Jenny Downham - Antes de morirme

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A sus 16 años, Tessa sabe que le queda poco de vida, por eso elabora una lista con diez cosas que hacer antes de morir, como probar el sexo, las drogas, conducir un coche… y la más desgarradora de todas, enamorarse…
Un día como cualquier otro te enteras de que te quedan unos pocos meses de vida. Un golpe difícil de asimilar, sin duda, pues ¿cómo afrontas semejante realidad? ¿Qué mecanismos psicológicos se desatan ante la certeza de lo inevitable?
La historia de Tessa ofrece una mirada mucho más amplia que el dudoso espectáculo de compartir un trance doloroso. Una nueva percepción del tiempo, la redefinición de las relaciones con los padres y amigos, las primeras aventuras amorosas; en suma, un proceso de madurez acelerado que, narrado con inolvidables momentos de ironía y humor, destila una vitalidad sorprendente al tiempo que invita a la reflexión sobre el verdadero valor de las cosas.

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Lo aparto de un empujón.

– Vete a casa, Adam.

– Voy a llevarte al hospital -repite, por si no lo he oído bien o la hemorragia me ha atontado.

Mamá lo coge por el brazo y lo conduce hasta la puerta.

– Nos las apañaremos solas. No ocurre nada. Además, mira, el taxi ya está aquí.

– Quiero estar con ella.

– Lo sé. Lo siento.

Adam toca mi mano cuando paso junto a él en el sendero.

– Tess.

No respondo, ni siquiera lo miro, porque su voz es tan clara que si lo miro podría cambiar de opinión. Encontrar el amor justo cuando estoy yéndome y tener que renunciar a él. sí que es una buena jugarreta. Pero tengo que hacerlo. Por él y por mí. Antes de que empiece a doler más de lo que ya duele.

Mamá extiende las toallas sobre el asiento del taxi y luego anima al taxista a hacer un espectacular cambio de sentido.

– Eso es. Pisa a fondo.

– Suena como si estuviera en una película.

Adam nos observa desde la cancela. Agita la mano. Se vuelve cada vez más pequeño mientras el taxi se aleja.

– Ha sido muy amable -dice mamá.

Cierro los ojos. Me siento como si cayera, aunque voy sentada.

Mamá me da un codazo.

– No te duermas.

La luna entra intermitentemente por la ventanilla. En la calle hay niebla.

Pensábamos ir a bailar. Yo quería tomarme una copa de más, subirme a una mesa y tararear alegres canciones. Quería trepar por la verja del parque, coger un bote y dar una vuelta por el lago. Quería volver a casa de adam, subir sigilosamente a su habitación y hacer el amor.

– Adam -digo entre diente, pero se me llenan de sangre como todo los demás.

En Urgencias me sientan en una silla de ruedas. Me dicen que necesito atención inmediata y me sacan rápidamente de la recepción. Dejamos atrás las vulgares víctimas de riñas en pubs, drogas y peleas domésticas y enfilamos velozmente el pasillo hacia algo más importante.

Encuentro las diferentes capas del hospital extrañamente tranquilizadoras. Es un mundo duplicado con sus propias reglas, y cada uno tiene su lugar en él. En las salar de urgencia están los chicos jóvenes que conducen coches rápidos con malos frenos, y los motoristas que han tomado una cuerva a demasiada velocidad.

En los quirófanos están las personas que ha tonteado con armas, o las víctimas de algún psicópata. También los accidentados: la niña cuyo pelo se quedo atrapado entre las puertas del ascensor, la mujer que llevaba un sujetador con aros en medio de una tormenta eléctrica.

en las camas, en la más profundo del edificio, están las migrañas que nunca se van, los riñones que fallan, los sarpullidos, los lunares irregulares, los bultos en el pecho, las roses rebeldes. En el pabellón Marie Curie de la cuarta planta están los niños cancerosos, cuyos cuerpos se consumen lenta y secretamente.

Y luego está la morgue, donde yacen los muertos en cajones refrigerados con tarjetas de identificación atadas a los pies.

Me llevan a una habitación luminosa y esterilizada. Hay una cama, un lavabo, un médico y una enfermera.

– Creo que tiene sed -dice mamá-. Ha perdido mucha sangre. ¿No debería beber algo?

El médico desestimaba sus palabras con un además.

– Tenemos que taponarla.

– ¿Taponarla?

La enfermera lleva a mamá hasta una silla y se sienta a su lado.

– El médico le aplicará tiras de gasa en la nariz para detener la hemorragia -le explica-. Puede quedarse si quiere.

Estoy tiritando. La enfermera se levanta para darme una manta y me tapa hasta la barbilla. Vuelvo a tiritar.

