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Alejo Carpentier: Los pasos perdidos

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Alejo Carpentier Los pasos perdidos

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En `Los pasos perdidos`, un músico, cuya vida se desliza entre adulteraciones y falsos valores de la civilización, emprende un viaje al interior de la selva sudamericana en busca de unos primitivos instrumentos musicales de los aborígenes. En contacto con la naturaleza virgen y con seres que viven en una existencia bastante elemental, se ve retrotraído al pasado y al mismo tiempo cree renacer, siente renovada su capacidad para emplear más plenamente sus facultades, como la de amar, por ejemplo. Olvidándose de su histriónica esposa y deshaciéndose de una amante decadente y pervertida, acepta el amor íntegro y simple que le ofrece Rosario, una morena que se designa a sí misma, expresando su entrega, `tu mujer`. Pero no se cortan así no más las amarras que atan al mundo civilizado…

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Afirmé que desconocía los últimos métodos de clasificación, basados en la evolución morfológica de los instrumentos y no en la manera de resonar y ser tocados. Pero el Curador parecía tan empeñado en enviarme a donde en modo alguno quería ir, que apeló a un argumento al que nada podía oponer razonablemente: la tarea encomendada podía ser llevada a buen término en el tiempo de mis vacaciones.

Era cuestión de saber si me iba a privar de la posibilidad de remontar un río portentoso por apego al aserrín de los bares. La verdad era que no me quedaba una razón válida para rehusar la oferta.

Engañado por un silencio que le pareció aquiescente, el Curador fue a buscar su abrigo a la habitación contigua, pues la lluvia, ahora, percutía recio en los cristales. Aproveché la oportunidad para escapar de la casa. Tenía ganas de beber. Sólo me interesaba, en este momento, llegar a un bar cercano, cuyas paredes estaban adornadas con fotografías de caballos de carrera.

III

Había un papel sobre el piano, en que Mouche me dejaba dicho que la esperara. Por hacer algo me puse a jugar con las teclas, combinando acordes sin objeto, con un vaso puesto al borde de la última octava. Olía a pintura fresca. Al cabo, de la caja de resonancia, en la pared del fondo, comenzaban a definirse las esbozadas figuraciones de la Hidra, el Navio Argos, el Sagitario y la Cabellera de Berenice, que pronto darían una útil singularidad al estudio de mi amiga. Después de mucho mofarme de su competencia astrológica, yo había tenido que inclinarme ante el rendimiento del negocio de horóscopos que ella manejaba por correspondencia, dueña de su tiempo, otorgando una que otra consulta personal, como favor ya bastante solicitado, con la más regocijante gravedad. Así, de Júpiter en Cáncer a Saturno en Libra, Mouche, adoctrinada por curiosos tratados, sacaba de sus pocilios de aguada, de sus tinteros, unos Mapas de Destinos que viajaban a remotas localidades del país, con el adorno de signos del Zodíaco que yo le había ayudado a solemnizar con De Coeleste Fisonomiea, Prognosticum supercoeleste y otros latines de buen ver. Muy asustados por su tiempo debían estar los hombres -pensaba yo a veces- para interrogar tanto a los astrólogos, contemplar con tal aplicación las líneas de sus manos, las hebras de su escritura, angustiarse ante las borrajas de negro signo, remozando las más viejas técnicas adivinatorias, a falta de tener modo de leer en las entrañas de bestias sacrificadas o de observar el vuelo de las aves con el cayado de los auríspices.

Mi amiga, que mucho creía en las videntes de rostro velado y se había formado intelectualmente en el gran baratillo surrealista, encontraba placer, además de provecho, en contemplar el cielo por el espejo de los libros, barajando los bellos nombres de las constelaciones.

Era su manera actual de hacer poesía, ya que sus únicos intentos de hacerla con palabras, dejados en una plaquette ilustrada con fotomontajes de monstruos y estatuas, la habían desengañado -pasada la sobreestimación primaria debida al olor de la tinta de imprenta- en cuanto a la originalidad de su inspiración. La había conocido dos años antes, durante una de las tantas ausencias profesionales de Ruth, y aunque mis noches se iniciaran o terminaran en su lecho, entre nosotros se decían muy pocas frases de cariño. Reñíamos, a veces, de tremenda manera, para abrazarnos luego con ira, mientras las caras, tan cercanas que no podían verse, intercambiaban injurias que la reconciliación de los cuerpos iba transformando en crudas alabanzas del placer recibido. Mouche, que era muy comedida y hasta parsimoniosa en el hablar, adoptaba en esos momentos un idioma de ramera, al que había que responder en iguales términos para que de esa hez del lenguaje surgiera, más agudo, el deleite. Me era difícil saber si era amor real lo que a ella me ataba.

