– ¿Has hecho alguna vez el amor en el mar?
Y él respondió:
– No.
– Yo tampoco -dijo mi madre-. Hagamos ver que esto es el mar, y que yo me voy y tal vez no nos volvamos a ver.
Al día siguiente se marchó a la cabaña de su padre en New Hampshire.
Ese mismo verano, Lindsey, Buckley o mi padre, al abrir la puerta de la calle, encontraban en el umbral una cazuela o un bizcocho. A veces una tarta de manzana, la favorita de mi padre. La comida era impredecible. Los guisos que preparaba la señora Stead eran asquerosos. Los bizcochos de la señora Gilbert no estaban lo bastante secos, pero eran pasables. Las tartas de manzana eran de Ruana: el cielo en la Tierra.
En su estudio, en las largas noches que siguieron a la partida de mi madre, mi padre trataba de abstraerse releyendo pasajes de las cartas que Mary Chesnut le había escrito a su marido durante la guerra civil. Trató de desprenderse de todo sentimiento de culpabilidad, de toda esperanza, pero era imposible. Una vez logró esbozar una pequeña sonrisa.
– Ruana Singh hace una tarta de manzana formidable -escribió en su cuaderno.
Una tarde de otoño, contestó al teléfono y oyó la voz de la abuela Lynn.
– Jack -anunció mi abuela-, estoy pensando en irme a vivir con vosotros.
Mi padre guardó silencio, pero la línea se llenó de su vacilación.
– Me gustaría ponerme a tu disposición y a la de los niños. Ya llevo demasiado tiempo deambulando por este mausoleo.
– Lynn, estamos empezando de nuevo -tartamudeó él. Aun así, no podía contar con que la madre de Nate cuidara eternamente de Buckley. Cuatro meses después de que mi madre se marchara, su ausencia temporal empezaba a sentirse como permanente.
Mi abuela insistió. Yo la vi resistir la tentación de apurar el vodka de su vaso.
– Me abstendré de beber hasta… -Se quedó pensativa un buen rato y añadió-: Las cinco de la tarde… Qué demonios, lo dejaré del todo si lo crees necesario.
– ¿Eres consciente de lo que estás diciendo?
Mi abuela sintió cómo la clarividencia le recorría desde la mano que sostenía el teléfono hasta sus pies enfundados en zapatillas.
– Sí, creo que sí.
Sólo cuando colgó el teléfono mi padre se permitió preguntarse: «¿Dónde vamos a meterla?».
Era obvio para todos.
En diciembre de 1975 hacía un año que el señor Harvey había hecho las maletas, pero seguía sin haber rastro de él. Por un tiempo, hasta que la cinta adhesiva se ensució o el papel se rasgó, los dueños de las tiendas colgaron en sus escaparates una foto de él. Lindsey y Samuel paseaban por el vecindario o frecuentaban el taller de motos de Hal. Ella no iba al restaurante al que iban los otros chicos. El dueño del restaurante era un defensor del orden público, y había ampliado dos veces el dibujo de George Harvey y lo había pegado en la puerta. Y explicaba con mucho gusto los espeluznantes detalles a cualquier cliente que se los preguntara: niña, campo de trigo, sólo se había encontrado un codo.
Al final, Lindsey le pidió a Hal que la llevara a la comisaría. Quería saber exactamente qué estaban haciendo.
Se despidieron de Samuel en el taller y Hal llevó a Lindsey en su moto a través de la húmeda nieve de diciembre.
Desde el primer momento, la juventud y la determinación de Lindsey habían cogido a la policía desprevenida. Cada vez eran más los agentes que sabían quién era, y cada vez la evitaban más. Allí estaba esa chica de quince años de ideas fijas y un poco loca, de pechos pequeños pero perfectos, piernas larguiruchas pero bien formadas, ojos como sílex y pétalos de flor.
Mientras esperaba sentada con Hal en un banco de madera a la puerta de la oficina del capitán de policía, le pareció ver en el otro extremo de la sala algo que reconoció. Estaba encima del escritorio del detective Fenerman y destacaba en la habitación por su color: lo que su madre siempre había descrito como rojo chino, un rojo más intenso que el de las rosas, el rojo de las barras de labios clásicas que tan pocas veces se encontraba en la naturaleza. Nuestra madre se enorgullecía de su facilidad para vestir de rojo chino, y cada vez que se anudaba un pañuelo al cuello comentaba que era de un color que ni siquiera la abuela Lynn se atrevería a llevar.
– Hal -dijo ella con todos los músculos tensos mientras contemplaba el objeto cada vez más familiar encima del escritorio de Fenerman.
– ¿Sí?
– ¿Ves esa tela roja?
– Sí.
– ¿Puedes ir a cogerla?
Cuando Hal la miró, ella añadió:
– Creo que es de mi madre.
Hal se levantaba para ir a cogerla cuando Len entró en la sala por detrás de donde estaba sentada Lindsey. Le dio unos golpecitos en el hombro en el preciso momento en que se daba cuenta de lo que Hal iba a hacer. Lindsey y el detective Fenerman se miraron.
– ¿Qué hace aquí el pañuelo de mi madre?
Él tartamudeó.
– Debió de dejárselo algún día en mi coche.
Lindsey se levantó y se encaró con él. Tenía una mirada penetrante y avanzaba a toda velocidad hacia una noticia aún peor.
– ¿Qué hacía ella en su coche?
– Hola, Hal -dijo Len.
Hal tenía el pañuelo en la mano. Lindsey se lo cogió y habló con una voz cada vez más indignada.
– ¿Qué hace usted con el pañuelo de mi madre?
Y aunque Len era el detective, Hal fue el primero en verlo: fue como un arco iris desplegado sobre ella, como los colores de un prisma. Lo mismo ocurría en la clase de álgebra o de lengua y literatura inglesas cuando era mi hermana la que despejaba el valor de una x o señalaba a sus compañeros las expresiones con doble sentido. Hal puso una mano en el hombro de Lindsey.
– Deberíamos irnos -dijo.
Más tarde, ella desahogó su incredulidad con Samuel en la trastienda del taller de motos.
Cuando mi hermano cumplió siete años me construyó un fuerte. Era algo que habíamos quedado en hacer juntos, y algo que mi padre no se había visto con fuerzas de hacer. Le recordaba demasiado a la tienda que había construido con el desaparecido señor Harvey.
Un matrimonio con cinco hijas pequeñas se había mudado a la casa del señor Harvey. La risa llegaba al estudio de mi padre desde la piscina que habían instalado en la primavera, después de que George Harvey huyera. Los gritos de niñas pequeñas, muchas niñas.
La crueldad de todo era como cristal haciéndose añicos en los oídos de mi padre. En la primavera de 1976, con mi madre lejos, cerraba la ventana de su estudio incluso las tardes más calurosas, para no oír los gritos. Observaba a su hijo solitario entre los tres arbustos de sauce blanco, hablando consigo mismo. Buckley llevó macetas de terracota vacías del garaje y arrastró el limpiabarros olvidado hasta el lateral de la casa, cualquier cosa con que construir las paredes del fuerte. Con ayuda de Samuel, Hal y Lindsey, trasladó dos enormes piedras de delante de la casa al patio trasero. Fue un golpe de suerte tan inesperado que impulsó a Samuel a preguntar:
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