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Cormac McCarthy: En la frontera

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Cormac McCarthy En la frontera

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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Boyd había dado la voltereta hacia atrás y ahora estaba sentado en el suelo mirando cómo la vaca se perdía de vista entre los cedros armando ruido. Cuando Billy llegó en su caballo él ya había montado a pelo y ambos partieron detrás de la vaca.

Casi de inmediato comenzaron a encontrar trozos de silla, y al rato dieron con la silla propiamente dicha o lo que quedaba de ella, el armazón de madera del que colgaban tiras de cuero. Boyd hizo ademán de apearse.

Déjalo estar, caray, dijo Billy.

Boyd se deslizó del caballo. No es eso, dijo. Tengo que quitarme algo de ropa. Estoy a punto de asfixiarme.

Trajeron la vaca cojeando atada al extremo de una cuerda, la metieron en el establo y su padre fue a curarle la pata con Corona Salve; después entraron todos en casa para cenar.

Ha destrozado la silla de Boyd, dijo Billy.

¿Se podrá arreglar?

No quedaba nada que arreglar.

¿El látigo ha reventado?

Sí.

¿Cuándo fue la última vez que le echaste un vistazo?

Ese viejo trasto nunca tuvo mucho valor, dijo Boyd.

Ese viejo trasto era lo único que tenías, dijo el padre.

Al día siguiente Billy hizo el trayecto solo. Una vaca había pisado otra de las trampas, pero no había dejado allí más que unas raspaduras de pezuña. Por la noche nevó.

Hay medio metro de nieve encima de esas trampas, dijo su padre. ¿Para qué quieres ir a verlas?

Quiero comprobar qué está haciendo.

Tal vez veas donde ha estado. Dudo que eso te sirva para saber dónde va a estar mañana o pasado mañana.

De algo servirá.

Su padre siguió sentado contemplando su taza de café. Está bien, dijo. No agotes al caballo sacándolo ahora. Si lo llevas a la montaña con esta nevada puede hacerse daño.

Sí, señor.

Su madre le dio el almuerzo en la cocina.

Ten mucho cuidado, dijo.

Sí, señora.

Vuelve antes de que anochezca.

Procuraré hacerlo.

Procura todo lo que puedas y te ahorrarás líos.

Sí, señora.

Mientras él sacaba a Bird del establo su padre venía de la casa en mangas de camisa con el rifle y el portacarabinas. Le pasó las dos cosas.

Si por casualidad la loba ha caído en una trampa, ven a buscarme. Salvo que tenga una pata rota. Si tiene la pata rota la matas. De lo contrario se soltará.

Sí, señor.

Y no vuelvas tarde que tu madre sufre.

Sí, señor.

Salió a caballo por la puerta de ganado y tomó el camino hacia el sur. El perro lo había acompañado hasta la puerta, se detuvo y lo miró alejarse. Él recorrió un trecho, luego se paró, desmontó y aseguró la funda del rifle a la silla, levantando la recámara lo suficiente para comprobar que estaba cargado; luego deslizó el rifle en el portacarabinas y abrochó la hebilla, montó y siguió cabalgando. Frente a él las montañas resplandecían con un blanco cegador. Parecían recién creadas por la mano de un dios impróvido que aún no había resuelto qué utilidad darles. Así de nuevas. El jinete cabalgaba sintiendo que el corazón no le cabía en el pecho, y el caballo, que también era joven, levantó airoso la cabeza, hizo un extraño, descargó una de las patas traseras y luego siguieron adelante.

El caballo avanzaba por el desfiladero hundido casi hasta el vientre en la nieve, pero en los ventisqueros lo hacía con mucha elegancia balanceando su hocico humeante hacia los blancos y cristalinos escollos y miraba allá abajo el oscuro bosque serrano o aguzaba las orejas cuando veía pasar delante de él algún pequeño pájaro de invierno. No había huellas en el desfiladero, y en la pradera que se extendía más allá no se veían vacas ni huellas de estas. Hacía mucho frío. A un kilómetro y medio al sur del paso cruzaron en medio de la nieve un arroyo tan negro que el caballo se repropiaba al más leve movimiento del agua para cerciorarse de que no se trataba de una grieta insondable que se había abierto en la montaña durante la noche. Un centenar de metros más adelante el rastro de la loba se adentraba en la vereda y descendía ante ellos por la ladera.

