulo del hotel. Vio a Alice y fue a su encuentro.
– Ha recibido mi sobre a tiempo -dijo quitándose el abrigo.
Se lo confió junto con su sombrero al camarero y tomó asiento en un sillón club entre Alice y Daldry.
– ¿Quiere beber algo? -preguntó Daldry.
El cónsul miró su reloj y aceptó con mucho gusto un bourbon.
– Tengo una cita justo al lado dentro de media hora. El consulado no está muy lejos y, como tenía novedades para usted, me he dicho que era tan simple como dárselas en persona.
– Le estoy muy agradecida -dijo Alice.
– Como presentía, no he obtenido ninguna información de nuestros amigos turcos. No vean en ello mala voluntad por su parte, un amigo que trabaja en la Sublime Puerta, el equivalente a nuestro Ministerio de Asuntos Exteriores, me llamó anteayer para confirmarme que había emprendido todas las búsquedas posibles, pero que una solicitud de entrada en el territorio en tiempos del Imperio otomano… Duda incluso que la llegaran a archivar.
– Entonces, estamos en un callejón sin salida -dedujo Daldry.
– En absoluto -replicó el cónsul-. Le pedí por si acaso a uno de mis oficiales del servicio secreto que estudiase su asunto. Es un joven aprendiz, pero de una rara eficacia, y acaba de probarla una vez más. Se dijo que, con un poco de suerte, suerte para nosotros, evidentemente, uno de sus padres podría haber perdido su pasaporte en el transcurso de su estancia, o quizá se lo habrían robado. Estambul no es un remanso de paz hoy en día, pero la ciudad era todavía menos segura a principios de siglo. En resumen, si tal hubiera sido el caso, sus padres evidentemente se habrían dirigido a la embajada que ocupaba, antes de la revolución, la residencia actual del consulado.
– ¿Y les robaron los pasaportes? -preguntó Daldry con más impaciencia que nunca.
– Tampoco -respondió el cónsul haciendo tintinear los hielos en su vaso-. Pero sí que se dirigieron a la embajada en el transcurso de su estancia, y es que sus padres se encontraban en Estambul no en 1909 o en 1910, como suponía, sino a partir de finales de 1913. Su padre estudiaba Farmacología y vino a completar unas investigaciones sobre las plantas medicinales que se encuentran en Asia. Sus padres fijaron su domicilio en un pequeño piso en el barrio de Beyoglu. No lejos de aquí, por cierto.
– ¿Cómo se enteró de todo eso? -preguntó Daldry.
– No necesito recordarles el caos en el que cayó el mundo en agosto de 1914, ni la desafortunada decisión que tomó el Imperio otomano en noviembre de ese mismo año, cuando se aliaron a las potencias centrales y, por tanto, a Alemania. Al ser sus padres súbditos de su majestad, se encontraban ipso facto tras las filas de lo que el imperio consideraba entonces como el enemigo. Presintiendo los riesgos que su mujer y él podían correr, su padre pensó en notificar su presencia en Estambul ante su embajada, no sin la esperanza de que los repatriaran. Por desgracia, en esos tiempos de guerra viajar no carecía de riesgos, sino al contrario: tuvieron que aguardar todavía mucho tiempo antes de volver a Inglaterra. Pero, y eso es lo que nos ha permitido recuperar su rastro, se pusieron bajo la protección de nuestros servicios para poder refugiarse en la embajada en todo momento si llegaban a temer por su vida. Como saben, las embajadas siguen siendo, en cualquier circunstancia, territorios inviolables.
Mientras le escuchaba hablar, Alice palidecía, su rostro estaba tan lívido que Daldry acabó preocupándose.
– ¿Se encuentra bien? -le preguntó cogiéndole la mano.
– ¿Quiere que haga que llamen a un médico? -añadió en seguida el cónsul.
– No, no es nada -balbuceó-, prosiga, se lo ruego.
– En la primavera de 1916, la embajada de Inglaterra consiguió repatriar a un centenar de residentes haciéndolos embarcar secretamente a bordo de un carguero bajo pabellón español. España había permanecido neutral, el navío cruzó el estrecho de los Dardanelos y llegó sin contratiempos a Gibraltar. Allí hemos perdido el rastro de sus padres, pero su presencia atestigua que lograron volver a la madre patria sanos y salvos. Así que, señorita, a partir de ese momento sabe más que yo…
– ¿Qué sucede, Alice? -preguntó Daldry-. Parece conmocionada.
– Es imposible -balbuceó.
Sus manos se habían echado a temblar.
– Señorita -añadió el cónsul casi ofendido-, le ruego que crea seriamente en las informaciones que acabo de desvelarle…
– Ya había nacido -dijo ella-, me encontraba necesariamente con ellos.
El cónsul miró a Alice circunspecto.
– Si usted lo dice, pero me sorprende, no tenemos ningún rastro de usted en los registros y borradores que hemos consultado. Tal vez su padre no había informado de su existencia a nuestros servicios.
– ¿Su padre habría ido a buscar protección ante la embajada para su mujer y para él, y habría omitido informar de la presencia de su única hija? Me sorprendería mucho -intervino Daldry-. ¿Está seguro, señor cónsul, de que los niños aparecen en sus registros?
– Pero bueno, señor Daldry, ¿por quién nos toma? Somos un país civilizado. Por supuesto que los niños estaban inscritos con sus padres.
– Entonces -dijo Daldry volviéndose hacia Alice-, es posible que su padre haya decidido omitir voluntariamente su presencia por miedo a que esa repatriación se juzgase demasiado aventurada para un niño de corta edad.
– Desde luego que no -protestó vivamente el cónsul-. ¡Las mujeres y los niños primero! Tengo como prueba de ello que, entre las familias embarcadas a bordo de ese carguero español, había niños, y eran la prioridad.
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