Alejo Carpentier - Los pasos perdidos

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Los pasos perdidos: краткое содержание, описание и аннотация

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En `Los pasos perdidos`, un músico, cuya vida se desliza entre adulteraciones y falsos valores de la civilización, emprende un viaje al interior de la selva sudamericana en busca de unos primitivos instrumentos musicales de los aborígenes. En contacto con la naturaleza virgen y con seres que viven en una existencia bastante elemental, se ve retrotraído al pasado y al mismo tiempo cree renacer, siente renovada su capacidad para emplear más plenamente sus facultades, como la de amar, por ejemplo. Olvidándose de su histriónica esposa y deshaciéndose de una amante decadente y pervertida, acepta el amor íntegro y simple que le ofrece Rosario, una morena que se designa a sí misma, expresando su entrega, `tu mujer`. Pero no se cortan así no más las amarras que atan al mundo civilizado…

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Me sumí en la lectura de periódicos viejos, hallando cierta diversión en las informaciones de localidades lejanas, que a menudo se referían a tormentas, cetáceos arrojados a las playas, sucesos de brujería. Dieron las once -hora que yo esperaba con cierta impaciencia- y observé que las mesas del bar seguían arrimadas a las paredes. Se supo entonces que los últimos sirvientes fieles se habían marchado, poco después del alba, para sumarse a la revolución. Esta noticia, que no me pareció mayormente alarmante, tuvo el efecto de producir un verdadero pánico entre los huéspedes. Abandonando sus ocupaciones, acudieron todos al hall, donde el gerente trataba de aplacar los ánimos. Al saber que no habría pan ese día, una mujer rompió a llorar.

En eso, un grifo abierto escupió una gárgara herrumbrosa, aspirando luego una suerte de tirolesa que corrió por todos los caños del edificio. Al ver caer el chorro que brotaba de la boca del tritón, en medio de la fuente, comprendimos que desde aquel instante sólo podríamos contar con nuestras reservas de agua, que eran pocas. Se habló de epidemias, de plagas, que serían acrecentadas por el clima tropical. Alguien trató de comunicarse con su Consulado: los teléfonos no tenían corriente, y su mudez los hacía tan inútiles, mancos como estaban, con el bracito derecho colgándoles del gancho de las reclamaciones, que muchos, irritados, los zarandeaban, los golpeaban sobre las mesas, para hacerlos hablar. «Es el Gusano»

decía el gerente, repitiendo el chiste que, en la capital, había acabado por ser la explicación de todo lo catastrófico. «Es el Gusano.» Y yo pensaba en lo mucho que se exaspera el hombre, cuando sus máquinas dejan de obedecerle, en tanto que andaba en busca de una escalera de mano, para lanzarme hasta la ventanilla de un baño del cuarto piso, desde la cual podía mirarse afuera sin peligro. Cansado de otear un panorama de tejados, advertí que algo sorprendente ocurría al nivel de mis suelas. Era como si una vida subterránea se hubiera manifestado, de pronto, sacando de las sombras una multitud de bestezuelas extrañas. Por las cañerías sin agua, llenas de hipos remotos, llegaban raras liendres, obleas grises que andaban, cochinillas de caparachos moteados, y, como engolosinados por el jabón unos ciempiés de poco largo, que se ovillaban al menor susto, quedando inmóviles en el piso como una diminuta espiral de cobre. De las bocas de los grifos surgían antenas que avizoraban, desconfiadas, sin sacar el cuerpo que las movía. Los armarios se llenaban de ruidos casi imperceptibles, papel roído, madera rascada, y quien hubiera abierto una puerta, de súbito, habría promovido fugas de insectos todavía inhábiles en correr sobre maderas enceradas, que de un mal resbalón quedaban de patas arriba, haciéndose los muertos. Un pomo de poción azucarada, dejado sobre un velador, atraía una ascensión de hormigas rojas. Había alimañas debajo de las alfombras y arañas que miraban desde el ojo de las cerraduras. Unas horas de desorden, de desatención del hombre por lo edificado, habían bastado, en esta ciudad, para que las criaturas del humus, aprovechando la sequía de los caños interiores, invadieran la plaza sitiada. Una explosión cercana me hizo olvidar los insectos. Volví al hall, donde la nerviosidad llegaba a su colmo. El Kappelmeister apareció en lo alto de la escalera, batuta en mano, atraído por las discusiones gritadas de los presentes.

