«¡Pudiste haber pensado en mí!» Le hice notar que no disponía del dinero suficiente para pagarle un viaje a regiones tan remotas; que, por otra parte, la Universidad sólo hubiera sufragado, en todo caso, los gastos de una sola persona. Después de un silencio desagradable, en que sus ojos cobraron una fea expresión de despecho, Mouche se echó a reír. «¡Y teníamos aquí al pintor de la Venus de Cranach!»… Mi amiga me explicó su repentina ocurrencia: para llegar adonde vivían los pueblos que hacían sonar el tambor-bastón y la jarra funeraria, era menester que fuéramos, de primer intento, a la gran ciudad tropical, famosa por la hermosura de sus playas y el colorido de su vida popular; se trataba simplemente de permanecer allá, con alguna excursión a las selvas que decían cercanas, dejándonos vivir gratamente hasta donde alcanzara el dinero.
Nadie estaría presente para saber si yo seguía el itinerario impuesto a mi labor de colección. Y, para quedar con honra, yo entregaría a mi regreso unos instrumentos «primitivos» -cabales, científicos, fidedignos – irreprochablemente ejecutados, de acuerdo con mis bocetos y medidas, por el pintor amigo, gran aficionado a las artes primitivas, y tan diabólicamente hábil en trabajos de artesanía, copia y reproducción, que vivía de falsificar estilos maestros, tallaba vírgenes catalanas del siglo XIV con desdorados, picadas de insectos y rajaduras, y había logrado su faena máxima con la venta al Museo de Glasgow de una Venus de Cranach, ejecutada y envejecida por él en algunas semanas. Tan sucia, tan denigrante me resultó la proposición, que la rechacé con asco. La Universidad se irguió en mi mente con la majestad de un templo sobre cuyas columnas blancas me invitaran a arrojar inmundicias. Hablé largamente, pero Mouche no me escuchaba. Regresó al estudio, donde dio la noticia de nuestro viaje, que fue recibida con gritos de júbilo. Y ahora, sin hacerme caso, iba de cuarto en cuarto, en alegre ajetreo, arrastrando maletas, envolviendo y desenvolviendo ropas, haciendo un recuento de cosas por comprar. Ante tal desenfado, más hiriente que una burla, salí del apartamento dando un portazo. Pero la calle me fue particularmente triste, en esta noche de domingo, ya temerosa de las angustias del lunes, con sus cafés desertados por quienes pensaban en la hora de mañana y buscaban las llaves de sus puertas a la luz de focos que ponían coladas de estaño sobre el asfalto llovido. Me detuve indeciso. En mi casa me esperaba el desorden dejado por Ruth en su partida; la mera huella de su cabeza en la almohada; los olores del teatro. Y cuando sonara un timbre sería el despertar sin objeto, y el miedo a encontrarme con un personaje, sacado de mí mismo, que solía esperarme cada año en el umbral de mis vacaciones.
El personaje lleno de reproches y de razones amargas que yo había visto aparecer horas antes en el espejo barroco del Curador para vaciarme de cenizas.
La necesidad de revisar los equipos de sincronización y de acomodar nuevos locales revestidos de materias aislantes propiciaba, al comienzo de cada verano, ese encuentro que promovía un cambio de carga, pues donde arrojaba mi piedra de Sísifo se me montaba el otro en el hombro todavía desollado, y no sabría decir si, a veces, no llegaba a preferir el peso del basalto al peso del juez. Una bruma surgida de los muelles cercanos se alzaba sobre las aceras, difuminando las luces de la calle en irisaciones que atravesaban, como alfilerazos, las gotas caídas de nubes bajas. Cerrábanse las rejas de los cines sobre los pisos de largos vestíbulos, espolvoreados de tickets rotos. Más allá tendría que atravesar la calle desierta, fríamente iluminada, y subir la acera en cuesta, hacia el Oratorio en sombras, cuya reja rozaría con los dedos, contando cincuenta y dos barrotes.
Me adosé a un poste, pensando en el vacío de tres semanas hueras, demasiado breves para emprender algo, y que serían amargadas, mientras más corrieran las fechas, por el sentimiento de la posibilidad desdeñada.
Yo no había dado un paso hacia la misión propuesta. Todo me había venido al encuentro, y yo no era responsable de una exagerada valoración de mis capacidades. El Curador, en fin de cuentas, nada desembolsaría, y en lo que miraba la Universidad, difícil sería que sus eruditos, envejecidos entre libros, sin contacto directo con los artesanos de la selva, se percataran del engaño. Al fin y al cabo, los instrumentos descritos por Fray Servando de Castillejos no eran obras de arte, sino objetos debidos a una técnica primitiva, todavía presente. Si los museos tesoraban más de un Stradivarius sospechoso, bien poco delito habría, en suma, en falsificar un tambor de salvajes. Los instrumentos pedidos podían ser de una factura antigua o actual… «Este viaje estaba escrito en la pared», me dijo Mouche, al verme regresar, señalando las figuras del Sagitario, el Navio Argos y la Cabellera de Berenice, más dibujados en sus trazos ocre, ahora que habían atenuado la luz.
