– Estás muy guapa, madre -dijo mi madre.
– Mmm… -y cuando mi padre no podía oírla, mi abuela preguntó-: ¿Cómo está él?
– Lo estamos sobrellevando, pero es duro.
– ¿Sigue murmurando cosas sobre el hombre que lo ha hecho?
– Sigue creyendo que fue él, sí.
– Os demandarán, ¿lo sabes? -dijo ella.
– No se lo ha dicho a nadie aparte de la policía.
No sabían que mi hermana estaba sentada en lo alto de la escalera.
– Y no debe hacerlo. Comprendo que necesite echarle la culpa a alguien, pero…
– Lynn, ¿seven and seven o martini? -preguntó mi padre regresando al vestíbulo.
– ¿Qué vas a tomar tú?
– Estos días no bebo, la verdad -respondió mi padre.
– Ése es tu problema. Ya voy yo. ¡No tenéis que decirme dónde están las bebidas fuertes!
Sin su grueso y fabuloso animal, mi abuela era como un palillo. «Pasar hambre» era como lo llamó cuando me consoló a los once años. «Tienes que pasar hambre, cariño, antes de que se te asienten demasiado tiempo las carnes. Las carnes infantiles son sinónimo de fealdad.» Ella y mi madre habían discutido sobre si yo era lo bastante mayor para tomar benzedrina; «su salvador personal», lo llamaba ella, como cuando decía: «¿Le ofrezco a tu hija mi salvador personal y tú se lo niegas?».
Cuando yo vivía, todo lo que hacía mi abuela estaba mal. Pero sucedió algo extraño cuando llegó ese día en su limusina alquilada, abrió la puerta de nuestra casa y entró sin llamar. Con toda su odiosa elegancia estaba trayendo de nuevo la luz.
– Necesitas ayuda, Abigail -dijo después de comer la primera comida de verdad que mi madre había cocinado desde mi desaparición.
Mi madre se quedó perpleja. Se había puesto sus guantes azules y llenado el fregadero de agua jabonosa, y se disponía a lavar los platos. Lindsey iba a secarlos. Suponía que su madre pediría a Jack que le sirviera su copa de después de comer.
– Eres muy amable, madre.
– No tiene importancia -dijo ella-. Voy corriendo por mi bolsa mágica.
– Oh, no -oí decir a mi madre en un susurro.
– Oh, sí, la bolsa mágica -dijo Lindsey, que no había abierto la boca en toda la comida.
– ¡Por favor, madre! -protestó mi madre cuando volvió la abuela Lynn.
– Muy bien, niños, quitad la mesa y traed aquí a vuestra madre. Voy a maquillarla.
– Estás loca, madre. Tengo que lavar todos estos platos.
– Abigail -dijo mi padre.
– Ah, no. Puede que a ti te incite a beber, pero a mí no se me va a acercar con todos esos instrumentos de tortura.
– No estoy bebido -replicó él.
– Pues estás sonriendo -dijo mi madre.
– Demándalo entonces -dijo la abuela Lynn-. Buckley, coge a tu madre de la mano y arrástrala hasta aquí.
Mi hermano la complació. Le divertía ver a su madre recibir órdenes.
– ¿Abuela Lynn? -preguntó Lindsey con timidez.
Buckley conducía a mi madre a una silla de la cocina que mi abuela había colocado delante de ella.
– ¿Qué?
– ¿Puedes enseñarme a maquillar?
– ¡Cielo santo, alabado sea el Señor, sí!
Mi madre se sentó y Buckley se subió a su regazo.
– ¿Qué te pasa, mamá?
– ¿Estás riéndote, Abbie? -Mi padre sonrió.
Así era. Reía y lloraba a la vez.
– Susie era una buena chica, cariño -dijo la abuela Lynn-. Como tú. -No hizo ninguna pausa-. Ahora, levanta la barbilla y deja que eche un vistazo a esas bolsas que tienes debajo de los ojos.
Buckley se bajó y se sentó en una silla.
– Esto es un rizador de pestañas, Lindsey -instruyó la abuela-. Todo esto se lo enseñé a tu madre.
– Clarissa tiene uno -dijo Lindsey.
Mi abuela colocó los extremos de goma del rizador a cada lado de las pestañas de mi madre, y ésta, sabiendo cómo funcionaban, alzó los ojos.