El chico se apeó, bajó las riendas, se agachó y se echó el sombrero hacia atrás. En el fondo de los pequeños pozos que la loba había abierto a la fuerza en la nieve se veían sus huellas perfectamente. La ancha pata delantera. La trasera, estrecha. La marca de las tetillas al arrastrarlas o el lugar donde había puesto el hocico. Cerró los ojos e intentó imaginarla. A ella y a otros de su especie, lobos y fantasmas de lobos corriendo por la blancura de aquel mundo elevado, tan perfecto para ellos como si en el momento de diseñarlo se les hubiera pedido consejo. Se incorporó y volvió andando a donde lo esperaba el caballo. Miró hacia el lugar de la montaña por donde había venido ella y luego montó y siguió adelante.

A un kilómetro y medio de allí la loba había dejado la vereda y bajado a la carrera por entre el verde de los enebros. Desmontó y guió el caballo por la brida. La loba daba saltos de tres metros; en la linde del bosque torció y continuó trotando por el borde superior de la vega. Él volvió a montar y recorrió el prado de arriba abajo, pero no vio indicio alguno que le permitiera saber qué perseguía la loba. Volvió a encontrar su rastro y lo siguió a campo abierto y por la pendiente que daba al sur y por las banquetas que dominaban el arroyo Cloverdale; y en ese punto había puesto en fuga a un pequeño grupo de vacas apriscadas entre los enebros, que habían salido corriendo de la banqueta enloquecidas, resbalando y cayendo estrepitosamente en la nieve. En la linde había matado una vaquilla de dos años.

Yacía de costado en la sombra del bosque con los ojos vidriosos y la lengua fuera. La loba había empezado por comerle la carne de entre las patas traseras, le había devorado el hígado y había arrastrado los intestinos por la nieve y engullido varios kilos de carne de la parte interior de los muslos. La vaquilla no estaba del todo rígida, ni del todo fría. Alrededor de ella la nieve se había derretido formando una silueta negra en el suelo.

El caballo no quería saber nada. Arqueó el pescuezo y puso los ojos en blanco y los agujeros del hocico le humearon como fumarolas. El chico le palmeó el cuello y le habló, luego desmontó, ató las riendas a una rama y examinó el animal muerto. El único ojo completamente abierto era azul y no reflejaba nada, ningún mundo. No había cuervos ni otras aves cerca. Todo estaba frío y en silencio. Caminó hasta el caballo, sacó el rifle de su funda y comprobó otra vez la recámara. El mecanismo estaba rígido a causa del frío. Bajó el percutor con el pulgar, desató las riendas, montó y condujo el caballo hacia la linde del bosque, con el rifle en el regazo.

Siguió el rastro de la loba durante todo el día. No la vio ni una vez. En un momento dado la hizo salir de detrás de unos matorrales que crecían en la ladera meridional, donde había dormido al sol resguardada del viento. O creyó que la había hecho salir. Se arrodilló y puso la mano en la hierba apisonada para comprobar si estaba tibia y se sentó a mirar si alguna brizna o tallo se erguía, pero nada de eso ocurrió, y el lecho aún conservaba el calor de ella, o el del sol, no lo supo con seguridad. Montó y siguió cabalgando. Por dos veces le perdió el rastro en el prado del arroyo Cloverdale, donde la nieve se había fundido, y en ambas volvió a encontrarlo en el círculo que había dejado a modo de indicador. En el extremo opuesto del camino a Cloverdale vio humo, y al cabalgar hacia allí topó con tres vaqueros del rancho Pendleton, que estaban cenando. No sabían que hubiera un lobo en los alrededores. Parecían no acabar de creérselo. Se miraron entre sí.

Le pidieron que desmontara, y una vez que lo hizo le dieron una taza de café; luego él se sacó el almuerzo de la camisa y les ofreció lo que tenía. Ellos comían habichuelas y tortillas y chupeteaban unos huesos de magro aspecto, y como no había un cuarto plato ni forma de repartir lo que tenían se enfrascaron en una pantomima de ofrecer y rehusar y siguieron comiendo como antes. Hablaron de ganado y del tiempo, le dijeron que todos ellos trabajaban para parientes de México y le preguntaron si su padre necesitaba peones. Dijeron que las huellas que seguía debían de ser de un perro grande, y aun cuando podían verse a menos de cuatrocientos metros de donde se hallaban, no mostraron interés alguno por ir a examinarlas. Él no les contó lo de la vaquilla muerta.

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