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Carlos Zafón: Rosa de fuego

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Carlos Zafón Rosa de fuego

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Carlos Ruiz Zafón, uno de los escritores españoles actuales más leídos, autor de "La sombra del viento", "El juego del ángel" y "El prisionero del cielo", ha escrito un cuento inédito para "Magazine". El relato apunta el origen del legendario "Cementerio de los Libros Olvidados", lo que redondea el universo creado por este autor de éxito internacional. Este es el regalo de Carlos Ruiz Zafón por Sant Jordi y el día del Libro.

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Había comprendido entonces que ya no le importaba el pago, pues su inmortalidad sería consecuencia de la creación de aquella prodigiosa biblioteca y no de una supuesta poción mágica de leyenda. El emperador, paciente pero preocupado, le recordaba que el asedio final de los otomanos estaba próximo y que no había tiempo que perder. Finalmente, cuando Edmond de Luna dio con la solución al gran rompecabezas, ya era tarde. Las tropas de Mehmed II el Conquistador habían cercado Constantinopla. El fin de la ciudad, y del imperio, era inminente. El emperador recibió los planos de Edmond maravillado, pero comprendió que nunca podría construir el laberinto bajo la ciudad que llevaba su nombre. Pidió entonces a Edmond que intentase eludir el cerco junto con tantos otros artistas y pensadores que habrían de partir rumbo a Italia. "Sé que encontrará el lugar idóneo para construir el laberinto, amigo mío". En agradecimiento, el emperador le entregó el frasco con la sangre del último dragón, pero una sombra de inquietud nublaba su rostro al hacerlo. "Cuando le ofrecí este don, apelé a la codicia de la mente para tentarle, amigo mío. Quiero que acepte también este humilde amuleto, que tal vez algún día apelará a la sabiduría de su alma si el precio de la ambición es demasiado alto..." El emperador se desprendió de una medalla que llevaba al cuello y se la tendió. El colgante no contenía oro ni joyas, apenas una pequeña piedra que parecía un simple grano de arena. "El hombre que me la entregó me dijo que era una lágrima de Cristo". Edmond frunció el ceño. "Sé que no es usted hombre de fe, Edmond, pero la fe se encuentra cuando no se busca y llegará el día en que sea su corazón, no su mente, el que anhele la purificación del alma". Edmond no quiso contrariar al emperador y se colocó la insignificante medalla al cuello. Sin más equipaje que el plano de su laberinto y el frasco escarlata, partió aquella misma noche. Constantinopla y el imperio caerían poco después tras un cruento asedio mientras Edmond surcaba el Mediterráneo en busca de la ciudad que había dejado en su juventud. Navegaba junto a unos mercenarios que le habían ofrecido pasaje tomándolo por un rico mercader a quien aligerar de su bolsa una vez en alta mar. Cuando descubrieron que no portaba riqueza alguna, quisieron echarlo por la borda, pero él les persuadió para que le permitiesen seguir a bordo contándoles algunas de sus aventuras a modo de Scherezade. El truco consistía en dejarles siempre con la miel en los labios, le había enseñado un sabio narrador en Damasco. "Te odiarán por ello, pero te desearán aún más". A ratos libres empezó a escribir sus experiencias en un cuaderno. Para vedarlo de la mirada indiscreta de aquellos piratas, lo compuso en persa, una lengua prodigiosa que había aprendido durante sus años en la antigua Babilonia. A media travesía se toparon con un buque a la deriva sin pasaje ni tripulación. Portaba grandes ánforas de vino que llevaron a bordo y con las que los piratas se emborrachaban todas las noches mientras escuchaban las historias que contaba Edmond, a quien no le permitían probar gota alguna. A los pocos días la tripulación empezó a enfermar y pronto los mercenarios fueron muriendo uno tras otro víctimas del veneno que habían ingerido en el vino robado. Edmond, el único a salvo de aquel destino, los fue metiendo en los sarcófagos que los piratas llevaban en la bodega, fruto del botín de alguno de sus pillajes. Sólo cuando él era el único que quedaba con vida a bordo y temía morir perdido a la deriva en alta mar en la más terrible de las soledades osó abrir el frasco escarlata y olfatear el contenido durante un segundo. Bastó un instante para que vislumbrara el abismo que quería apoderarse de él. Sintió el vapor que reptaba desde el frasco sobre su piel y vio por un segundo sus manos cubrirse de escamas y sus uñas convertirse en garras más afiladas y mortíferas que el más temible de los aceros. Aferró entonces aquel humilde grano de arena que pendía de su cuello y suplicó a un Cristo en el que no creía su salvación. El negro abismo del alma se desvaneció y Edmond respiró de nuevo al ver que sus manos volvían a ser las de un mortal. Selló el frasco de nuevo y se maldijo por su ingenuidad. Supo entonces que el emperador no le había mentido, pero que aquello no era pago ni bendición alguna. Era la llave del infierno.
5

Cuando Sempere acabó de traducir el cuaderno, la primera luz del alba asomaba entre las nubes. Poco después el inquisidor, sin mediar palabra, abandonó la sala y dos centinelas entraron a buscarlo para conducirlo a una celda de la que tuvo la certeza que jamás saldría con vida.

