Alice Sebold - Desde Mi Cielo

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A Susie Salmon (sí, igual que el pez) la mataron. Fue violada, asesinada y luego descuartizada en un campo de trigo cuando volvía del colegio una helada tarde de invierno.
A sus 14 años, era una joven como tantas, que soñaba con ir a la universidad, conocer chicos, vestirse a la moda y ser actriz o fotógrafa. Pero ahora ya no está para contarnos sus planes, sus ansias de futuro… o tal vez sí.
Desde la atalaya de su cielo, en el que ahora habita eternamente, Susie observa la vida en la Tierra de aquellos a quienes dejó.
Desde ese cielo donde ahora puede concretar todos sus sueños de adolescente, Susie también relata de forma minuciosa la brutal preparación y ejecución de su asesinato, cometido por un conocido, un vecino del lugar, y descubrir que no es la única chica que ha hecho `desaparecer` dicho individuo.
Una narración fría y distante de un acto perverso, en las que Susie intercala sus ingenuas y curiosas experiencias en su cielo. La realidad más atroz y perturbadora, junto con la fantasía de un mundo donde el muerto puede al fin realizar todos sus deseos. Excepto uno: volver a la Tierra junto a los suyos.
A Susie sólo le queda dedicarse a observar, cuidar e intentar de alguna forma, intervenir en la vida de aquellos a quienes dejó atrás: su obstinado padre, que no descansará hasta saber lo que realmente le ocurrió, su madre, que termina aislada de todo y de todos, sus hermanos, que lucharán por sobrevivir al vacío dejado por ella y reconstruir sus vidas, sus amigos, inmersos en la lucha diaria por seguir sin su presencia, e incluso en el chico que estaba enamorado de ella y que no logra olvidarla. Desde su cielo, Susie debe aprender también a resignarse, dejar vivir a los vivos y continuar su derrotero.
Queramos verlo o no, el Mal forma parte de nuestra vida cotidiana, y esta novela desgarradora

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Sonó el timbre de la puerta.

Ruana se alegró de escapar, y a pesar de que el orden era para ella una especie de meditación, se levantó de un salto, se enrolló alrededor de la cintura un chal que colgaba del respaldo de una silla y, con la música de Ray bajando a todo volumen por la escalera, fue a abrir. Sólo por un instante pensó que tal vez era un vecino. Un vecino que venía a quejarse de la música e iba a verla con leotardos rojos y chal.

En el umbral estaba Ruth con una bolsa.

– Hola -dijo Ruana-. ¿Puedo ayudarte en algo?

– He venido a ver a Ray.

– Pasa.

Todo eso tuvo que ser dicho casi a gritos a causa del estruendo que llegaba del piso de arriba. Ruth entró en el vestíbulo.

– Sube -gritó Ruana, señalando las escaleras.

Observé cómo Ruana abarcaba con la mirada el holgado peto de Ruth, el jersey de cuello alto, la parka. «Podría empezar con ella», se dijo.

Ruth estaba en la tienda de comestibles con su madre cuando vio las velas entre los platos de papel y los cubiertos de plástico. Ese día, en clase, había sido muy consciente del día que era, y aunque lo que había hecho hasta entonces -tumbarse en la cama a leer La campana de cristal, ayudar a su madre a ordenar lo que su padre insistía en llamar su cobertizo de herramientas y ella veía como su cobertizo de poesía, y acompañarla a la tienda de comestibles- no era nada que pudiera señalar el aniversario de mi muerte, estaba decidida a hacer algo.

Al ver las velas supo inmediatamente que iría a casa de Ray y le pediría que la acompañara. Debido a sus encuentros en la plataforma de lanzamiento de peso, los compañeros de clase los habían tomado por pareja, a pesar de todas las pruebas que demostraban lo contrario. Ruth ya podía dibujar tantos desnudos femeninos como quisiera, cubrirse la cabeza con pañuelos, escribir sobre Janis Joplin y protestar a voz en cuello contra la opresión de tener que afeitarse las piernas y las axilas. A los ojos de sus compañeros seguía siendo una niña rara que había sido sorprendida BESÁNDOSE con un chico raro.

Lo que nadie comprendía -y no podían decir siquiera-era que había sido un experimento entre ellos. Ray sólo me había besado a mí y Ruth nunca había besado a nadie, de modo que los dos habían decidido besarse y ver qué pasaba.

– No siento nada -había dicho Ruth después, tumbada al lado de él entre las hojas de un arce detrás del aparcamiento de los profesores.

– Yo tampoco -reconoció Ray.

– ¿Sentiste algo cuando besaste a Susie?

– Sí.

– ¿Qué?

