Alejo Carpentier - Los pasos perdidos

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Los pasos perdidos: краткое содержание, описание и аннотация

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En `Los pasos perdidos`, un músico, cuya vida se desliza entre adulteraciones y falsos valores de la civilización, emprende un viaje al interior de la selva sudamericana en busca de unos primitivos instrumentos musicales de los aborígenes. En contacto con la naturaleza virgen y con seres que viven en una existencia bastante elemental, se ve retrotraído al pasado y al mismo tiempo cree renacer, siente renovada su capacidad para emplear más plenamente sus facultades, como la de amar, por ejemplo. Olvidándose de su histriónica esposa y deshaciéndose de una amante decadente y pervertida, acepta el amor íntegro y simple que le ofrece Rosario, una morena que se designa a sí misma, expresando su entrega, `tu mujer`. Pero no se cortan así no más las amarras que atan al mundo civilizado…

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Volvía luego a hacerse entera, llenando los zaguanes y portones, espesándose en casas de ventanas abiertas que parecían deshabitadas, pesando sobre las calles desiertas, de grandes arcadas de piedra. Un sonido nos hizo detenernos, asombrados, teniendo que caminar varias veces para comprobar la maravilla: nuestros pasos resonaban en la acera del frente. En una plaza, frente a una iglesia sin estilo, toda en sombras y estucos, había una fuente de tritones en la que un perro velludo, parado en las patas traseras, metía la lengua con deleitoso somormujo. Las saetas de los relojes no mostraban prisa, marcando las horas con criterio propio, de campanarios vetustos y frontis municipales. Cuesta abajo, hacia el mar, se adivinaba la agitación de los barrios modernos; pero por más que allá parpadearan, en caracteres luminosos, las invariables enseñas de los establecimientos nocturnos, era bien evidente que la verdad de la urbe, su genio y figura, se expresaba aquí en signos de hábitos y de piedras. Al fin de la calle nos encontramos frente a una casona de anchos soportales y musgoso tejado, cuyas ventanas se abrían sobre un salón adornado por viejos cuadros con marcos dorados. Metimos las caras entre las rejas, descubriendo que junto a un magnífico general de ros y entorchados, al lado de una pintura exquisita que mostraba tres damas paseando en una volanta, había un retrato de Taglioni, con pequeñas alas de libélula en el tallo. Las luces estaban encendidas en medio de cristales tallados y no se advertía, sin embargo, una presencia humana en los corredores que conducían a otras estancias iluminadas. Era como si un siglo antes se hubiese dispuesto todo para un baile al que nadie hubiera asistido nunca. De pronto, en un piano al que el trópico había dado sonoridad de espineta, sonó la pomposa introducción de un vals tocado a cuatro manos. Luego, la brisa agitó las cortinas y el salón entero pareció esfumarse en un revuelo de tules y encajes. Roto el sortilegio, Mouche declaró que estaba fatigada. Cuando más me iba dejando llevar por el encanto de esa noche que me revelaba el significado exacto de ciertos recuerdos borrosos, mi amiga rompía la fruición de una paz olvidada de la hora que hubiera podido conducirme al alba sin cansancio. Allá, más arriba del tejado, las estrellas presentes pintaban tal vez los vértices de la Hidra, el Navio Argos, el Sagitario y la Cabellera de Berenice, con cuyas figuraciones se adornaría el estudio de Mouche. Pero hubiera sido inútil preguntarle, pues ella ignoraba como yo -fuera de las Osas- la exacta situación de las constelaciones. Al advertir ahora lo burlesco de ese desconocimiento en quien vivía de los astros, me eché a reír, volviéndome hacia mi amiga. Ella abrió los ojos sin despertarse, me miró sin verme, suspiró profundamente y se volvió hacia la pared. Me dieron ganas de acostarme de nuevo; pero pensé que fuera bueno aprovecharse de su sueño para iniciar la búsqueda de los instrumentos indígenas -la idea me obsesionaba – tal como lo había pensado la víspera. Sabía que al verme tan empeñado en el propósito me trataría, por lo menos, de ingenuo. Por lo mismo, me vestí apresuradamente y salí sin despertarla.

El Sol, metido de lleno en las calles, rebotando en los cristales, tejiéndose en hebras inquietas sobre el agua de los estanques, me resultó tan extraño, tan nuevo, que para comparecer ante él tuve que comprar espejuelos de cristales oscuros. Luego traté de orientarme hacia el barrio de la casona colonial, en cuyos alrededores debía haber baratillos y tiendas raras. Remontando una calle de aceras estrechas me detenía, a veces, para contemplar las muestras de pequeños comercios, cuya apostura evocaba artesanías de otros tiempos: eran las letras floreadas de Tutilimundi, la Bota de Oro, el Rey Midas y el Arpa Melodiosa, junto al Planisferio colgante de una librería de viejo, que giraba al azar de la brisa. En una esquina, un hombre abanicaba el fuego de una hornilla sobre la que se asaba un pernil de ternero, hincado de ajos, cuyas grasas reventaban en humo acre, bajo una rociada de orégano, limón y pimienta.

