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Alejo Carpentier: Los pasos perdidos

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Alejo Carpentier Los pasos perdidos

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En `Los pasos perdidos`, un músico, cuya vida se desliza entre adulteraciones y falsos valores de la civilización, emprende un viaje al interior de la selva sudamericana en busca de unos primitivos instrumentos musicales de los aborígenes. En contacto con la naturaleza virgen y con seres que viven en una existencia bastante elemental, se ve retrotraído al pasado y al mismo tiempo cree renacer, siente renovada su capacidad para emplear más plenamente sus facultades, como la de amar, por ejemplo. Olvidándose de su histriónica esposa y deshaciéndose de una amante decadente y pervertida, acepta el amor íntegro y simple que le ofrece Rosario, una morena que se designa a sí misma, expresando su entrega, `tu mujer`. Pero no se cortan así no más las amarras que atan al mundo civilizado…

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¡Y era por favorecer esa carrera en sus comienzos desafortunados, por ver feliz a la que entonces mucho amaba, que había torcido mi destino, buscando la seguridad material en el oficio que me tenía tan preso como lo estaba ella! Ahora, de espaldas a mí, Ruth me hablaba a través del espejo, mientras ensuciaba su inquieto rostro con los colores grasos del maquillaje: me explicaba que al terminarse la función, la compañía debía emprender, de inmediato, una gira a la otra costa del país y que por ello había traído sus maletas al teatro. Me preguntó distraídamente por la película presentada la víspera.

Iba a contarle de su éxito, recordándole que el fin de ese trabajo significaba el comienzo de mis vacaciones, cuando tocaron a la puerta. Ruth se puso de pie, y me vi ante quien dejaba una vez más de ser mi esposa para transformarse en protagonista; se prendió una rosa artificial en el talle, y, con un leve gesto de excusa, se encaminó al escenario, cuyo telón a la italiana acababa de abrirse removiendo un aire oliente a polvo y a maderas viejas. Todavía se volvió hacia mí, en ademán de despedida, y tomó el sendero de las magnolias enanas… No me sentí con ánimo para esperar el otro entreacto, en que el terciopelo sería trocado por el raso, y un maquillaje distinto se espesaría sobre el anterior. Regresé a nuestra casa, donde el desorden de la partida presurosa era todavía presencia de la ausente. El peso de su cabeza estaba moldeado por la almohada; había, en el velador, un vaso de agua medio bebido, con un precipitado de gotas verdes, y un libro quedaba abierto en un fin de capítulo. Mi mano encontraba húmeda todavía la mancha de una loción derramada.

Una hoja de agenda, que no había visto al entrar antes en el cuarto, me informaba del viaje inesperado: Besos. Ruth. P. S. Hay una botella de jerez en el escritorio. Tuve una tremenda sensaciónde soledad. Era la primera vez, en once meses, que me veía solo, fuera del sueño, sin una tarea que cumplir de inmediato, sin tener que correr hacia la calle con el temor de llegar tarde a algún lugar. Estaba lejos del aturdimiento y la confusión de los estudios en un silencio que no era roto por músicas mecánicas ni voces agigantadas. Nada me apuraba y, por lo mismo, me sentía el objeto de una vaga amenaza.

En este cuarto desertado por la persona de perfumes todavía presentes, me hallaba como desconcertado por la posibilidad de dialogar conmigo mismo.

Me sorprendía hablándome a media voz. Nuevamente acostado, mirando al cielo raso, me representaba los últimos años transcurridos, y los veía correr de otoños a pascuas, de cierzos a asfaltos blandos, sin tener el tiempo de vivirlos -sabiendo, de pronto, por los ofrecimientos de un restaurante nocturno, del regreso de los patos salvajes, el fin de la veda de ostras, o la reaparición de las castañas-. A veces, también, debíase mi información sobre el paso de las estaciones a las campanas de papel rojo que se abrían en las vitrinas de las tiendas, o a la llegada de camiones cargados de pinos cuyo perfume dejaba la calle como transfigurada durante unos segundos.