– Alguien sueña contigo -dice mamá-. Eso es lo que significa.

Yo siempre había creído que significaba que, en otra vida, alguien pisaba tu tumba.

El médico me tapa la nariz, escudriña mi boca, me palpa la garganta y la nuca.

– ¿Señora?

Mamá se sobresalta y se yergue a la silla.

– ¿Yo?

– ¿Algún síntoma de trombocitopenia antes de hoy?

– ¿Perdón?

– ¿Se ha quejado si hija de dolores de cabeza? ¿Se ha fijado usted en si tenía puntos rojos?

– No lo he mirado.

El médico suspira y comprende que este lenguaje es desconocido para ella, pero extrañamente insiste.

– ¿Cuándo le hicieron la última transfusión de plaquetas?

Cada vez aumenta más la perplejidad de mamá.

– No estoy segura.

– ¿Ha tomado aspirinas recientemente?

– Lo siento. No sé nada de todo eso.

Decido salvarla. Mamá no es lo bastante fuerte y podría irse si la cosa se pone demasiado difícil.

– El veintiuno de diciembre me hicieron la última transfusión. -Mi voz suena áspera. La sangre borbotea en mi garganta.

El doctor me mira ceñudo.

– No hables. Señora, acérquese y coja la manos a su hija.

Ella se sienta en el borde de la cama, obediente.

– Aprieta la mano de tu madre una vez para decir sí -me indica el médico-. Dos veces para decir no. ¿Entendido?

– Sí.

– Silencio. Aprieta. No hables.

Repasamos la misma rutina: puntos rojos, dolores de cabeza, aspirina, pero esta vez mamá tiene una apuntadora.

– ¿Bonjela o Teejel? -pregunta el médico.

Dos apretones.

– No -dice mamá-. No ha tomado.

– ¿Antiinflamatorios?

Dos apretones.

– No. -Me mira a los ojos.

– Bien. Voy a taponarte la parte frontal de la nariz con gasa. Si eso no basta, te taponaré toda, y si la hemorragia persiste, tendremos que cauterizar. ¿Te han cauterizado la nariz alguna vez?

Aprieto la mano de mamá con tanta fuerza que ella hace una mueca de dolor.

– Sí.

Huele horrores. Olí mi propia carne quemada durante días.

– Tendremos que comprobar las plaquetas. Me sorprendería que no estuvieran debajo de veinte. -Me toca la rodilla a través de la manta-. Lo siento. Menuda noche.

– ¿Por debajo de veinte? -repite mamá.

– Seguramente necesitará un par de unidades. No se preocupe, no llevará más de una hora.

Mientras me mete gasa estéril en la nariz, trato de concentrarme en cosas sencillas: una silla, los dos abedules plateados del jardín de Adam y el modo en que se estremecen al viento.

Pero no consigo concentrarme en eso.

Siento como si me hubiera comido una compresa; tengo la boca seca y me cuesta respirar. Miro a mamá, pero sólo veo que todo esto le repugna y que ha vuelto la cara hacia otro lado. ¿Cómo es posible que me sienta más vieja que mi propia madre?

Cierro los ojos para no tener que ver como fracasa.

– ¿Notas molestias? -pregunta el médico-. Señora, ¿alguna idea para distraerla? Ojalá no hubiera dicho eso. ¿Qué quiere que haga ella? ¿Bailar? ¿Cantar? A lo mejor nos obsequia con su famoso número de desaparición y se marcha sin más.

El silencio se prolonga. Al final mamá dice:

– ¿Te acuerdas del día que probamos las ostras y tu padre vomitó en la papelera al final del muelle?

Abro los ojos. Las sombras de la habitación se desvanecen con el resplandor de sus palabras. Incluso la enfermera sonríe.

– Sabían exactamente igual que el mar -prosigue-. ¿Te acuerdas?

Sí. Pedimos cuatro, una para cada uno. Mamá echó la cabeza atrás y tragó la suya enterita. Yo hice lo mismo. Pero papá masticó la suya y le dio asco. Corrió por el muelle apretándose el estómago, y después se bebió una lata entera de limonada sin pararse a respirar. A Cal tampoco le gustó. «A lo mejor es un alimento sólo para mujeres», dijo mamá, y compró dos más para nosotras.

Ahora continúa describiendo un pueblo marinero y un hotel, un corto trecho hasta la playa y días de sol radiante.

– Te encantaba aquel sitio. Te pasabas horas y horas recogiendo conchas y guijarros. Un día le ataste una cuerda a un tronco de madera y anduviste todo el día arrastrándolo por la playa como si fuera un perro.

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