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Alejo Carpentier: Los pasos perdidos

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Alejo Carpentier Los pasos perdidos

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En `Los pasos perdidos`, un músico, cuya vida se desliza entre adulteraciones y falsos valores de la civilización, emprende un viaje al interior de la selva sudamericana en busca de unos primitivos instrumentos musicales de los aborígenes. En contacto con la naturaleza virgen y con seres que viven en una existencia bastante elemental, se ve retrotraído al pasado y al mismo tiempo cree renacer, siente renovada su capacidad para emplear más plenamente sus facultades, como la de amar, por ejemplo. Olvidándose de su histriónica esposa y deshaciéndose de una amante decadente y pervertida, acepta el amor íntegro y simple que le ofrece Rosario, una morena que se designa a sí misma, expresando su entrega, `tu mujer`. Pero no se cortan así no más las amarras que atan al mundo civilizado…

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Y una orla festoneada en que se enredaban palabras latinas: Sanctae Rosae Limanae, Virginis. Vatronae principalis totius American Latinae. Y esta letrilla de la santa, apasionadamente elevada al Esposo:

¡Ay de mí! ¿A mi querido

quién le suspende?

Tarda y es mediodía,

pero no viene.

Un doloroso amargor se hinchó en mi garganta al evocar, a través del idioma de mi infancia, demasiadas cosas juntas. Decididamente, estas vacaciones me ablandaban. Tomé lo que quedaba del jerez y me asomé nuevamente a la ventana. Los niños que jugaban bajo los cuatro abetos polvorientos del Parque Modelo dejaban a ratos sus castillos de arena gris para envidiar a los pillos metidos en el agua de una fuente municipal, que nadaban entre jirones de periódicos y colillas de cigarros. Esto me sugirió la idea de ir a alguna piscina para hacer ejercicio. No debía quedarme en la casa en compañía de mí mismo.

Al buscar el traje de baño, que no aparecía en los armarios, se me ocurrió que fuera más sano tomar un tren y bajarme donde hubiera bosques, para respirar aire puro. Y ya me encaminaba hacia la estación del ferrocarril, cuando me detuve ante el Museo donde se inauguraba una gran exposición de arte abstracto, anunciada por móviles colgados de pértigas, cuyos hongos, estrellas y lazos de madera, giraban en un aire oliente a barniz. Iba a subir por la escalinata cuando vi que paraba, muy cerca, el autobús del Planetarium, cuya visita me pareció muy necesaria, de repente, para sugerir ideas a Mouche acerca de la nueva decoración de su estudio. Pero como el autobús tardaba demasiado en salir, acabé por andar tontamente, aturdido por tantas posibilidades, deteniéndome en la primera esquina para seguir los dibujos que sobre la acera trazaba, con tizas de colores, un lisiado con muchas medallas militares en el pecho. Roto el desaforado ritmo de mis días, liberado, por tres semanas, de la empresa nutricia que me había comprado ya varios años de vida, no sabía cómo aprovechar el ocio. Estaba como enfermo de súbito descanso, desorientado en calles conocidas, indeciso ante deseos que no acababan de serlo.

Tenía ganas de comprar aquella Odisea, o bien las últimas novelas policíacas, o bien esas Comedias Americanas de Lope que se ofrecían en la vitrina de Brentano's, para volverme a encontrar con el idioma que nunca usaba, aunque sólo podía multiplicar en español y sumar con el «llevo tanto». Pero ahí estaba también el Prometbeus Unbound, que me apartó prestamente de los libros, pues su título estaba demasiado ligado al viejo proyecto de una composición que, luego de un preludio rematado por un gran coral de metales, no había pasado, en el recitativo inicial de Prometeo, del soberbio grito de rebeldía: «…regard this Earth - Made multitudinous with thy slaves, whom thou - requitest for kneeworship, prayer, and praise, - and toil, and hecatombs of broken heart, - with fear and self-contempt and barren bope». La verdad era que, al tener tiempo para detenerme ante ellas, al cabo de meses de ignorarlas, las tiendas me hablaban demasiado. Era, aquí, un mapa de islas rodeadas de galeones y Rosas de los Vientos; más adelante, un tratado de organografía; más allá, un retrato de Ruth, luciendo diamantes de prestado, para propaganda de un joyero. El recuerdo de su viaje me produjo una repentina irritación: era ella, realmente, a la que yo estaba persiguiendo ahora; la única persona que deseaba tener a mi lado, en esta tarde sofocante y aneblada, cuyo cielo se ensombrecía tras de la monótona agitación de los primeros anuncios luminosos. Pero otra vez un texto, un escenario, una distancia, se interponía entre nuestros cuerpos, que no volvían a encontrar ya, en la Convivencia del Séptimo Día, la alegría de los acoplamientos primeros.