Por la mañana, mientras mi amiga corría con los trámites consulares, fui a la Universidad, donde el Curador, levantado desde muy temprano, trabajaba en la reparación de una viola de amor, en compañía de un luthier de delantal azul. Me vio llegar sin sorpresa, mirándome por encima de sus gafas. «¡Enhorabuena!
», dijo, sin que yo supiera a ciencia cierta si quería felicitarme por mi decisión, o adivinaba que si en aquel momento podía hilar dos ideas era gracias a una droga que Mouche me había administrado al despertar. Pronto fui llevado al despacho del Rector, que me hizo firmar un contrato, dándome el dinero de mi viaje junto a un pliego donde se detallaban los puntos principales de la tarea confiada.
Algo aturdido por la rapidez del arreglo, sin tener todavía una idea muy clara de lo que me esperaba, me vi después en una larga sala desierta donde el Curador me suplicó que lo aguardara un momento, mientras iba a la Biblioteca, para saludar al Decano de la Facultad de Filosofía, recién llegado del Congreso de Amsterdam. Observé con agrado que aquella galería era un museo de reproducciones fotográficas y de vaciados en yeso, destinado a los estudiantes de Historia del Arte. De súbito, la universalidad de ciertas imágenes, una Ninfa impresionista, una familia de Manet, la misteriosa mirada de Madame Riviere, me llevó a los días ya lejanos en que había tratado de aliviar una congoja de viajero decepcionado, de peregrino frustrado por la profanación de Santos Lugares, en el mundo -casi sin ventanas- de los museos. Eran los meses en que visitaba las tiendas de artesanos, los palcos de ópera, los jardines y cementerios de las estampas románticas, antes de asistir con Goya a los combates del Dos de Mayo, o de seguirlo en el Entierro de la Sardina, cuyas máscaras inquietantes más tenían de penitentes borrachos, de mengues de auto sacramental, que de disfraces de jolgorio. Luego de un descanso entre los labriegos de Le Nain, iba a caer en pleno Renacimiento, gracias a algún retrato de condottiero, de los que cabalgan caballos más mármol que carne, entre columnas afestivadas de banderolas.
Agradábame a veces convivir con los burgueses medievales, que tan abundosamente tragaban su vino de especies, se hacían pintar con la Virgen donada -para constancia de la donación-, trinchaban lechones de tetas chamuscadas, echaban sus gallos flamencos a pelear, y metían la mano en el escote de ribaldas de ceroso semblante que, más que lascivas, parecían alegres mozas de tarde de domingo, puestas en venia de pecar nuevamente por la absolución de un confesor. Una hebilla de hierro, una bárbara corona erizada de púas martilladas, que llevaban, luego a la Europa merovingia, de selvas profundas, tierras sin caminos, migraciones de ratas, fieras famosas por haber llegado espumajeantes de rabia, en día de feria, hasta la Plaza Mayor de una ciudad. Luego, eran las piedras de Micenas, las galas sepulcrales, las alfarerías pesadas de una Grecia tosca y aventurera, anterior a sus propios clasicismos, toda oliente a reses asadas a la llama, a cardadas y boñigas, a sudor de garañones en celo. Y así, de peldaño en peldaño, llegaba a las vitrinas de los rascadores, hachas, cuchillos de sílex, en cuya orilla me detenía, fascinado por la noche del magdaleniense, solutrense, prechelense, sintiéndome llegado a los confines del hombre, a aquel límite de lo posible que podía haber sido, según ciertos cosmógrafos primitivos, el borde de la tierra plana, allí donde asomándose la cabeza al vértigo sideral del infinito, debía verse el cielo también abajo… El Cronos de Goya me devolvió a la época, por el camino de vastas cocinas ennoblecidas de bodegones. Encendía su pipa el síndico con una brasa, escaldaba la fámula una liebre en el hervor de un gran caldero, y por una ventana abierta, veíase el departir de las hilanderas en el silencio del patio sombreado por un olmo. Ante las conocidas imágenes me preguntaba si, en épocas pasadas, los hombres añorarían las épocas pasadas, como yo, en esta mañana de estío, añoraba -como por haberlos conocido – ciertos modos de vivir que el hombre había perdido para siempre.
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