Detrás, erguido sobre el manubrio de un velocípedo abandonado, un soberbio guacamayo permanecía en medio de la plaza desierta, solo, calentándose al sol.
Subí a nuestra habitación. Mouche seguía durmiendo, abrazada a una almohada, con la camisa por las caderas y los pies enredados entre sábanas. Tranquilizado en cuanto a ella respectaba, bajé al hall en busca de explicaciones. Se hablaba de una revolución.
Pero esto poco significaba para quien, como yo, ignoraba la historia de aquel país en todo lo que fuera ajeno al Descubrimiento, la Conquista y los viajes de algunos frailes que hubieran hablado de los instrumentos musicales de sus primitivos pobladores.
Me puse, pues, a interrogar a cuantos, por mucho comentar y acalorarse, parecían tener una buena información. Pero pronto observé que cada cual daba una versión particular de los acontecimientos, citando los nombres de personalidades que, desde luego, eran letra muerta para mí. Traté entonces de conocer las tendencias, los anhelos de los bandos en pugna, sin hallar más claridad. Cuando creía comprender que se trataba de un movimiento de socialistas contra conservadores o radicales, de comunistas contra católicos, se barajaba el juego, quedaban invertidas las posiciones, y volvían a citarse los apellidos, como si todo lo que ocurría fuese más una cuestión de personas que una cuestión de partidos. Cada vez me veía devuelto a mi ignorancia por la relación de hechos que parecían historias de güelfos y gibelinos, por su sorprendente aspecto de ruedo familiar, de querella de hermanos enemigos, de lucha entablada entre gente ayer unida.
Cuando me acercaba a lo que podía ser, según mi habitual manera de razonar, un conflicto político propio de la época, caía en algo que más se asemejaba a una guerra de religión. Las pugnas entre los que parecían representar la tendencia avanzada y la posición conservadora se me representaban, por el increíble desajuste cronológico de los criterios, como una especie de batalla librada, por encima del tiempo, entre gentes que vivieran en siglos distintos.
«Muy justo -me respondía un abogado de levita, chapado a la antigua, que parecía aceptar los acontecimientos con su sorprendente calma-; piense que nosotros, por tradición, estamos acostumbrados a ver convivir Rousseau con el Santo Oficio, y los pendones al emblema de la Virgen con El Capital…»
En eso apareció Mouche, muy angustiada, pues había sido sacada del sueño por las sirenas de ambulancias que pasaban, ahora, cada vez más numerosas, cayendo en pleno mercado de pájaros, donde, al encontrar de súbito el falso obstáculo de las jaulas amontonadas, los conductores frenaban brutalmente, aplastando de un bandazo a los últimos sinsontles y turpiales que quedaban. Ante la ingrata perspectiva del encierro forzoso, mi amiga se irritó grandemente contra los acontecimientos que trastornaban todos sus planes. En el bar, los forasteros habían armado sus malhumoradas partidas de naipes y de dados, entre copas, rezongando contra los estados mestizos que siempre tenían un zafarrancho en reserva. En eso supimos que varios mozos del hotel habían desaparecido.
Los vimos pasar, poco después, bajo las arcadas del frente, armados de mausers, con varias cartucheras terciadas. Al ver que habían conservado las chaquetas blancas del servicio, hicimos chistes del marcial empaque. Pero, al llegar a la esquina más próxima, los dos que marchaban delante se doblaron, de repente, alcanzados en el vientre por un pase de metralla. Mouche dio un grito de horror, llevando las manos a su propio vientre. Todos retrocedimos en silencio hacia el fondo del hall, sin poder quitar los ojos de aquella carne yacente sobre el asfalto enrojecido, insensible ya a las balas que en ella se encajaban todavía, poniendo nuevos marchamos de sangre en la claridad del dril. Ahora, los chistes hechos un poco antes me parecieron abyectos.
Si en estos países se moría por pasiones que me fueran incomprensibles, no por ello era la muerte menos muerte. Al pie de ruinas contempladas sin orgullo de vencedor, yo había puesto el pie, más de una vez, sobre los cuerpos de hombres muertos por defender razones que no podían ser peores que las que aquí se invocaban. En ese momento pasaron varios carros blindados -desechos de nuestra guerra -, y al cabo del trueno de sus cremalleras pareció que el combate de calle hubiera cobrado una mayor intensidad. En las inmediaciones de la fortaleza de Felipe II, las descargas se fundían por momentos en un fragor compacto que no dejaba oír ya el estampido aislado, estremeciendo el aire con una ininterrumpida deflagración que acudía o se alejaba, según soplara el viento, con embates de mar de fondo.
