– Toma. Te llevo mucha delantera.
Creo que ya despertó borracha. Lo que es seguro es que despertó en la cama con papá. Cal me sacó de mi habitación para que lo viera.
– Número siete -le dije.
– ¿Qué?
– De mi lista. Iba a viajar por el mundo, pero lo he cambiado por volver a juntar a mamá y papá. Él me sonríe como si todo fuera cosa mía, cuando en realidad lo hicieron ellos solitos. Miramos en los calcetines y abrimos los regalos sentados en el suelo de su dormitorio mientras ellos nos observaban con cara somnolienta. Era como estar en el túnel del tiempo.
Papá se acerca a la mesa del comedor para retocar los tenedores y servilletas. Ha decorado la mesa con sorpresas de Navidad y pequeños muñecos de nieve hechos de algodón. Ha doblado las servilletas en forma de azucena.
– Les dije a la una.
Cal gruñe detrás de su cómic.
– No sé por qué los invitaste. Son raros.
– Shhh -le hace callar mamá-. ¡El espíritu navideño!
– La estupidez navideña -murmura él, y se da la vuelta en la alfombra para mirarla con aire lastimero-. Ojalá estuviéramos nosotros solos.
Mamá le da unos golpecitos con la punta del pie, pero él no quiere sonreír. Ella agita el plumero.
– ¿Quieres que te dé con esto?
– ¡Inténtalo!
Cal se pone en pie de un salto, riendo, y corre hacia papá. Mamá lo persigue, pero papá lo protege interponiéndose entre ambos y fingiendo darle golpes de kárate.
– Vais a tirar algo -les digo, pero nadie me escucha.
Mamá mete el plumero entre las piernas de papá y lo sacude. Él se lo arrebata y se lo mete por la blusa, luego la persigue alrededor de la mesa.
Es extraño que lo encuentre tan irritante. Quería que volvieran a estar juntos, pero no exactamente así. Pensaba que serían más maduros.
Hacen tanto ruido que no oímos el timbre de la puerta. De repente se oyen unos golpes en al ventana.
– Huy -exclama mamá-. ¡Los invitados ya están aquí!
Parece mareada cuando se dirige veloz hacia la puerta. Papá se ajusta los pantalones. Aún sonríe cuando sale con Cal detrás de mamá.
Yo me quedo en el sofá. Cruzo las piernas. Las separo. Cojo la guía de televisión y la hojeo con aire despreocupado.
– Mira quién está aquí -anuncia mamá, haciendo pasar a Adam al salón.
Adam lleva camisa de algodón y pantalones de vestir en lugar de tejanos. Se ha peinado.
– Feliz Navidad -dice.
– Igualmente.
– Te he traído una postal.
Mamá me guiña un ojo.
– Os dejaré solos.
Lo que no es muy sutil que digamos.
Adam se sienta frente a mí, en el brazo de una butaca, y me observa abrir la postal, en la que aparece un reno de dibujos animados con acebo en la cornamenta. Dentro ha escrito: «¡Que lo pases muy bien!» No hay besos.
La dejo de pie sobre la mesita y los dos la miramos.
Siento un dolor. Es una sensación débil y familiar, como si no hubiera nada que pudiese aliviarla.
– Lo de la otra noche. -empiezo.
Él se desliza del brazo al asiento.
– ¿Qué pasa con eso?
– ¿Crees que deberíamos hablar de ello?
Vacila como si fuera una pregunta con trampa.
– Seguramente.
– Porque estaba pensando que quizá te asustaste. -Me atrevo a mirarlo a la cara-. ¿Estás asustado?
Pero antes de que pueda responder, se abre la puerta del salón y entra Cal en tromba.
– ¡Me has comprado una mazas para hacer juegos malabares! -chilla. Se planta delante de Adam con una expresión de asombro total-. ¿Cómo sabes que era eso lo que quería? ¡Son superguays! Mira, ya casi me sale.
Es un inútil. Las mazas salen disparadas en todas direcciones. Adam se echa a reír, las recoge y lo intenta. Resulta que se le da bien y consigue atraparlas dieciséis veces antes de que se le caigan.
