Marc Levy - La química secreta de los encuentros

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La química secreta de los encuentros: краткое содержание, описание и аннотация

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«El hombre más importante de tu vida acaba de pasar por detrás de ti. Para encontrarlo deberás hacer un largo viaje y localizar a las seis personas que te conducirán hasta él… Hay dos vidas en ti, Alice. La que conoces y la que te espera desde hace tiempo.» Divertida, original, encantadora y maravillosa, La química secreta de los encuentros te cautivará y, sobre todo, te hará FELIZ.

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– … cómo ciertos sabores nos recuerdan a nuestra infancia. Mi madre las preparaba los domingos, las comíamos con chocolate caliente todas las tardes de la semana, en cuanto terminaba mis deberes. En esa época no las apreciaba demasiado, las dejaba fundirse en el fondo de la taza, y mamá no se daba cuenta en absoluto de mis artimañas. Más tarde, durante la guerra, cuando esperábamos en los refugios a que se callaran las sirenas, el recuerdo de las shortbreads se adueñaba de mí. En el interior de un sótano sacudido por las bombas que caían en las cercanías, pensé muchas veces en esas meriendas.

– Creo que nunca he tenido la dicha de vivir un momento tan íntimo con mi madre -dijo Daldry-. No aspiro a que mis galletas igualen a las de sus recuerdos, pero espero que sean de su gusto.

– ¿Le importa que coja otra? -dijo Alice.

– A propósito de sueños, ha tenido serias pesadillas esta noche -masculló Daldry.

– Lo sé, me acuerdo, me paseaba descalza en una callejuela de otro tiempo.

– El tiempo no tiene influencia en los sueños.

– No lo comprende, me parecía conocer ese lugar.

– Probablemente alguna reminiscencia. En las pesadillas se mezcla todo.

– Era una mezcla horrible, Daldry, tenía todavía más miedo que bajo los V1 alemanes.

– ¿Es posible que los misiles formasen parte también de su pesadilla?

– No, me encontraba en un sitio muy diferente. Alguien me perseguía, me quería hacer daño. Y, cuando él apareció, se disipó el miedo, tenía la sensación de que ya nada podía pasarme.

– ¿Cuando apareció quién?

– Ese hombre de la calle, me sonreía. Me saludó con su gorra y luego se marchó.

– Lo evoca con una emoción inquietante, como si fuera verdad.

Alice suspiró.

– Debería ir a descansar, Daldry, está blanco como una pared.

– Usted es la enferma, pero le reconozco que su butaca no es muy cómoda.

Llamaron a la puerta. Daldry fue a abrir y se encontró a Carol en el rellano, que llevaba una gran cesta de mimbre en la mano.

– ¿Qué hace usted aquí? ¿No irá a decirme que Alice le molesta también cuando está sola? -preguntó Carol al entrar en la habitación.

Luego vio a su amiga en la cama y se quedó sorprendida.

– Su amiga ha contraído una buena gripe -respondió Daldry desarrugándose la chaqueta, un poco apurado de estar ante Carol.

– Entonces llego en el momento oportuno. Puede dejarnos, soy enfermera, Alice ya está en buenas manos.

Acompañó a Daldry a la puerta, apremiándolo a abandonar la casa.

– Vamos -dijo-, Alice necesita descansar, voy a ocuparme de ella.

– Ethan -llamó Alice desde su cama.

Daldry se irguió sobre la punta de sus pies para verla por encima del hombro de Carol.

– Gracias por todo -susurró Alice.

Daldry le dedicó una sonrisa y se retiró.

Cerrada de nuevo la puerta, Carol se acercó a la cama, puso la mano en la frente de Alice, le palpó el cuello y le ordenó que sacara la lengua.

– Tienes todavía un poco de fiebre. Te he traído un montón de cosas del campo. Huevos frescos, leche, mermelada, suizo que hizo mamá ayer. ¿Cómo te sientes?

– Como en medio de una tormenta desde que has llegado.

– «Gracias por todo, Ethan» -dijo Carol melindrosa llenando el hervidor-. Menudo cambio ha dado vuestra relación desde nuestra última cena en tu casa. ¿Tienes algo que contarme?

– Que eres idiota y que tus insinuaciones están fuera de lugar.

– No he insinuado nada; constato, eso es todo.

– Somos vecinos, nada más.

