Alice Sebold - Desde Mi Cielo

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A Susie Salmon (sí, igual que el pez) la mataron. Fue violada, asesinada y luego descuartizada en un campo de trigo cuando volvía del colegio una helada tarde de invierno.
A sus 14 años, era una joven como tantas, que soñaba con ir a la universidad, conocer chicos, vestirse a la moda y ser actriz o fotógrafa. Pero ahora ya no está para contarnos sus planes, sus ansias de futuro… o tal vez sí.
Desde la atalaya de su cielo, en el que ahora habita eternamente, Susie observa la vida en la Tierra de aquellos a quienes dejó.
Desde ese cielo donde ahora puede concretar todos sus sueños de adolescente, Susie también relata de forma minuciosa la brutal preparación y ejecución de su asesinato, cometido por un conocido, un vecino del lugar, y descubrir que no es la única chica que ha hecho `desaparecer` dicho individuo.
Una narración fría y distante de un acto perverso, en las que Susie intercala sus ingenuas y curiosas experiencias en su cielo. La realidad más atroz y perturbadora, junto con la fantasía de un mundo donde el muerto puede al fin realizar todos sus deseos. Excepto uno: volver a la Tierra junto a los suyos.
A Susie sólo le queda dedicarse a observar, cuidar e intentar de alguna forma, intervenir en la vida de aquellos a quienes dejó atrás: su obstinado padre, que no descansará hasta saber lo que realmente le ocurrió, su madre, que termina aislada de todo y de todos, sus hermanos, que lucharán por sobrevivir al vacío dejado por ella y reconstruir sus vidas, sus amigos, inmersos en la lucha diaria por seguir sin su presencia, e incluso en el chico que estaba enamorado de ella y que no logra olvidarla. Desde su cielo, Susie debe aprender también a resignarse, dejar vivir a los vivos y continuar su derrotero.
Queramos verlo o no, el Mal forma parte de nuestra vida cotidiana, y esta novela desgarradora

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Hizo las maletas para irse a California y envió postales a mis hermanos desde cada ciudad por la que pasaba. «Hola, estoy en Dayton. El pájaro típico de Ohio es el cardenal», «Llegué al Mississippi anoche al atardecer. Es un río realmente enorme».

En Arizona, ocho estados más allá de lo más lejos que nunca había llegado, alquiló una habitación y se llevó una bolsa de cubitos de hielo de la máquina de fuera. Al día siguiente llegaría a California y, para celebrarlo, había comprado una botella de champán. Pensó en lo que le había explicado el hombre de New Hampshire, cómo se había pasado un año entero rascando el moho de los enormes barriles de vino. Tumbado de espaldas, había tenido que utilizar un cuchillo para arrancar las capas de moho. El moho tenía el color y la textura del hígado, y por mucho que se bañara seguía atrayendo a las moscas de la fruta horas después.

Ella se bebió el champán en un vaso de plástico y se miró en el espejo. Se obligó a mirarse.

Se recordó a sí misma sentada en la sala de nuestra casa conmigo, mis hermanos y mi padre la primera Nochevieja que nos habíamos quedado levantados los cinco. Todo su día se había centrado en asegurarse de que Buckley durmiera lo suficiente.

Cuando él se despertó después del anochecer, estaba convencido de que esa noche iba a venir alguien mejor que Papá Noel. En su imaginación tenía una imagen explosiva de las mejores vacaciones posibles, en las que sería transportado hasta el país de los juguetes.

Horas después, mientras bostezaba recostado en el regazo de mi madre y ella le pasaba los dedos por el pelo, mi padre entró a hurtadillas en la cocina para preparar chocolate caliente, y mi hermana y yo servimos pastel de chocolate alemán. Cuando el reloj dio las doce y sólo se oyeron unos gritos lejanos y unos cuantos disparos al aire en nuestro vecindario, mi hermano no podía creérselo. Se llevó un chasco tan grande que mi madre no sabía qué hacer. Lo vio como un Is that all there is? de una Peggy Lee pequeña seguido de un berrido.

Recordó que en ese momento mi padre había cogido a Buckley en brazos y se había puesto a cantar. Los demás cantamos con él. «Let ole acquaintance be forgot and never brought to mind, should ole acquaintance be forgot and days of auld lang syne!»

Y Buckley se quedó mirándonos. Capturó las extrañas palabras como burbujas flotando en el aire.

– ¿«Lang syne»? -repitió con cara de desconcierto.

– ¿Qué significa? -pregunté a mis padres.

– Los viejos tiempos -dijo mi padre.

– Días que pasaron hace mucho -explicó mi madre. Pero de pronto había empezado a reunir las migas del pastel en el plato.

– Eh, Ojos de Océano -dijo mi padre-. ¿Adonde has ido?