Ante su cabeza desmelenada, su mirada severa y cejuda, se hizo el silencio. Lo mirábamos con esperanzada expectación, como si hubiese sido investido de extraordinarios poderes para aliviar nuestra angustia. Usando de una autoridad a que lo tenía acostumbrado su oficio, el maestro afeó la pusilanimidad de los alarmistas, y exigió el nombramiento inmediato de una comisión de huéspedes que rindiera exacta cuenta de la situación, en cuanto a la existencia de alimentos en el edificio; en caso necesario, él, habituado a mandar hombres, impondría el racionamiento.

Y para templar los ánimos, terminó invocando el sublime ejemplo del Testamento de Heiligenstadt.

Algún cadáver, algún animal muerto, se estaba pudriendo al sol, cerca del hotel, pues un hedor de carroña se colaba por los tragaluces del bar, únicas ventanas exteriores que podían tenerse abiertas sin peligro, en la planta baja, por estar más arriba de la ménsula que remataba el revestimiento de caoba. Además, desde la media mañana, parecía que las moscas se hubieran multiplicado, volando con exasperante insistencia en torno a las cabezas.

Cansada de estar en el patio, Mouche entró en el hall, anudando el cordón de su bata de felpa, quejándose de que apenas si le habían dado medio balde de agua para bañarse, luego de tomar el sol. La acompañaba la pintora canadiense de voz cantarina y grave, casi fea y sin embargo atractiva, que se nos hubiera presentado la víspera. Conocía el país y tomaba los acontecimientos con una despreocupación que tenía la virtud de aplacar la contrariedad de mi amiga, afirmando que pronto se produciría el desenlace de la situación. Dejé a Mouche con su nueva amiga, y, respondiendo a la llamada del Kappelmeister, bajé al sótano con los de la comisión para proceder a un recuento de las subsistencias. Pronto vimos que era posible resistir el asedio durante unas dos semanas, a condición de no abusar de lo existente. El gerente, auxiliado por el personal extranjero del hotel, se comprometía a preparar para cada comida un guisado sencillo que nosotros mismos iríamos a servirnos en las cocinas. Pisábamos un serrín húmedo y fresco, y la penumbra que reinaba en esa dependencia subterránea, con sus gratos perfumes larderos, invitaba a la molicie. Puestos de buen humor, fuimos a inspeccionar la bodega de licores, donde había botellas y toneles para mucho tiempo… Al ver que no regresábamos tan pronto, los demás bajaron a los corredores del sótano, hasta encontrarnos al pie de las canillas, bebiendo en cuanta vasija teníamos a la mano. Nuestro informe promovió una alegría contagiosa. Con un general trasiego de botellas, el licor fue subiendo al edificio, del basamento al piso cimero, sustituyendo las máquinas de escribir por los gramófonos. La tensión nerviosa de las últimas horas se había transformado, para los más, en un desaforado afán de beber, mientras el hedor de la carroña se hacía más penetrante y los insectos estaban en todas partes. Sólo el Kappelmeister seguía de pésimo talante, imprecando contra los agitados que, con su revolución, habían malogrado los ensayos del Réquiem de Brahms. En su despecho evocaba una carta en que Goethe cantaba la naturaleza domada, «por siempre librada de sus locas y febriles conmociones». «¡Aquí, selva!», rugía, estirando sus larguísimos brazos, como cuando arrancaba un fortissimo a su orquesta. La palabra «selva»

me hizo mirar hacia el patio de las arecas en tiestos, que tenían algo de palmeras grandes cuando se las veía así, desde la penumbra, en la reverberación de paredes cerradas, arriba, por un cielo sin nubes que surcaba, a veces, el vuelo de un buitre atraído por la carroña. Creía que Mouche hubiera regresado a su silla de extensión; al no verla allí, pensé que se estaba vistiendo. Pero tampoco estaba en nuestro cuarto.

Luego de esperarla un momento, el licor bebido tan de mañana, en vasos cargados, me impuso la voluntad de buscarla. Partí del bar, como quien acomete una importante empresa, tomando la escalera que arrancaba del hall, entre dos cariátides, con solemne empaque marmóreo. La añadidura de un aguardiente local, de sabor amelazado, a los alcoholes conocidos, me tenía el rostro como insensible, súbitamente ebrio, yendo del pasamanos a la pared con manos de ciego que tienta en la oscuridad. Cuando me vi en peldaños más angostos, sobre una especie de escagliola amarilla, comprendí que estaba más arriba del cuarto piso, después de muchísimo andar, sin tener mayor idea de dónde estaba mi amiga. Pero proseguía la ruta, sudoroso, obstinado, con una tenacidad que no distraía el gesto de quienes se apartaban burlonamente para dejarme pasar.

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