– ¿Has hablado con Clarissa? -preguntó mi padre.
– La verdad es que no -dijo Lindsey-. Siempre está con Brian Nelson. Se han saltado suficientes clases para que los expulsen tres días.
– No esperaba eso de Clarissa -dijo mi padre-. Tal vez no fuera la manzana más sana del cesto, pero nunca se metía en líos.
– Cuando me la cruzo apesta a marihuana.
– Espero que no te dé por eso -dijo la abuela Lynn. Apuró su seven and seven y dejó el vaso en la mesa con un golpe-. ¿Ves, Lindsey, cómo las pestañas rizadas hacen más grandes los ojos de tu madre?
Lindsey trató de imaginar sus propias pestañas, pero en su lugar vio las pobladas y brillantes pestañas de Samuel Heckler cuando acercó la cara a la suya para besarla. Se le dilataron las pupilas, palpitando con ferocidad de color oliva.
– Me dejas sin habla -dijo la abuela, y se puso en jarras, con los dedos de una mano todavía enganchados en el rizador.
– ¿Qué?
– Lindsey Salmón, tú tienes novio -dijo la abuela, anunciándolo a los presentes.
Mi padre sonrió. De pronto le caía bien la abuela Lynn. A mí también.
– No -replicó Lindsey.
Mi abuela estaba a punto de hablar cuando mi madre susurró:
– Sí lo tienes.
– Dios te bendiga, cariño -dijo mi abuela-, debes tener novio. En cuanto acabe con tu madre voy a hacerte el magnífico tratamiento de la abuela Lynn. Jack, prepárame un apéritif.
– Un apéritif es algo que… -empezó mi madre.
– No me contradigas, Abigail.
Mi abuela agarró una trompa. Dejó a Lindsey como un payaso, o como mi abuela dijo para sí: «Una ramera de la mejor clase». Mi padre acabó lo que ella describió como «sutilmente embriagado». Lo más asombroso es que mi madre se fue a la cama dejando los platos en el fregadero.
Mientras todos dormían, Lindsey se observó en el espejo del cuarto de baño. Se quitó parte del colorete, se frotó los labios y recorrió con los dedos las partes hinchadas y recién depiladas de sus cejas anteriormente pobladas. En el espejo vio algo diferente que yo también vi: una adulta capaz de valerse por sí misma. Debajo del maquillaje estaba la cara que ella siempre había identificado como suya hasta que en poco tiempo se había convertido en una cara que hacía pensar a la gente en mí. El lápiz de labios y el delineador de ojos habían definido el contorno de sus facciones, que estaban en su cara como piedras preciosas importadas de algún lugar lejano donde los colores eran más intensos que los que se habían visto alguna vez en nuestra casa. Era cierto lo que decía nuestra abuela: el maquillaje hacía resaltar el azul de sus ojos. Las cejas depiladas le cambiaban la forma de la cara. El colorete le marcaba los pómulos («Esos pómulos que nunca está de más marcar», señaló mi abuela). Y los labios… Practicó sus expresiones faciales. Hizo un mohín, besó, sonrió de oreja a oreja como si ella también se hubiera tomado un cóctel, y bajó la mirada y fingió rezar como una niña buena, pero miró con un ojo para verse la cara de buena. Luego se fue a la cama y durmió boca arriba para no estropear su nueva cara.
La señora Bethel Utemeyer era la única persona muerta que habíamos visto mi hermana y yo. Se vino a vivir con su hijo a nuestra urbanización cuando yo tenía seis años y Lindsey cinco.
Mi madre decía que había perdido parte del cerebro y que a veces se marchaba de su casa y no se sabía adonde iba. A menudo terminaba en nuestro patio delantero, debajo del cornejo, mirando hacia la calle como si esperara un autobús. Mi madre la invitaba a sentarse en nuestra cocina y preparaba té para las dos, y después de calmarla, llamaba a su hijo para decirle dónde estaba. A veces no había nadie en casa, y la señora Utemeyer se sentaba a nuestra mesa de la cocina y se quedaba mirando el centro durante horas. Se quedaba allí hasta que volvíamos del colegio. Sentada, nos sonreía. A menudo llamaba a Lindsey «Natalie», y alargaba una mano para acariciarle el pelo.
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