– Te deseo -dice.
Y yo le deseo a él.
Quiero enseñarle en enseñarle mis pechos. Quiero desabrocharme el sujetador y dejarlos libres. Tiro de él hacia la cama sin dejar de besarnos: la garganta, el cuello, la boca. La habitación parece llena de humo, como si algo ardiera entre nosotros.
Me tumbo en la cama y sacudo las caderas. Quiero quitarme los tejanos. Quiero exhibirme ante él, quiero que me vea.
– ¿Estás segura de esto?
– Del todo.
Es sencillo.
Adam me desabrocha los tejanos. Yo le desabrocho el cinturón con una mano, como en un truco de magia. Paso el dedo por su ombligo, empujando los bóxers con el pulgar.
El tacto de su piel contra la mía, su peso sobre mí, su calor; no sabía que sería así. No comprendía que, cuando se hace el amor, se hace realmente. Despierta cosas. Afecta a los dos. Se me escapa un suspiro deslumbrado. Él inspira con un leve gemido.
Se mano se desliza bajo mi cadera, la busco con la mía, nuestros dedos se juntan. No estoy segura de a quién pertenece cada mano.
Soy Tessa.
Soy Adam.
Es absolutamente hermoso fusionarse con otra persona.
El tacto de nuestra piel en los dedos. Nuestro sabor en la boca.
todo el rato nos miramos a los ojos, muy atentos, como en la música, como en la danza.
Crece un ansia entre ambos, cambiando, aumentando. Lo deseo. Lo deseo más cerca de mí. No estamos lo bastante cerca. Rodeo su cuerpo con las piernas, empujo su espalda hacia mí, tratarlo de acercarlo aún más.
Cuando todo mi cuerpo implosiona siento que mi corazón se eleva para unirse a mi alma. Como una piedra que cae en un estanque, las ondas del amor tensan todos mis músculos.
Adam grita de alegría.
Lo estrecho fuertemente Contra mí. Me asombro de él. Me asombro de nosotros. De este regalo.
Adam me acaricia la cabeza, la cara, besa mis lágrimas.
Estoy viva, dichosa de estar con él aquí y ahora.
Me sangra la nariz. Estoy delante del espejo del recibidor y la veo resbalar por la barbilla y escurrirse entre mis dedos hasta dejarme las manos viscosas. Gotea en el suelo y se extiende por el tejido de la alfombra.
– Por favor -susurro-. Ahora no. Esta noche no.
Pero no para.
Oigo a mamá arriba, dándole las buenas noches a Cal. Cierra la puerta de su habitación y va al cuarto de baño. Espero, la oigo orinar y luego tirar la cadena. La imagino lavándose las manos en la pila, secándoselas con la toalla. Tal vez se esté mirando en el espejo, igual que yo aquí abajo. Me pregunto si se siente tan distante, tan aturdida como yo ante su propio reflejo.
Cierra la puerta del cuarto de baño y baja las escaleras. Le salgo al paso cuando llega al último escalón.
– ¡Oh, Dios mío!
– Me sangra la nariz.
– ¡Te sale a chorro! -Agita los brazos-. ¡Ven, deprisa! -Me empuja hacia el salón. Unas gruesas gotas salpican la alfombra mientras camino. Amapolas que florecen a mis pies-. Siéntate. Recuéstate y apriétate la nariz.
Es lo contrario a lo que se supone que hay que hacer, así que no obedezco. Adam llegará dentro de diez minutos para irnos a bailar. Mamá me observa un momento y luego sale corriendo del salón. Pienso que a lo mejor ha ido a vomitar, pero vuelve con una servilleta y me la tiende bruscamente.
– Recuéstate. Aprieta la servilleta contra la nariz.
Esta vez obedezco, ya que a mi manera no funciona. La sangre me baja por la garganta. Me trago toda la que puedo, pero una buena parte se me va a la boca y no me deja respirar. Me inclino hacia delante y escupo en la servilleta. Veo un gran coágulo de sangre reluciente, de un extraño rojo oscuro. Sin duda, no es algo que deba estar fuera de mi cuerpo.
– Dame eso -dice mamá.
Le entrego la servilleta, y ella la examina antes de estrujarla. Ahora sus manos también están machadas de sangre, como las mías.