A menudo me exasperaba por su dogmático apego a ideas y actitudes conocidas en las cervecerías de Saint-Germain-des-Prés, cuya estéril discusión me hacía huir de su casa con el ánimo de no volver. Pero a la noche siguiente me enternecía con sólo pensar en sus desplantes, y regresaba a su carne que me era necesaria, pues hallaba en su hondura la exigente y egoísta animalidad que tenía el poder de modificar el carácter de mi perenne fatiga, pasándola del plano nervioso al plano físico. Cuando esto se lograba, conocía a veces el género de sueño tan raro y tan apetecido que me cerraba los ojos al regreso de un día de campo -esos muy escasos días del año en que el olor de los árboles, causando una distensión de todo mi ser, me dejaba como atontado. Hastiado de la espera, ataqué con furia los acordes iniciales de un gran concierto romántico; pero en eso se abrieron las puertas y el apartamento se llenó de gente. Mouche, cuya cara estaba sonrosada como cuando había bebido un poco, llegaba de cenar con el pintor de su estudio, dos de mis asistentes, a quienes no esperaba ver aquí, la decoradora del piso bajo, que siempre andaba fisgoneando en torno a las demás mujeres, y la danzarina que preparaba, en aquellos días, un ballet sobre meros ritmos de palmadas.

«Traemos una sorpresa», anunció mi amiga, riendo. Y pronto quedó montado el proyector con la copia de la película presentada la víspera, cuya calurosa aceptación había determinado el comienzo inmediato de mis vacaciones. Ahora, apagadas las luces, renacían las imágenes ante mis ojos: la pesca del atún, con el ritmo admirable de las almadrabas y el exasperado hervor de los peces cercados por barcas negras; las lampreas asomadas a las oquedades de sus torres de roca; el envolvente desperezo del pulpo; la llegada de las anguilas y el vasto viñedo cobrizo del Mar de los Sargazos. Y luego, aquellas naturalezas muertas de caracoles y anzuelos, la selva de corales y la alucinante batalla de los crustáceos, tan hábilmente agrandada, que las langostas parecían espantables dragones acorazados. Habíamos trabajado bien. Volvían a sonar los mejores momentos de la partitura, con sus líquidos arpegios de celesta, los portamenti fluidos del Martenot, el oleaje de las arpas y el desenfreno de xilófono, piano y percusión, durante la secuencia del combate. Aquello había costado tres meses de discusiones, perplejidades, experimentos y enojos, pero el resultado era sorprendente. El texto mismo, escrito por un joven poeta, en colaboración con un oceanógrafo, bajo la vigilancia de los especialistas de nuestra empresa, era digno de figurar en una antología del género.

Y en cuanto al montaje y la supervisión musical, no hallaba crítica que hacerme a mí mismo. «Una obra maestra», decía Mouche en la oscuridad. «Una obra maestra», coreaban los demás. Al encenderse las luces, todos me congratularon pidiendo que se pasara nuevamente el film. Y después de la segunda proyección, como llegaban invitados, se me rogó por una tercera. Pero cada vez que mis ojos, a la vuelta de una nueva revisión de lo hecho, alcanzaban el «fin» floreado de algas que servía de colofón a aquella labor ejemplar, me hallaba menos orgulloso de lo hecho. Una verdad envenenaba mi satisfacción primera: y era que todo aquel encarnizado trabajo, los alardes de buen gusto, de dominio del oficio, la elección y coordinación de mis colaboradores y asistentes, habían parido, en fin de cuentas, una película publicitaria, encargada a la empresa que me empleaba por un Consorcio Pesquero, trabado en lucha feroz con una red de cooperativas. Un equipo de técnicos y artistas se había extenuado durante semanas y semanas en salas oscuras para lograr esa obra del celuloide, cuyo único propósito era atraer la atención de cierto público de Altas Alacenas sobre los recursos de una actividad industrial capaz de promover, día tras día, la multiplicación de los peces.

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