Era temprano para ir a casa de Mouche. Hastiado de tener que elegir caminos entre tanta gente que andaba en sentido contrario, rompiendo papeles plateados o pelando naranjas con los dedos, quise ir hacia donde había árboles. Y me había librado ya de quienes regresaban de los estadios mimando deportes en la discusión, cuando unas gotas frías rozaron el dorso de mis manos. Al cabo de un tiempo cuya medida escapa, ahora, a mis nociones -por una aparente brevedad de transcurso en un proceso de dilatación y recurrencia que entonces me hubiera sido insospechable-, recuerdo esas gotas cayendo sobre mi piel en deleitosos alfilerazos, como si hubiesen sido la advertencia primera -ininteligible para mí, entonces- del encuentro. Encuentro trivial, en cierto modo, como son, aparentemente todos los encuentros cuyo verdadero significado sólo se revelará más tarde, en el tejido de sus implicaciones…

Debemos buscar el comienzo de todo, de seguro, en la nube que reventó en lluvia aquella tarde, con tan inesperada violencia que sus truenos parecían truenos de otra latitud.

II

Había reventado, pues, la nube en lluvia, cuando andaba yo detrás de la gran sala de conciertos, en aquella acera larga que no ofrecía el menor resguardo al transeúnte. Recordé que cierta escalera de hierro conducía a la entrada de los músicos, y como algunos de los que ahora pasaban me eran conocidos, no me fue difícil llegar al escenario, donde los miembros de una coral famosa se estaban agrupando por voces para pasar a las gradas. Un timbalero interrogaba con las falanges sus parches subidos de tono por el calor. Sosteniendo el violín con la barbilla, el concertino hacía sonar el la de un piano, mientras las trompas, los fagotes, los clarinetes, seguían envueltos en el confuso hervor de escalas, trinos y afinaciones, anteriores a la ordenación de las notas.

Siempre que yo veía colocarse los instrumentos de una orquesta sinfónica tras de sus atriles, sentía una aguda expectación del instante en que el tiempo dejara de acarrear sonidos incoherentes para verse encuadrado, organizado, sometido a una previa voluntad humana, que hablaba por los gestos del Medidor de su Transcurso. Este último obedecía, a menudo, a disposiciones tomadas un siglo, dos siglos antes.

Pero bajo las carátulas de las particellas se estampaban en signos los mandatos de hombres que aun muertos, yacentes bajo mausoleos pomposos o de huesos perdidos en el sórdido desorden de la fosa común, conservaban derechos de propiedad sobre el tiempo, imponiendo lapsos de atención o de fervor a los hombres del futuro. Ocurría a veces -pensaba yo- que esos póstumos poderes sufrieran alguna merma o, por el contrario, se acrecieran en virtud de la mayor demanda de una generación. Así, quien hiciera un balance de ejecuciones, podría llegar a la evidencia de que, este u otro año, el máximo usufructuario del tiempo hubiese sido Bach o Wagner, junto al magro haber de Telemann o Cherubini.

Hacía tres años, por lo menos, que yo no asistía a un concierto sinfónico; cuando salía de los estudios estaba tan saturado de mala música o de buena música usada con fines detestables, que me resultaba absurda la idea de sumirme en un tiempo hecho casi objeto por el sometimiento a encuadres de fuga, o de forma sonata. Por lo mismo, hallaba el placer de lo inhabitual al verme traído, casi por sorpresa, al rincón oscuro de las cajas de los contrabajos, desde donde podía observar lo que en el escenario ocurría en esta tarde de lluvia cuyos truenos, aplacados, parecían rodar sobre los charcos de la calle cercana. Y tras del silencio roto por un gesto, fue una leve quinta de trompas, aleteada en tresillos por los segundos violines y violoncellos, sobre la cual pintáronse dos notas en descenso, como caídas de los arcos primeros y de las violas, con un desgano que pronto se hizo angustia, apremio de huida, ante la tremenda acometida de una fuerza de súbito desatada…

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