– ¿Crees que podrías lograrlo con cuchillos? -pregunta Cal -. Una vez vi a un hombre que hacía malabares con una manzana y tres cuchillos. Pelaba la manzana y se la comía al mismo tiempo. ¿Podrías enseñarme a hacerlo antes de que cumpla doce años?
– Te ayudaré a practicar.
Qué cómodos se les ve juntos mientras se pasan las mazas. Qué fácil es para ellos hablar del futuro.
La madre de Adam viene a sentarse a mi lado en el sofá. Nos estrechamos la mano, lo que resulta un poco extraño. Sus manos son pequeñas y están resecas. Parece cansada, como si hubiera realizado un viaje de varios días.
– Me llamo Sally. También tenemos un regalo para ti.
Me entrega una bolsa de plástico. Dentro hay una caja de bombones. Ni siquiera está envuelta. La saco y la giro sobre el regazo.
Cal le tiende las mazas de malabares.
– ¿Quiere probar?
Ella duda un momento, pero acaba levantándose.
– Yo le enseño cómo ha de hacerlo -se ofrece Cal.
Adam vuelve al sofá. Se inclina hacia mí y me dice:
– No estoy asustado.
Sonríe. Yo le correspondo. Quiero tocarlo, pero no puedo porque papá entra con la botella de jerez en una mano y el cuchillo de trinchar en la otra para anunciar que la comida está servida. Hay montañas de comida. Papá ha preparado pavo, carne asada y puré de patatas, cinco tipos de verduras, relleno y salsa. Ha puesto un CD de Bing Crosby, y la antigua música sobre campanillas de trineos y nieve flota en el ambiente mientras comemos.
Yo pensaba que los adultos se podrían a hablar de hipotecas y otras cosas aburridas, pero mamá y papá están achispados. Se comportan como os bobos entre sí y no hay tensión.
Ni siquiera Sally puede evitar sonreír cuando mamá le cuenta que a sus padres no les gustaba que papá fuera de la clase trabajadora y le prohibieron que saliera con él. Le habla de colegios privados y de puestas de largo, de las veces que le robaba el poni a su hermana y cruzaba la ciudad para ir al complejo de viviendas de protección oficial a visitar a papá.
Él ríe al recordarlo.
– En realidad era una población pequeña, pero yo vivía justo en la otra punta. El pobre poni estaba reventado al llegar el sábado y nunca volvió a ganar una competición.
Mamá llena el vaso de vino de Sally. Cal hace un truco de magia con el chillo de la mantequilla y la servilleta.
Tal vez la medicación de Sally le permita vivir en realidades alternativas, pues aunque es absolutamente obvio cómo Cal consigue que la servilleta se mueva, ella lo contempla deslumbrada.
– ¿Sabes hacer más cosas?
– Muchas -Está encantado -. Luego se lo enseño.
Adam se sienta frente a mí. Le toco el pie con el mío por debajo de la mesa. Todo mi ser es consciente de este contacto. Lo observo mientras come. Cuando toma un sorbo d vino, pienso en cómo sabrán sus besos.
«Vamos arriba -le digo con los ojos-. Ahora. Escapémonos.»
¿Qué harían ellos? ¿Qué podrían hacer? Nosotros podríamos desnudarnos, meternos en mi cama.
– ¡Las sorpresas de Navidad! -exclama mamá-. ¡Nos hemos olvidado de abrirlas!
Cruzamos los brazos y formamos una cadena de sorpresas de Navidad alrededor de la mesa. Sombreros de papel, chistes y juguetes de plástico vuelan por los aires cuando tiramos de ellas y las rompemos.
Cal lee su chiste en voz alta.
– «¿Cuál es el colmo de un sordo?»
Nadie lo sabe.
– «¡Que al morir le dediquen un minuto de silencio!» -exclama.
Todos reímos menos Sally. Quizá esté pensando en su difunto marido. Mi chiste es una birria, sobre dos que van en una moto y se cae el del medio. Lo de Adam ni siquiera es un chiste, sino un comentario. Dice que si el universo hubiera surgido hoy, la Historia ocuparía los últimos diez segundos.
– Eso es cierto -declara Cal-. Los seres humanos son insignificantes comparados con el sistema solar.
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