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Cormac McCarthy: En la frontera

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Cormac McCarthy En la frontera

En la frontera: краткое содержание, описание и аннотация

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Historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Segundo volumen de la llamada «Trilogía de la frontera», En la frontera nos remite a un tiempo inmediatamente anterior al de Todos los hermosos caballos, para centrarse en la historia de dos adolescentes, Billy y Boyd, de origen campesino, que en medio de un paisaje hostil y huraño irán descubriendo las duras reglas del mundo de los adultos al tiempo que encuentran en la naturaleza el sentido heroico de sus vidas. Desde una extraña relación de afecto y complicidad con una loba acosada por los tramperos hasta el asesinato de sus padres a manos de unos cuatreros, el personaje de Billy, protagonista a su vez del último título de la trilogía, Ciudades de la llanura, se verá inmerso en un destino en el que la belleza y la rapiña moral se presentan como los límites inseparables de una misma aventura vital.

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No puedo molerlo. Lo oirían.

Tú tráelo. Lo aplastaré con una piedra.

Está bien.

Que se quede él.

¿Para qué?

Para hacerme compañía.

Para hacerle compañía.

Eso.

Él no tiene por qué quedarse.

No voy a hacerle daño.

Ya sé que no, porque no va a quedarse.

El indio se escarbó los dientes. ¿Tenéis algún cepo?

No tenemos cepos.

Los miró. Se sorbía los dientes con un ruido sibilante. Marchaos ya, dijo. Y traedme un poco de azúcar.

De acuerdo. Deme el tazón.

Ya lo cogerás cuando volváis.

Al llegar a la cañada Billy se volvió para mirar a Boyd y la luz de la lumbre entre los árboles. En el llano la luna brillaba tanto que hasta era posible contar las reses.

No vamos a llevarle café, ¿verdad?, dijo Boyd.

No.

¿Qué vamos a hacer con el tazón?

Nada.

¿Y si mamá pregunta por él?

Pues le dices la verdad. Que se lo hemos dado a un indio. Que un indio ha venido a casa y que se lo he dado.

De acuerdo.

Puedo ganarme una bronca por ir contigo.

Y yo más.

Dile a mamá que he sido yo.

Eso pensaba hacer.

Cruzaron el campo raso en dirección al cercado y las luces de la casa.

De entrada no tendríamos que haber ido, dijo Boyd.

Billy guardó silencio.

¿Verdad?

No.

¿Por qué lo hemos hecho?

No lo sé.

No había clareado aún cuando su padre entró en la habitación de los hermanos.

Billy, dijo.

El chico se incorporó en la cama y miró a su padre enmarcado por la luz que venía de la cocina.

¿Qué hace el perro atado en el ahumadero?

Me he olvidado de sacarlo.

¿Te has olvidado de sacarlo?

Sí, señor.

¿Y qué hacía allí dentro si puede saberse?

Bajó de la cama al frío suelo y cogió la ropa. Iré a soltarlo, dijo.

Su padre permaneció un momento en el vano de la puerta y luego cruzó la cocina en dirección al vestíbulo. La luz que entraba por la puerta abierta le permitió a Billy ver a Boyd aovillado y dormido en la otra cama. Se puso el pantalón, cogió las botas del suelo y salió.

Era ya de día cuando terminó de dar de comer y beber al caballo. Ensilló a Bird, montó y salió de la cuadra en dirección al río para ir a buscar al indio o ver si aún seguía allí. El perro iba pegado a los talones del caballo. Cruzaron el prado y cabalgaron río abajo hasta más allá de los árboles. Detuvo el caballo pero no desmontó. El perro se puso a su lado y comenzó a olisquear el aire con rápidos movimientos ascendentes del morro, clasificando y ensamblando imágenes de los acontecimientos de la noche anterior. El chico volvió a poner el caballo al paso.

Cuando llegó al campamento del indio el fuego estaba frío y negro. El caballo alteró el paso y avanzó nerviosamente y el perro rodeó las cenizas con el hocico en tierra y los pelos del lomo erizados.

Cuando regresó a casa su madre lo esperaba con el desayuno a punto, y él colgó su sombrero y acercó una silla y empezó a servirse huevos en el plato. Boyd ya estaba comiendo.

¿Dónde está papá?, preguntó.

Todavía no has bendecido la mesa, dijo su madre.

Sí, señora.

Bajó la cabeza y dijo las palabras para sus adentros y luego cogió un bollo.

¿Dónde está papá?

Está en la cama. Ya ha comido.

¿A qué hora llegó?

Hará un par de horas. Ha cabalgado toda la noche.

¿Y eso?

Será que quería volver a casa.

¿Cuánto rato va a dormir?

Supongo que hasta que despierte. Preguntas más que Boyd.

Lo primero no lo he preguntado, dijo Boyd.