Y ella recordó que había reaccionado a la pregunta cerrándose, como si su espíritu hubiera tenido un grifo y lo hubiera girado a la derecha, y luego se había puesto de pie y me había pedido que la ayudara a recoger.

Cuando, en el otoño de 1976, llegó a California, fue directamente a la playa y detuvo el coche. Se sentía como si hubiera conducido a través de familias durante días -familias peleándose, familias chillando, familias desgañitándose, familias bajo la milagrosa presión de la cotidianidad- y, al contemplar las olas a través del parabrisas de su coche, se sintió aliviada. No pudo evitar pensar en los libros que había leído en la universidad. The Awakening. Y lo que le había ocurrido a una escritora, Virginia Woolf. Todo le había parecido tan maravilloso entonces, tan romántico y diáfano… con piedras en los bolsillos, caminar entre las olas…

Bajó por el acantilado después de atarse el jersey a la cintura. Abajo no veía más que rocas desiguales y olas. Tuvo cuidado, pero yo estaba más pendiente de sus pies que del panorama que ella contemplaba, me preocupaba que resbalara.

Ella sólo pensaba en su deseo de llegar a esas olas y mojarse los pies en otro océano en el otro extremo del país: el objetivo puramente bautismal de ese gesto. Un remojón y podías volver a empezar. ¿O la vida se parecía más a una horrible gincana que te hacía correr de acá para allá en un recinto cerrado, cogiendo y colocando bloques de madera sin parar? Ella pensaba: «Llega hasta las olas, las olas, las olas». Y yo observaba cómo sus pies se movían por las rocas, y cuando lo oímos, lo hicimos juntas, y levantamos la vista sorprendidas.

Había un bebé en la playa.

Entre las rocas había una cueva de arena y, gateando sobre una manta extendida en la arena, mi madre vio a una niña con un gorrito de punto rosa, camiseta y botas. Estaba sola sobre una manta con un muñeco blanco que a mi madre le pareció un cordero.

De espaldas a mi madre mientras bajaba por las rocas había un grupo de adultos de aspecto estresado y muy profesional, vestidos de negro y azul marino, con sombreros sofisticadamente ladeados y botas. De pronto mis ojos de fotógrafa de la naturaleza se fijaron en los trípodes y los círculos plateados bordeados de alambre que, cada vez que un joven los movía hacia la izquierda o la derecha, hacían que la luz rebotara en la niña sobre la manta.

Mi madre se echó a reír, pero sólo un ayudante se volvió y advirtió su presencia entre las rocas; todos los demás estaban demasiado ocupados. Estaban filmando un anuncio, imaginé yo, pero ¿de qué? ¿Niñas nuevas para reemplazar a los propios hijos? Mientras mi madre reía y yo veía cómo se le iluminaba la cara, también la vi torcer el gesto.

Vio detrás de la niña las olas, lo hechizantes que eran; podían acercarse con sigilo y llevarse a la niña. Toda esa gente elegante correría tras ella, pero ella se ahogaría en el acto y nadie, ni siquiera una madre con instinto para anticipar el desastre, podría salvarla si las olas daban un salto, si la vida seguía su curso y algún accidente monstruoso alcanzaba la tranquila playa.

Esa misma semana encontró empleo en la bodega Krusoe, situadas en un valle sobre la bahía. Escribió a mis hermanos postales llenas de los alegres fragmentos de su vida, esperando parecer optimista en el limitado espacio de una postal.

Los días de fiesta paseaba por las calles de Sausalito o Santa Rosa, pequeñas ciudades emprendedoras donde todo el mundo era forastero y, por mucho que intentara concentrarse en las promesas de lo desconocido, en cuanto entraba en una tienda de objetos de regalo o en un café, las cuatro paredes que la rodeaban empezaban a respirar como un pulmón. Entonces sentía, trepando por sus pantorrillas hasta sus entrañas, el violento ataque, la llegada del dolor, las lágrimas como un pequeño ejército que se acercaba implacable al frente de sus ojos, y ella inhalaba hondo, tomaba una gran bocanada de aire para contener el llanto en un lugar público. En un restaurante pidió un café con una tostada y la untó de lágrimas. Entró en una floristería y pidió narcisos, y cuando le dijeron que no tenían, se sintió despojada. Era un capricho tan pequeño: una flor amarilla.

El primer funeral improvisado en el campo de trigo despertó en mi padre la necesidad de más, y ahora todos los años organizaba un funeral al que asistían cada vez menos vecinos. Estaban los incondicionales, como Ruth y los Gilbert, pero el grupo estaba compuesto cada vez más por chicos del instituto que con el tiempo sólo me conocían por el nombre, e incluso éste era un rumor oscuro invocado como advertencia a todo alumno que anduviera demasiado solo. Sobre todo las niñas.

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