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Cormac McCarthy: En la frontera

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Cormac McCarthy En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Las cosas y las trampas de Echols siguen en la cabaña, dijo. No creo que le importe que utilices lo que te haga falta.

De un capirotazo arrojó la colilla al patio, luego sonrió a los muchachos y apoyó las manos en las rodillas para levantarse.

Voy por las llaves, dijo.

Cuando abrieron la cabaña estaba oscura y muy húmeda y se percibía un olor semejante al de la cera, que recordaba el de la carne fresca. Su padre permaneció un instante en el umbral y luego entró. En la habitación principal había un sofá viejo, una cama, un escritorio. Cruzaron la cocina y siguieron hasta el zaguán que había en la parte de atrás. A la luz polvorienta que se colaba por el solitario ventanillo, vieron, sobre unos anaqueles de pino burdamente aserrados, varios tarros de conservas y frascos con tapones de vidrio esmerilado y viejos tarros de boticario, todos con sus antiguas etiquetas octagonales bordeadas de rojo; en ellos Echols había escrito pulcramente fechas y contenidos. Los tarros estaban llenos de líquidos oscuros. Vísceras secas. Hígado, hiel, riñones. Las tripas de la bestia que sueña con el hombre y así ha venido haciéndolo desde hace más de cien mil años. Sueños donde aparece ese maligno dios menor que, pálido, desnudo y extraño, ha venido a masacrar a todo su clan y toda su tribu y a echarlos de casa. Un dios insaciable a quien no puede aplacar concesión alguna ni cantidad de sangre por desmedida que sea. Los tarros estaban unidos por telillas de polvo y al pasar entre ellos la luz convertía la pequeña estancia, con sus vidrios alquímicos, en una extraña basílica consagrada a una práctica tan próxima a extinguirse entre los oficios del hombre como la bestia a que debía su existencia. Su padre bajó uno de los tarros y después de examinarlo lo dejó de nuevo justo sobre su huella circular de polvo. En un estante inferior había una caja de munición con las esquinas perfectamente encajadas, y en la caja una docena aproximada de pequeños frascos o viales sin etiquetar. En la tapa de la caja estaban escritas, con lápiz rojo, las palabras N.o 7 Matrix. Su padre puso uno de los viales a la luz, lo agitó, le quitó el corcho y se pasó el frasco por debajo de la nariz.

Santo Dios, dijo en voz baja.

Déjame oler, pidió Boyd.

No, dijo su padre. Se guardó el vial en el bolsillo y siguieron buscando los cepos, pero no pudieron dar con ellos. Miraron en el resto de la casa, en el porche y en el ahumadero. En la pared de este encontraron unos cuantos cepos viejos para coyote del número tres, pero esas fueron todas las trampas con que pudieron dar.

Tienen que estar en alguna parte, dijo su padre.

Empezaron de nuevo. Al rato, Boyd salió de la cocina.

Ya los tengo, dijo.

Estaban en dos cajones de embalaje llenos de leña para la estufa, engrasados con algo que podía haber sido manteca de cerdo y envueltos como arenques.

¿Por qué se te ha ocurrido mirar ahí?, preguntó su padre.

Has dicho que tenían que estar en alguna parte.

Extendió unos periódicos viejos sobre el linóleo del suelo de la cocina y procedió a levantar los cepos. Para hacerlos más compactos tenían los muelles hacia adentro, y las cadenas estaban enrolladas en torno a estos. Cogió un cepo y lo enderezó. Atascada de grasa, la cadena crujió inexpresivamente. Estaba provista de una anilla en el centro y tenía un grueso cierre de resorte en un extremo y un ancla en el otro. Se acuclillaron y miraron el cepo. Parecía enorme. Parece una trampa para osos, dijo Billy.

Es un cepo lobero. Marca Newhouse del cuatro y medio.

Colocó ocho cepos en el suelo y se limpió la grasa de las manos con papel de periódico. Pusieron de nuevo la tapa sobre el cajón y apilaron otra vez la leña sobre las cajas tal como Boyd las había encontrado. Su padre volvió al zaguán y regresó con una pequeña caja de madera provista de un fondo de red de alambre, una bolsa de papel con astillas de palo campeche y una cesta para meter las trampas dentro. Luego salieron y aseguraron el candado de la puerta delantera, desataron los caballos, montaron y regresaron a la casa.