Más allá ofrecíanse sangrías y garapiñas, sobre los aceites rezumos del pescado frito. De súbito, un calor de hogazas tibias, de masa recién horneada, brotó de los respiraderos de un sótano, en cuya penumbra se afanaban, cantando, varios hombres, blancos de pelo a zuecos. Me detuve con deleitosa sorpresa. Hacía mucho tiempo que tenía olvidada esa presencia de la harina en las mañanas, allá donde el pan, amasado no se sabía dónde, traído de noche en camiones cerrados, como materia vergonzosa, había dejado de ser el pan que se rompe con las manos, el pan que reparte el padre luego de bendecirlo, el pan que debe ser tomado con gesto deferente antes de quebrar su corteza sobre el ancho cuenco de sopa de puerros o de asperjarlo con aceite y sal, para volver a hallar un sabor que, más que sabor a pan con aceite y sal, es el gran sabor mediterráneo que ya llevaban pegado a la lengua los compañeros de Ulises. Este reencuentro con la harina, el descubrimiento de un escaparate que exhibía estampas de zambos bailando la marinera, me distraían del objeto de mi vagar por calles desconocidas. Aquí me detenía ante un fusilamiento de Maximiliano; allá hojeaba una vieja edición de Los Incas de Marmontel, cuyas ilustraciones tenían algo de la estética masónica de La Flauta Mágica. Escuchaba un Mambrú cantado por los niños que jugaban en un patio oloroso a natillas. Y así, atraído ahora por la mañanera frescura de un viejo cementerio, andaba a la sombra de sus cipreses, entre tumbas que estaban como olvidadas en medio de yerbas y campánulas. A veces, tras de un cristal empañado por los hongos, se ostentaba el daguerrotipo de quien yacía bajo el mármol: un estudiante de ojos afiebrados, un veterano de la Guetra de Fronteras, una poetisa coronada de laurel. Yo contemplaba el monumento a las víctimas de un naufragio fluvial, cuando el aire fue desgarrado, en alguna parte, como papel encerado, por una descarga de ametralladoras. Eran los alumnos de una escuela militar, sin duda, que se adiestraban en el manejo de las armas. Hubo un silencio y volvieron a enredarse los arrullos de palomas que hinchaban el buche en torno a los vasos romanos.

Estos, Fabio, ¡ay dolor!, que ves agora,

campos de soledad, mustio collado,

fueron un tiempo Itálica famosa.

Repetía y volvía a repetir estos versos que me regresaban a jirones desde la llegada y por fin se habían reconstruido en mi memoria, cuando se oyó nuevamente, con más fuerza, el tableteo de las ametralladoras.

Un niño pasó a todo correr, seguido de una mujer despavorida, descalza, que llevaba una batea de ropas mojadas en brazos, y parecía huir de un gran peligro. Una voz gritó en alguna parte, detrás de las tapias: «¡Ya empezó! ¡Ya empezó». Algo inquieto salí del cementerio y regresé hacia la parte moderna de la ciudad. Pronto pude darme cuenta de que las calles estaban vacías de transeúntes y los comercios habían cerrado sus puertas y cortinas metálicas con una prisa que nada bueno anunciaba.

Saqué mi pasaporte, como si los cuños estampados entre sus tapas tuvieran alguna eficacia protectora, cuando una grita me hizo detener, realmente asustado, al amparo de una columna. Una multitud vociferante, hostigada por el miedo, desembocó de una avenida, derribándolo todo por huir de una recia fusilería. Llovían cristales rotos. Las balas topaban con el metal de los postes del alumbrado, dejándolos vibrantes como tubos de órgano que hubieran recibido una pedrada. El latigazo de un cable de alta tensión acabó de despejar la calle, cuyo asfalto se encendió a trechos. Cerca de mí, un vendedor de naranjas se desplomó de bruces, echando a rodar las frutas que se desviaban y saltaban al ser alcanzadas por un plomo a ras del suelo. Corrí a la esquina más próxima, para guarecerme en un soportal de cuyas pilastras colgaban billetes de lotería dejados en la fuga. Sólo un mercado de pájaros me. separaba ya del fondo del hotel. Decidido por el zumbar de una bala que, luego de pasar sobre mi hombro, había agujereado la vitrina de una farmacia, emprendí la carrera. Saltando por encima de las jaulas, atropellando canarios, pateando colibríes, derribando posaderos de cotorras empavorecidas, acabé por llegar a una de las puertas de servicio que había permanecido abierta. Un tucán, que arrastraba un ala rota, venía saltando detrás de mí, como queriendo acogerse a mi protección.

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