Alberto Vázquez-Figueroa - Bora Bora

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Vázquez-Figueroa, en esta espectacular novela, logra exponer un convincente retrato de la cultura polinesia. La trama se desarrolla en una pequeña isla del Pacífico Sur la cual se ve salvajemente invadida por naves provenientes de un islote oceánico. Tras causar muerte y destrucción, la princesa se ve secuestrada por estos invasores llevándola mar adentro. Al compás de un dinámico relato, los habitantes supervivientes deciden emprender la persecución a través del océano buscando venganza…

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— Siempre has sido fuerte — le hizo notar el «Navegante Mayor» sin poder evitar una leve sonrisa —. Pero si encajas tu enorme trasero en uno de los cascos, jamás podremos sacarte de allí, o sea que lo mejor que puedes hacer es dedicarte a pescar y a tratar de recordar cuanto sepas sobre «El Infinito Mar de las Infinitas Islas».

— Poco sé — fue la sincera respuesta —. Pero haré cuanto esté en mi mano por refrescarme la memoria.

Por desgracia, aquel grasiento gigantón era ya un hombre agotado al que la excesiva gula parecía haber hecho perder las prodigiosas facultades que hicieran de él, muchos años atrás, el «oripo» más respetado de las islas, al que venían a consultar desde Rairatea e incluso la lejana Tahití sobre cuanto se refiriese a la historia de los antepasados comunes, acciones de guerra, o árboles genealógicos.

Su portentosa memoria le había convertido de igual modo en uno de los más fiables consultores sobre estrellas y constelaciones, pero podía llegar a creerse que su desmedida afición a comer como un cerdo y atiborrarse de toda clase de bebidas fermentadas había acabado por embotarle cuerpo y mente, hasta el punto de que sus ahora vacilantes respuestas comenzaban a ser puestas con frecuencia en entredicho.

El tiempo que llevaba a bordo de una nave en la que no podía dar sus diarios paseos en los que recorría bamboleante la totalidad del perímetro de la isla, parecía haber precipitado su decadencia, pasando a convertirse de una casi imprescindible ayuda, a una muy pesada carga.

El hecho de que hubiesen alcanzado la noche antes las fronteras del fatídico «Quinto Círculo» lo relegaba además a la función de trasto inútil respecto a posibles consultas sobre el «Compás de Estrellas», dado que en aquel punto geométrico — casi a caballo sobre la línea del ecuador — el paisaje celeste comenzaba a variar radicalmente.

También a «Miti Matái» le afectaba de forma notable el cambio de hemisferio, puesto que de su vista habían ido desapareciendo los «Avei'á» que tan bien conocía, y nuevas constelaciones sobre las que sabía muy poco se adueñaban noche tras noche de la bóveda del cielo.

— ¿Qué he de hacer ahora? — quiso saber el desconcertado Tapú Tetuanúi, al que se le antojaba absurdo observar a unas estrellas que de poco le servirían ya —. ¿Continúo estudiándolas o espero a que regresemos al «Cuarto Círculo»?

— Espera a que volvamos, si es que volvemos — le replicó con calma el «Navegante Mayor» —. Ahora de lo único que tenemos que preocuparnos es de encontrar la forma de regresar a este mismo punto. Si ésta ha sido nuestra puerta de salida, ésta deberá ser nuestra puerta de entrada.

El resto del día, con un mar que semejaba una versión infinita de la laguna de Bora Bora, pues ni la más minúscula ola ni un soplo de viento alteraba su superficie, transcurrió en absoluta calma y casi absoluto silencio, pues se podría pensar que aquella treintena de hombres y mujeres necesitaban ese silencio para hacerse a la idea de que acababan de atravesar el umbral de lo desconocido.

El mar seguía siendo el mismo, pacífico y amable, pero el cielo era ya otro, y para los navegantes de una isla polinésica, ese cielo tenía mucha más importancia que el propio mar o la propia tierra.

Por si todo ello no bastara, esa misma noche ocurrió algo que acabó de impresionarles, pues de improviso, y cuando una luna en creciente que no bastaba para romper por completo las tinieblas se había alzado apenas sobre la línea del horizonte, dos brillantes luces hicieron su aparición surgiendo de levante, y se fueron aproximando hasta rebasarles a poco más de media milla por la banda de estribor.