Después de desayunar fueron al establo. ¿Adónde crees que habrá ido?, dijo Boyd.

Por ahí.

¿De dónde dirías que venía?

No lo sé. Las botas que llevaba eran mexicanas. O lo que quedaba de ellas. No es más que un vagabundo.

Tú no sabes de qué es capaz un indio, dijo Boyd.

Qué sabrás tú de los indios, dijo Billy.

Y tú qué.

Tú no sabes de qué es capaz nadie.

Boyd cogió un viejo destornillador de un cubo de herramientas y pinceles que colgaba del pilar del establo, alcanzó un ronzal de la baranda, abrió la puerta de la casilla donde guardaba su caballo. Entró, le colocó el ronzal y condujo el caballo fuera. Dio una vuelta a la cuerda en torno a la baranda, pasó la mano por debajo de la pata del animal para que le ofreciera el casco, y le limpió la ranilla, le examinó el casco y luego le bajó la pata.

Déjame echar un vistazo, dijo Billy.

No le pasa nada.

Entonces déjame mirar.

Como quieras.

Billy le levantó la pata al caballo, se acomodó el casco entre las rodillas y lo examinó. Creo que está bien, dijo.

Ya te lo he dicho.

Haz que camine un poco.

Boyd desenganchó la cuerda, llevó el caballo al fondo del establo y volvió.

¿Vas a ir por tu silla?, dijo Billy.

Supongo que sí, si no te importa.

Fue por la silla de montar, echó la manta sobre el lomo del caballo, le puso la silla tras subirla no sin esfuerzo, apretó el látigo, ajustó la cincha posterior y se quedó esperando.

Has dejado que se acostumbre a eso, dijo Billy. ¿Por qué no lo picas para que saque el aire?

Si él no me deja sin respiración, pues yo a él tampoco, dijo Boyd.

Billy escupió sobre el lecho de paja menuda y seca del establo. Esperaron. El caballo espiró. Boyd tiró de la correa y abrochó la hebilla.

Cabalgaron toda la mañana por los prados de Ibáñez mirando detenidamente las vacas. Las vacas mantenían la distancia y los miraban; eran piernilargas y las había mexicanas y también longhorn, de todos los colores. A la hora de cenar volvieron a casa arrastrando de una cuerda una vaquilla añal. La metieron en el corral que había más arriba del establo para que la viera su padre, entraron y se lavaron. Su padre ya estaba sentado a la mesa. Hola chicos, dijo.

A sentarse todos, dijo su madre. Dejó sobre la mesa una bandeja de filetes fritos. Y un cuenco de habichuelas. Una vez bendecida la mesa le dio la bandeja al padre, que pinchó un filete y se la pasó a Billy.

Papá dice que hay un lobo en la sierra, dijo ella.

Billy se quedó con la bandeja en una mano y el cuchillo en alto.

¿Un lobo?, dijo Boyd.

Su padre asintió. Una loba. Derribó un becerro bastante grande allá arriba, en el barranco Foster.

¿Cuándo?, preguntó Billy.

Hará cosa de una semana, quizá más. El pequeño de los Oliver le siguió las huellas por la montaña. La loba venía de México. Cruzó por el paso de San Luis y siguió la ladera oeste de las Ánimas hasta alcanzar más o menos la cabecera del barranco Taylor; después bajó cruzando el valle y subió a los Peloncillos. Todo el camino por la nieve. Había cinco centímetros de nieve en el sitio donde mató a ese becerro.

¿Cómo sabes que era una hembra?, preguntó Boyd.

¿Cómo crees que lo sabe?, dijo Billy.

Se podía ver dónde había hecho sus cosas, respondió su padre.

Ah, dijo Boyd.

¿Qué piensas hacer?, dijo Billy.

Bueno, supongo que lo mejor será atraparla. ¿No crees?

Sí, señor.

Si el viejo Echols estuviera aquí, la atraparía, dijo Boyd.

El señor Echols.

Si el señor Echols estuviera aquí la atraparía.

Sin duda. Pero no está.

Después de cenar los tres recorrieron a caballo los catorce kilómetros hasta el SK Bar, y al llegar llamaron a voces. La nieta del señor Sanders salió a la puerta, fue a buscar al viejo y se sentaron todos en el porche mientras el padre de los chicos le contaba al señor Sanders lo de la loba. El señor Sanders tenía los codos apoyados en las rodillas, miraba fijamente entre las botas las tablas del suelo del porche, asentía y de vez en cuando daba un golpecito a la ceniza del cigarrillo con el meñique. Cuando el padre hubo terminado, el señor Sanders alzó la vista. Tenía unos ojos muy azules y bonitos, medio escondidos en las correosas costuras de la cara. En ellos parecía haber algo que la dureza de la región no había podido alterar.

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