– Que quería más. Esa noche soñé que volvía a besarla y me pregunté si ella pensaba lo mismo.

– ¿Y en sexo?

– Aún no había ido tan lejos -dijo Ray-. Ahora te beso a ti y no es lo mismo.

– Podríamos seguir intentándolo -dijo Ruth-. Estoy dispuesta, si no se lo dices a nadie.

– Creía que te gustaban las chicas -dijo Ray.

– Hagamos un pacto -dijo Ruth-. Imagínate que soy Susie y yo haré lo mismo.

– Eso es totalmente neurótico -dijo Ray sonriendo.

– ¿Estás diciendo que no quieres? -lo atormentó Ruth.

– Enséñame otra vez tus dibujos.

– Puede que yo sea una neurótica -dijo Ruth, sacando de su cartera su cuaderno de bocetos; estaba lleno de desnudos que había copiado de Playboy, reduciendo o agrandando ciertas partes y añadiendo pelo y arrugas en las zonas retocadas con aerógrafo-, pero al menos no soy un pervertido del carboncillo.

Ray bailaba en su cuarto cuando entró Ruth. Llevaba las gafas de las que trataba de prescindir en el instituto porque eran de cristales gruesos y su padre había escogido las menos caras, de montura resistente. Iba con unos vaqueros holgados y manchados, y una camiseta con la que Ruth imaginaba, y yo sabía, que había dormido.

Cuando la vio en la puerta con la bolsa dejó de bailar. Se llevó al instante las manos a las gafas para quitárselas y, sin saber qué hacer con ellas, las agitó en su dirección.

– Hola -dijo.

– ¿Puedes bajar el volumen? -gritó Ruth.

– Claro.

Al cesar el ruido, los oídos de Ruth resonaron un segundo, y en ese segundo vio un brillo en los ojos de Ray.

Estaba en el otro lado de la habitación y entre ambos estaba la cama, con las sábanas arrugadas y hechas un ovillo, y encima un retrato que ella me había hecho de memoria.

– Lo has colgado -dijo Ruth.

– Creo que es muy bueno.

– Tú y yo y nadie más.

– Mi madre también lo cree.

– Es una mujer tan especial… -dijo Ruth, dejando la bolsa-. No me extraña que seas tan estrambótico.

– ¿Qué llevas en esa bolsa?

– Velas -dijo Ruth-. Las he comprado en la tienda de comestibles. Hoy es seis de diciembre.

– Lo sé.

– Pensé que podríamos ir al campo de trigo y encenderlas. Para decirle adiós.

– ¿Cuántas veces se puede decir?

– Sólo era una idea -dijo Ruth-. Iré sola.

– No -dijo Ray-, voy contigo.

Ruth se sentó con su cazadora y su peto, y esperó a que él se cambiara de camiseta. Lo observó vuelto de espaldas, lo delgado que estaba, pero también cómo se ondulaban los músculos de sus brazos, como se suponía que debían hacer, y el color de su piel, como el de su madre, mucho más tentador que el de la suya.

– Podemos besarnos un rato, si quieres.

Y él se volvió sonriendo. Había empezado a disfrutar con los experimentos. Ya no pensaba en mí, aunque no podía decírselo a Ruth.

Le gustaba que ella maldijera y odiara el instituto. Le gustaba lo inteligente que era y que fingiera que no le importaba que el padre de él fuera médico (aunque no fuera un médico de verdad, como señaló) mientras que el suyo hurgaba en casas viejas, o que los Singh tuvieran hilera tras hilera de libros en su casa mientras que ella se moría por ellos.

Se sentó a su lado en la cama.

– ¿Quieres quitarte la parka?

Ella se la quitó.

Y así, el día del aniversario de mi muerte, Ray se lanzó sobre Ruth y los dos se besaron y en cierto momento ella lo miró a la cara.

– ¡Mierda! -dijo-. Creo que siento algo.

Cuando Ray y Ruth llegaron al campo de trigo lo hicieron callados y cogidos de la mano. Ella no sabía si él se la cogía porque velaban juntos por mí o porque le gustaba hacerlo. Su mente era un torbellino, la perspicacia que le caracterizaba la había abandonado.

Luego vio que ella no era la única que había pensado en mí. Hal y Samuel Heckler estaban en el campo de trigo, de espaldas a ella y con las manos en los bolsillos. Ruth vio los narcisos amarillos en el suelo.

– ¿Los has traído tú? -le preguntó a Samuel.

– No -dijo Hal, respondiendo por su hermano-. Ya estaban aquí cuando hemos llegado.

La señora Stead observaba desde el cuarto de su hijo, en el piso de arriba. Decidió ponerse el abrigo y salir al campo sin pararse a pensar si le correspondía estar allí o no.

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