Mientras Sempere daba con sus huesos en la mazmorra, los hombres del gran inquisidor acudían a los restos del naufragio, donde, oculto en un cofre de metal, habían de encontrar el frasco escarlata. Jorge de León los esperaba en la catedral. No habían conseguido encontrar la medalla con la supuesta lágrima de Cristo que aludía el texto de Edmond, pero el inquisidor no tuvo reparo pues sentía que su alma no precisaba de purificación alguna. Con los ojos envenenados de codicia, el inquisidor tomó el frasco escarlata, lo alzó al altar para bendecirlo y, dando gracias a Dios y al infierno por aquel don, ingirió el contenido de un trago. Transcurrieron unos segundos sin que sucediese nada. Entonces, el inquisidor empezó a reír. Los soldados se miraron unos a otros desconcertados preguntándose si Jorge de León habría perdido el juicio. Para la mayoría de ellos, fue el último pensamiento de sus vidas. Vieron como el inquisidor caía de rodillas y una bocanada de viento helado barría la catedral, arrastrando los bancos de madera, derribando figuras y cirios encendidos. Luego escucharon como su piel y sus miembros se quebraban, como entre los aullidos de agonía la voz de Jorge de León se hundía en el rugido de la bestia que emergía de sus carnes, creciendo rápidamente en un amasijo ensangrentado de escamas, garras y alas. Una cola jalonada de aristas cortantes como hachas se extendía en la mayor de las serpientes y cuando la bestia se volvió y les mostró el rostro surcado de colmillos y los ojos encendidos de fuego, apenas tuvieron valor para echar a correr. Las llamas les sorprendieron inmóviles, arrancándoles la carne de los huesos como el vendaval arranca las hojas de un árbol. La bestia desplegó entonces sus alas, y el inquisidor, San Jorge y dragón al tiempo, alzó el vuelo atravesando el gran rosetón de la catedral en una tormenta de cristal y fuego para elevarse sobre los tejados de Barcelona.

6

La bestia sembró el terror durante siete días y siete noches, derribando templos y palacios, incendiando cientos de edificios y despedazando con sus garras las figuras temblorosas que encontraba suplicando misericordia tras arrancar los techos sobre sus cabezas. El dragón carmesí crecía día tras día y devoraba cuanto encontraba a su paso. Los cuerpos desgarrados llovían del cielo y las llamas de su aliento fluían por las calles como un torrente de sangre. Al séptimo día, cuando todos en la ciudad creían que la bestia iba a arrasarla por completo y a aniquilar a todos sus habitantes, una figura solitaria salió a su encuentro. Edmond de Luna, apenas recuperado y cojeando, ascendió las escalinatas que conducían al techo de la catedral. Allí esperó a que el dragón le avistase y viniera a por él. De entre las nubes negras de humo y brasa emergió la bestia en vuelo rasante sobre los tejados de Barcelona. Había crecido tanto que rebasaba ya en tamaño al templo del que había emergido. Edmond de Luna pudo ver su reflejo en aquellos ojos, inmensos como estanques de sangre. La bestia abrió las fauces para engullirlo, volando ahora como una bala de cañón sobre la ciudad y arrancando terrados y torres a su paso. Edmond de Luna extrajo entonces aquel miserable grano de arena que pendía de su cuello y lo apretó en el puño. Recordó las palabras de Constantino y se dijo que la fe le había por fin encontrado y que su muerte era un precio muy pequeño para purificar el alma negra de la bestia, que no era sino la de todos los hombres. Alzó así el puño que asía la lágrima de Cristo, cerró los ojos y se ofreció. Las fauces lo engulleron a la velocidad del viento y el dragón se elevó en lo alto, escalando las nubes. Quienes recuerdan aquel día dicen que el cielo se abrió en dos y que un gran resplandor prendió el firmamento. La bestia quedó envuelta en las llamas que resbalaban entre sus colmillos y el batir de sus alas proyectó una gran rosa de fuego que cubrió totalmente la ciudad. Se hizo entonces el silencio y cuando volvieron a abrir los ojos, el cielo se había cubierto como en la noche más cerrada y una lenta lluvia de copos de ceniza brillante se precipitó desde lo más alto, cubriendo las calles, las ruinas quemadas y la ciudad de tumbas, templos y palacios con un manto blanco que se deshacía al tacto y que olía a fuego y maldición.

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