– ¿Qué hago, mamá? Adam llegará enseguida.
– Parará en un momento.
– ¡Mira cómo tengo la ropa!
Sacude la cabeza con desesperación.
– Será mejor que te tumbes.
Eso tampoco hay que hacerlo, pero la hemorragia no para, así que todo se ha ido a la porra. Mamá se sienta al borde del sofá. Me tumbo y veo formas que se vuelven brillantes y se disipan. Imagino que estoy en un barco que se hunde. Una sombra aletea frente a mí.
– ¿Te encuentras mejor?
– Sí.
Seguro que no me cree, porque va a la cocina y regresa con una cubitera de hielo. Se agacha junto al sofá y la vacía en su regazo. Los cubitos se deslizan por sus tejanos y caen en la alfombra. Recoge uno, le quita la pelusa y me lo da.
– Póntelo en la nariz.
– Serían mejor unos guisantes congelados, mamá.
Lo piensa unos segundos, luego sale otra vez y vuelve con un paquete de maíz dulce.
– ¿Servirá esto? No hay guisantes.
Me entra la risa, y supongo que ya es algo.
– ¿Qué? ¿Qué te hace tanta gracia?
Se le ha corrido el rimel y se ha despeinado. Alargo la mano para cogerme de su brazo y ella me ayuda a incorporarme. Me siento vieja. Bajo los pies al suelo y me aprieto la nariz con dos dedos como me enseñaron en el hospital. Noto que la sangre se me agolpa en la cabeza.
– No para, ¿verdad? Voy a llamar a papá.
– Pensará que no puedes arreglártelas sola.
– Que piense lo que quiera.
Marca el número rápidamente. Se equivoca, marca de nuevo.
– Vamos, vamos -susurra.
El salón se ve pálido. Todos los adornos de la repisa parecen blancos como huesos.
– No contesta. ¿Por qué no contesta? ¿Tanto ruido hay en una bolera?
– Es la primera noche que sale en semanas. Déjalo tranquilo. Ya lo solucionaremos nosotras.
Se le cae el alma a los pies. Ella nunca ha tenido que enfrentarse a una transfusión o una punción lumbar. No le permitían acercarse cuando me transplantaron la médula, pero podría haberme acompañado en innumerables ocasiones y no lo ha hecho.
Incluso sus promesas de visitarme más a menudo se han esfumado con la Navidad. Ahora le toca a ella recibir su dosis de realidad.
– Tienes que llevarme al hospital, mamá.
Me mira con expresión horrorizada.
– Papá ha cogido el coche.
– Llama a un taxi -sugiero.
– ¿Y Cal?
– Está durmiendo, ¿no?
Asiente dubitativa, abrumada por la logística.
– Escríbele una nota.
– ¡No podemos dejarlo solo! -protesta.
– Tiene once años, mamá, ya es casi adulto.
Vacila brevemente y luego revisa su agenda para llamar a un taxi. Observo su cara pero no consigo enfocarla bien. Sólo advierto una expresión de miedo y perplejidad. Cierro los ojos y pienso en una madre que vi una vez en una película. Vivía en una montaña con un rifle y un montón de hijos. Era una mujer segura y decidida. Pego esa madre sobre la mía, como una tirita en una herida.
Cuando vuelvo a abrir los ojos, mamá lleva unas toallas en los brazos y me tira del abrigo.
– Creo que no deberías dormirte. Vamos, levántate. Han llamado a la puerta.
Me siento aturdida y acalorada, como si todo fuera un sueño. Mamá me levanta y vamos al recibidor. Pero no es el taxi, sino Adam, muy elegante para nuestra cita. Trato de esconderme regresando al salón a trompicones, pero él ya me ha visto.
– Tess. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué ha ocurrido?
– Le sangra la nariz -le explica mamá-. Pensábamos que era el taxi.
– ¿Vais al hospital? Os llevaré en el coche de mi padre.
Pasa al recibidor e intenta rodearme con el brazo como si simplemente fuéramos a pasear en su coche. Como si fuera a hacerme de coger mientras yo le lleno la tapicería de sangre y nada de eso importara. Parezco una accidentada. ¿No comprende que no debería de verme así?
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