A veces, sin embargo, se producía una pausa repentina.
Parecía que todo hubiera terminado. Se escuchaba el llanto de un niño enfermo en el vecindario, cantaba un gallo, golpeaba una puerta. Pero, de pronto, irrumpía una ametralladora y volvíase al estruendo, siempre apoyado por el desgarrado ulular de las ambulancias. Un mortero acababa de abrir fuego cerca de la Catedral antigua, en cuyas campanas topaba a veces una bala con sonoro martillazo.
«Eh, bien, c'est gai», exclamó a nuestro lado una mujer de voz cantarína y grave, con algo engolado, que se nos presentó como canadiense y pintora, divorciada de un diplomático centroamericano.
Aproveché la oportunidad para dejar a Mouche en conversación con alguien, para apurar un alcohol fuerte que me hiciese olvidar la presencia, tan cercana, de los cadáveres que acababan de atiesarse ahí, junto a la acera. Luego de un almuerzo de fiambres que no anunciaba banquetes futuros, transcurrieron las horas de la tarde con increíble rapidez, entre lecturas deshilvanadas, partidas de cartas, conversaciones llevadas con la mente puesta en otra cosa, que mal disimulaban la general angustia.
Cuando cayó la noche, Mouche y yo nos dimos a beber desaforadamente, encerrados en nuestra habitación, por no pensar demasiado en lo que nos envolvía; al fin, hallada la despreocupación suficiente para hacerlo, nos dimos al juego de los cuerpos, hallando una voluptuosidad aguda y rara en abrazarnos, mientras otros, en torno nuestro, se entregaban a juegos de muerte. Había algo del frenesí que anima a los amantes de danzas macabras en el afán de estrecharnos más -de llevar mi absorción a un grado de hondura imposible- cuando las balas zumbaban ahí mismo, detrás de las persianas o se incrustaban, con roturas del estuco, en el domo que coronaba el edificio. Al fin quedamos dormidos sobre la alfombra clara del piso. Y fue ésa la primera noche, en mucho tiempo, que dio descanso sin antifaz ni drogas.
(Viernes, 9)
Al día siguiente, impedidos de salir, tratamos de acomodarnos a la realidad de bu~go sitiado, de nave en cuarentena, que nos imponían los acontecimientos.
Pero, lejos de inducir a la pereza, la trágica situación que reinaba en las calles se había traducido, entre estas paredes que nos defendían del exterior, en una necesidad de hacer algo. Quien tenía un oficio trataba de armar taller u oficina, como para demostrar a los demás que en las situaciones anormales era necesario afincarse en la permanencia de un empeño. En el estrado de música del comedor, un pianista ejecutaba los trinos y mordentes de un rondó clásico, buscando sonoridades de clavicémbalo bajo las teclas demasiado duras. Las segundas partes de una compañía de ballet hacían barras a lo largo del bar, mientras la estrella perfilaba lentos arabescos sobre el encerado del piso, entre mesas arrimadas a las paredes. Sonaban máquinas de escribir en todo el edificio. En el salón de correspondencia, los negociantes revolvían el contenido de grandes carteras de becerro. Frente al espejo de su habitación, el Kappelmeister austríaco, invitado por la Sociedad Filarmónica de la ciudad, dirigía el Réquiem de Brahms con gestos magníficos, dando las entradas fugadas a un vasto coro imaginario. No quedaba una revista, una novela policíaca, una lectura distrayente, en el puesto de periódicos y publicaciones. Mouche fue en busca de su traje de baño, pues se habían abierto las puertas de un patio resguardado, donde unos pocos inactivos tomaban baños de sol en torno a una fuente de mosaicos, entre arecas en tiestos y ranas de cerámica verde. Noté con alguna alarma que los huéspedes precavidos habían hecho provisión de tabaco, vaciando de cigarrillos el expendio del hotel. Me acerqué a la entrada del hall, cuya reja de bronce estaba cerrada. Afuera, el tiroteo había disminuido en intensidad. Parecía más bien que hubiera como pequeños grupos, guerrillas, que se enfrentaban en distintos barrios, librando batallas cortas, pero implacables, a juzgar por la precipitación con que las armas eran disparadas. En los techos y azoteas sonaban tiros aislados. Había un gran incendio en la parte norte de la ciudad: algunos afirmaban que era un cuartel lo que así ardía. Ante la inexpresividad que tenían para mí los apellidos que parecían dominar los acontecimientos, renuncié a hacer preguntas.
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