– Lo erais la semana pasada y él te trataba de «señorita Pendelbury» y tú de «señor gruñón que viene a echar a perder la fiesta». Os ha pasado algo que os ha acercado así.

Alice se calló. Carol se quedó mirándola, con el hervidor en la mano.

– ¿Tanto?

– Volvimos a Brighton -suspiró Alice.

– ¿Era él tu misteriosa invitación de Navidad? Tienes razón, ¡qué idiota soy! Y yo que creía que te habías inventado una salida para despistar a los chicos. Me he odiado toda la fiesta de Navidad por haberte dejado sola en Londres y no haber insistido para que vinieses a casa de mis padres. Y, en ese rato, la señorita estaba ligando con su vecino a orillas del mar. Soy la auténtica reina de los imbéciles.

Carol dejó una taza de té en el taburete, junto a la cama de Alice.

– ¿Nunca se te ha ocurrido comprar muebles? ¿Una mesilla de verdad, por ejemplo? Espera, espera, la señorita intrigante -prosiguió muy excitada- no me dijo que la intromisión de tu vecino el último día era un numerito que habíais preparado para echarnos y acabar la noche juntos…

– ¡Carol! -susurró Alice señalando la pared que separaba su piso y el de su vecino-. ¡Calla y siéntate! Agotas más que la peor de las gripes.

– No es gripe, es sólo un buen golpe de frío -respondió Carol, furiosa por el rapapolvo recibido.

– Esa escapada no la habíamos planeado. Fue un acto de generosidad por su parte. Y deja ya ese tonito burlón; entre Daldry y yo no hay nada más que una simpatía recíproca y educada. No es en absoluto mi tipo de hombre.

– ¿Por qué volviste a Brighton?

– Estoy agotada, déjame descansar -suplicó Alice.

– Es conmovedor ver lo que te emocionan mis cuidados.

– En lugar de soltar tus burradas, podrías darme un poco de ese suizo… -respondió Alice justo antes de estornudar.

– ¿Ves? Es un buen resfriado.

– Tengo que quitármelo de encima y volver a ponerme a trabajar lo antes posible -dijo Alice incorporándose en la cama-. Me voy a volver loca de no hacer nada.

– Vas a tener que tomártelo con calma. Esa pequeña excursión a Brighton te costará toda una semana sin olfato. Bueno, ¿al final me vas a decir lo que fuisteis a hacer allí?

Cuanto más avanzaba Alice en su relato, más estupefacta parecía Carol.

– Vaya -silbó con ironía-, yo también estaría aterrorizada en tu lugar, ahora entiendo por qué te has puesto enferma al volver.

– Muy divertido -respondió Alice encogiéndose de hombros.

– Bueno, Alice, es ridículo, no son más que tonterías. ¿Qué quiere decir eso de «Nada de lo que creías ser era verdad»? En cualquier caso, hacerte recorrer tantos kilómetros para que oigas tales estupideces es un bonito detalle por parte de tu vecino. Aunque conozco a algunos chicos que habrían hecho mucho más por pasearte en su coche. La vida es realmente injusta, soy yo quien tiene amor para dar y tomar, y eres tú quien les gusta a los hombres.

– ¿Qué hombres? Estoy sola de la mañana a la tarde, y no lo estoy menos por la noche.

– ¿Quieres que volvamos a hablar de Anton? Si estás sola, es únicamente por tu culpa. Eres una idealista que no sabe pasárselo bien. Pero a lo mejor eres tú quien tiene razón en el fondo. Creo que me habría gustado que me dieran mi primer beso en los caballitos -retomó Carol con voz triste-. Me tengo que ir, voy a llegar tarde al hospital. Y, sobre todo, no querría molestaros si tu vecino vuelve.

– Ya basta, te digo que no hay nada entre nosotros.

– Lo sé, no es tu tipo de hombre; y además, ahora que un príncipe azul te espera en alguna parte en una tierra lejana… Tal vez deberías cogerte unas vacaciones e ir en su búsqueda. Si pudiese, te acompañaría con mucho gusto. Me burlo de ti, pero un viaje de chicas sería toda una aventura… En Turquía hace calor, los chicos deben de tener la piel bronceada.

Alice se había adormilado. Carol recogió la manta, que estaba a los pies de la butaca, y la extendió sobre la cama.

– Duerme, cariño -susurró-, soy un cardo y una celosa, pero eres mi mejor amiga y te quiero como a una hermana. Volveré a verte mañana después de mi guardia. Vas a curarte rápido.

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