Había grandes lagunas de semanas y semanas en la crónica de mi propio existir; temporadas que no me dejaban un recuerdo válido, la huella de una sensación excepcional, una emoción duradera; días en que todo gesto me producía la obsesionante impresión de haberlo hecho antes en circunstancias idénticas -de haberme sentado en el mismo rincón, de haber contado la misma historia, mirando al velero preso en el cristal de un pisapapel. Cuando se festejaba mi cumpleaños en medio de las mismas caras, en los mismos lugares, con la misma canción repetida en coro, me asaltaba invariablemente la idea de que esto sólo difería del cumpleaños anterior en la aparición de una vela más sobre un pastel cuyo sabor era idéntico al de la vez pasada. Subiendo y bajando la cuesta de los días, con la misma piedra en el hombro, me sostenía por obra de un impulso adquirido a fuerza de paroxismos -impulso que cedería tarde o temprano, en una fecha que acaso figuraba en el calendario del año en curso-. Pero evadirse de esto, en el mundo que me hubiera tocado en suerte, era tan imposible como tratar de revivir, en estos tiempos, ciertas gestas de heroísmo o de santidad. Habíamos caído en la era del Hombre- Avispa, del Hombre-Ninguno, en que las almas no se vendían al Diablo, sino al Contable o al Cómitre.

Por entender que era vano rebelarse, luego de un desarraigo que me hiciera vivir dos adolescencias -la que quedaba del otro lado del mar y la que aquí se había cerrado- no veía dónde hallar alguna libertad fuera del desorden de mis noches, en que todo era buen pretexto para entregarme a los más reiterados excesos. Mi alma diurna estaba vendida al Contable -pensaba en burla de mí mismo-; pero el Contable ignoraba que, de noche, yo emprendía raros viajes por los meandros de una ciudad invisible para él, ciudad dentro de la ciudad, con moradas para olvidar el día, como el Venusberg y la Casa de las Constelaciones, cuando un vicioso antojo, encendido por el licor, no me llevaba a los apartamientos secretos, donde se pierde el apellido al entrar. Atado a mi técnica entre relojes, cronógrafos, metrónomos, dentro de salas sin ventanas revestidas de fieltros y materias aislantes, siempre en lugar artificial, buscaba, por instinto, al hallarme cada tarde en la calle ya anochecida, los placeres que me hacían olvidar el paso de las horas. Bebía y me holgaba de espaldas a los relojes, hasta que lo bebido y lo holgado me derribara al pie de un despertador, con un sueño que yo trataba de esperar poniendo sobre mis ojos un antifaz negro que debía darme, dormido, un aire de Fantomas al descanso…

La chusca imagen me puso de buen humor. Apuré un gran vaso de jerez, resuelto a aturdir al que demasiado reflexionaba dentro de mi cráneo, y habiendo despertado los calores del alcohol de la víspera con el vino presente, me asomé a la ventana del cuarto de Ruth, cuyos perfumes comenzaban a retroceder ante un persistente olor de acetona. Tras de las grisallas entrevistas al despertar, había llegado el verano, escoltado por sirenas de barco que se respondían de río a río por encima de los edificios.

Arriba, entre las evanescencias de una bruma tibia, eran las cumbres de la ciudad: las agujas sin pátina de los templos cristianos, la cúpula de la iglesia ortodoxa, las grandes clínicas donde oficiaban Eminencias Blancas, bajo los entablamentos clásicos, demasiado escorados por la altura, de aquellos arquitectos que, a comienzos del siglo, hubieran perdido el tino ante una dilatación de la verticalidad. Maciza y silenciosa, la funeraria de infinitos corredores parecía una réplica en gris -sinagoga y sala de conciertos por el medio- del inmenso hospital de maternidad, cuya fachada, huérfana de todo ornamento, tenía una hilera de ventanas todas iguales, que yo solía contar los domingos, desde la cama de mi esposa, cuando los temas de conversación escaseaban.

Del asfalto de las calles se alzaba un bochorno azuloso de gasolina, atravesado por vahos químicos, que demoraba en patios olientes a desperdicios, donde algún perro jadeante remedaba estiramientos de conejo desollado para hallar vetas de frescor en la tibieza del piso. El carillón martilleaba un Avemaria.

Tuve la insólita curiosidad de saber qué santo honrábamos en la fecha de hoy: 4 de junio.San Francisco Carraciolo -decía el tomo de edición vaticana donde yo estudiara antaño los himnos gregorianos -. Absolutamente desconocido para mí. Busqué el libro de vidas de santos, impreso en Madrid, que mucho me hubiera leído mi madre, allá, durante las dichosas enfermedades menores que me libraban del colegio. Nada se decía de Francisco Carraciolo.

Pero fui a dar unas páginas encabezadas por títulos píos: Recibe Rosa visitas del cielo; Rosa pelea con el diablo; El prodigio de la imagen que suda.

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