Eran como los ojos de un monstruo de los más profundos abismos, pero aguzando la vista, los tripulantes del Marara , llegaron a la conclusión de que no se trataba de una bestia marina, sino de la más gigantesca y extraña nave que hubieran visto nunca, puesto que calcularon que debía tener más de cincuenta metros de eslora por seis de puntal, coronada por altísimos palos de los que colgaban enormes velas blancas que parecían montañas capaces de atrapar hasta el menor hálito de viento que pudiese soplar sobre el océano.

¿Qué embarcación era aquélla — si es que se trataba de una embarcación — y qué clase de gigantes la tripularían?

Por supuesto nadie a bordo del catamarán había visto — ni tan siquiera había oído hablar — de la existencia de semejante tipo de embarcación, y aunque algunos sostuvieron que se trataba de una simple alucinación o un efecto óptico, «Miti Matái» concluyó por ordenar al «Hombre-Memoria» que registrase el hecho de que un inmenso buque de origen desconocido les había sobrepasado limpiamente a poco de penetrar en el «Quinto Círculo».

El desconcertante episodio quedó inscrito de igual modo al día siguiente sobre la piel del vientre de Vetea Pitó, cuyo cuerpo comenzaba a aparecer ya cubierto de complejos tatuajes que se suponía que les habrían de servir para encontrar el camino de regreso a casa cuando llegara el momento de virar en redondo.

El más negro pesimismo se adueñó por aquel entonces del «Pez Volador», y aunque nadie se atrevió a mencionar siquiera la posibilidad de retornar a Bora Bora, en el ánimo de algunos anidaba la idea de que la tarea que se habían propuesto rebasaba con mucho sus posibilidades de victoria.

Las «Pahí-Vahínes» se esforzaban por hacer lo más agradable posible la vida de los hombres, cantando, bailando y esmerándose a la hora de convertir las cenas en auténticos banquetes, y a los postres el «Hombre-Memoria» solía contar viejas historias en las que procuraba hacer hincapié sobre las más heroicas hazañas de sus antepasados.

Como si comprendiera que había llegado el momento de levantar el ánimo de su decaída tripulación, el propio «Miti Matái» tomó al fin una tarde la palabra, para hacer un detallado relato del fabuloso viaje que todos los presentes habían estado deseando escuchar de sus labios desde el ya muy lejano día en que lo llevara a cabo.

El día que el anciano rey Matuá comprendió que muy pronto Taaroa lo llamaría a su presencia, decidió que había llegado el momento de abdicar en su hijo Pamáu, por lo que ordenó que se enviaran embajadores a las islas del «Primer Círculo» para que sus dignatarios tuvieran ocasión de acudir a la proclamación, circunstancia que aprovecharían para sellar nuevos lazos de amistad entre pueblos que llevaban años en paz.

— Recuerdo aquella ceremonia — señaló el «oripo» —. Fue muy hermosa y tuve que aprenderme infinidad de nombres nuevos.

— ¡Dichoso tú que la viste…! — replicó «Miti Matái» —. Yo no estuve presente, porque mi padre, que era por aquel entonces «Navegante Mayor» de Bora Bora, recibió el encargo de dirigirse al sur, al archipiélago de las Tubuai, cuyo rey era tío segundo de Pamáu. — Hizo una corta pausa, pues le agradaba que quienes se sentaban a su alrededor tuvieran oportunidad de ir captando hasta el último detalle de la historia —. Recuerdo — añadió al fin — que a mi padre aquel viaje se le antojó terriblemente inoportuno por la época del año y los vientos contrarios, pero como sabido es que la muerte no admite esperas ni depende de viento alguno, nos hicimos a la mar tal como nos habían ordenado.

— El rey murió sin tiempo de ver proclamado a su hijo — confirmó el «Hombre-Memoria» seguro de sí mismo —.

Expiró en el momento justo en que «La Gran Dama Solitaria» hacía su aparición por Punta Matira y fue la estrella que inició su «Avei'á» hacia el paraíso.

— Sí — admitió el «Navegante Mayor» —. Y debió ser esa muerte la que desencadenó todas las fuerzas de los abismos, porque cuando nos encontrábamos navegando por entre las Tubuai, la pequeña isla que acabábamos de dejar a popa estalló de improviso como si el mundo entero se hubiese hecho pedazos, piedras y bolas de fuego cayeron sobre cubierta matando a dos nombres, y a los pocos instantes una ola más alta que el mismísimo monte Otemanu nos alzó sobre su cresta y nos arrastró a tal velocidad, que ni un delfín hubiera conseguido darnos alcance.

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