El señor Sanders salió al porche, pero ellos no desmontaron.

Quédense a cenar, dijo.

Es mejor que volvamos. Gracias.

Bueno.

He cogido ocho trampas.

Está bien.

Veremos qué tal funcionan.

Bueno. Yo diría que lleva usted todas las de ganar. La loba no ha estado aquí lo suficiente para tener hábitos regulares.

Echols decía que ya ningún lobo los tiene.

Él sabrá. Es medio lobo.

Su padre asintió. Se volvió ligeramente en la silla y oteó el horizonte. Luego volvió a mirar al viejo.

¿Ha olido alguna vez lo que les pone como cebo?

Sí, lo he hecho.

Su padre asintió otra vez. Levantó una mano, hizo doblar al caballo y se alejaron camino abajo.

Después de cenar pusieron la tina galvanizada sobre la estufa, la llenaron a mano con cubos, echaron una cucharada de lejía y pusieron las trampas a hervir. Alimentaron el fuego hasta la hora de acostarse y luego cambiaron el agua y volvieron a meter las trampas con las astillas de palo campeche y atiborraron la estufa y la dejaron así. Boyd despertó una vez y permaneció escuchando el silencio de la casa en la oscuridad y el crepitar del fuego en la estufa o la casa que crujía al viento que soplaba en el llano. Al mirar la cama de Billy vio que estaba vacía y al cabo de un rato se levantó y fue a la cocina. Billy estaba junto a la ventana, sentado en una de las sillas puesta del revés. Tenía los brazos sobre el respaldo y contemplaba la luna sobre el río y los árboles de la ribera y las montañas que se alzaban al sur. Se volvió y miró a Boyd, de pie en el vano de la puerta.

¿Qué haces?, dijo Boyd.

Me he levantado a cuidar el fuego.

¿Qué estás mirando?

No estoy mirando nada. No hay nada que mirar.

Para qué te has puesto ahí.

Billy no respondió. Al cabo de un rato dijo: vuelve a la cama. Yo iré enseguida.

Boyd entró en la cocina. Se quedó junto a la mesa. Billy se volvió y lo miró fijamente.

¿Qué te ha despertado?, preguntó.

Tú.

Si no he hecho ruido.

Ya lo sé.

Cuando Billy se levantó a la mañana siguiente su padre estaba sentado a la mesa de la cocina con un mandil de cuero en el regazo. Llevaba puestos un par de viejos guantes de gamuza y estaba aplicando cera de abeja a uno de los cepos. Los otros estaban en el suelo, sobre una piel de ternero, y tenían un color azul oscuro casi negro. Levantó la vista, se quitó los guantes, los puso sobre el mandil junto con el cepo y dejó el mandil en el suelo encima de la piel de ternero.

Ayúdame con la tina, dijo. Después acabas de encerar estos.

Lo hizo. Los enceró con cuidado, cubriendo con la cera la cazoleta y la inscripción que esta llevaba; luego enceró las muescas donde iban engoznadas las mandíbulas y cada eslabón de las gruesas cadenas y la pesada rastra de dos dientes al extremo de aquellas. Una vez que hubo terminado, su padre colgó las trampas a la intemperie, donde los olores de la casa no pudieran impregnarlas. A la mañana siguiente, cuando su padre entró en la habitación y lo llamó, aún estaba oscuro.

Billy.

Sí, señor.

El desayuno estará dentro de cinco minutos.

Sí, señor.

Cuando salieron del terreno el día apuntaba, frío y despejado. Las trampas iban envueltas en el cesto de sauce que su padre llevaba a la espalda con las correas flojas, de modo que el fondo del cesto descansaba en el fuste de la silla. Cabalgaron hacia el sur. Encima de ellos la nieve reciente resplandecía en la cumbre del Black Point bajo un sol que aún no se había levantado sobre el lecho del valle. Cuando llegaron al camino viejo que conducía al manantial Fitzpatrick el sol ya estaba allá arriba. Cruzaron hacia la punta de la dehesa a pleno sol y empezaron la ascensión a los Peloncillos.

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