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Alberto Vázquez-Figueroa: Viaje al fin del mundo: Galápagos

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Alberto Vázquez-Figueroa Viaje al fin del mundo: Galápagos

Viaje al fin del mundo: Galápagos: краткое содержание, описание и аннотация

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El protagonista acaba de cumplir 15años, ha terminado el colegio y decide buscar su futuro. Para ello, abandonará el pequeño pueblo de Suecia donde vive con su padre y en el que nunca ocurre nada interesante. Su padre había prometido llevarle a una ciudad más grande, con puerto, donde el hijo podría buscar empleo en un barc o, como hizo él cuando era joven. Pero de Estocolmo llega una carta. En ella se desvela el lugar donde vive la madre de Joel, que lo abandonó siendo un bebé. Es éste también un poderoso motivo para hacer las maletas y dar un gran salto hacia la edad adulta y encontrar nuevas experiencias. El mundo interior (con sus dudas, inseguridades, esperanzas o sueños) del joven Joel queda poderosamente reflejado, y sólo la naturaleza (con sus bosques, nieve o estrellas) le sirve de contraste, o de acompañamiento, cuando tiene que afrontar algún problema.

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Resultaba extraño que estos animales — eminentemente acuáticos — necesitasen que se les salvara, ante mi incredulidad, el doctor me indicó:

— Ha de tener en cuenta que ni unos ni o son totalmente acuáticos. Son animales de respiración pulmonar, que se sumergen o nadan para cazar, pero que no tardan en regresar a la orilla. Sin embargo, fue tal la cantidad de agua que encontraron de pronto a su alrededor cuando se cerraron las compuertas, que muchos perecieron de miedo, enloquecidos por la presencia de una masa líquida a la que no estaban acostumbrados. A menudo, la distancia hasta tierra firme era de cinco kilómetros, y eso es demasiado para una anaconda o un caimán. Cuando comenzamos a encontrarlos muertos, tuvimos que reemplazar todo nuestro plan de acción.

Éste — al que yo había asistido — era por demás interesante. Muy de mañana, apenas amanecía, las piraguas y las lanchas motoras se lanzaban al lago a la busca de animales en apuros, o iban a sacarlos — contra su voluntad — de pequeñas islas en las que, momentáneamente, se encontraban a salvo, pero que estaban condenadas a ser inundadas también. Allí era necesario echar a tierra a los perros rastreadores para que empujaran a los animales al agua, donde resultaba más fácil su captura. A los monos, los perezosos e incluso los puerco espínes y felinos había que hacerlos bajar de los árboles y era raro el cazador que no presenta, en alguna parte su cuerpo las marcas de los dientes de un mono indignado.

Más peligroso resultaba el trato con las serpientes de las que se salvaron casi mil aunque entre ellas no había más que unas cien auténticamente venenosas. Se salvaron también unas cinco mil tortugas de tierra a las que en Venezuela llaman morrocoyes, y unos quinientos puercoespines. Resulta instructivo destacar que se respeto a todas las especies, beneficiosas o no, porque de lo que se trataba era de conservar la fauna aborigen en toda su pureza, sin discriminaciones sobre su conveniencia.

El destino de estos animales fue muy variado. La mayoría fueron a parar — después de un breve descanso para que se les pasase el susto — a la gran isla Coroima, que con sus 1500 Ha ofrece terreno y alimento más que suficientes. Otros marcharon a Parques Zoológicos, y las serpientes venenosas se dedicaron a la producción de sueros antiofídicos.

La «Operación Rescate» — según mis informaciones — bastante cara, ya que se emplearon en ella todos los medios necesarios, desde una flotilla de embarcaciones hasta helicópteros. El resultado mereció la pena y, por una vez el hombre demostró que también es capaz de respetar a la Naturaleza.

Por lo que a mí se refiere, me alegró comprobar que los venezolanos no escatimaban su dinero a la hora de emprender una «Operación» que tenía muchos puntos de contacto con la que estábamos proyectando,

Al día siguiente, una avioneta monomotor, pilotada por un veterano de las Guayanas, Pedro Valverde, nos trasladó en veinte minutos de vuelo al «Hato Masobrio», antiguas tierras ganaderas que la Corporación de la Guayana compró porque parte de ellas habían de quedar sumergidas por las aguas de la presa del Guri.

Los animales que se traigan de África tienen asegurados aquí, agua y pastos, en esta Gran Sabana que — a una altitud de entre 1.200 y 1.500 m — se extiende a todo lo largo de la orilla derecha del Orinoco.

Estos paisajes son de extraordinaria paz y belleza y aparecen salpicados de continuo por la presencia de altas palmeras moriche que le dan un aspecto paradisíaco; están surcados por innumerables ríos, muchos de los cuales arrastran oro y diamantes. Son tierras semidesiertas, pues no albergan más de un 3 % de la población total de Venezuela, formada en su mayor parte por caucheros, aventureros, buscadores de oro y diamantes, y algunas familias de indios nómadas, en su mayoría pacíficos, que viven de la pesca y de la caza.

Las aguas de estos ríos — que fueron en su tiempo extraordinariamente ricas en vida — se encuentran hoy despobladas debido a la costumbre de los indios emplear un veneno llamado «barbasco», extraído del jugo de ciertas plantas y que tiene la propiedad de atontar a los peces haciéndolos subir a la superficie, donde son fácilmente capturados.

Pese a ello, abundan las feroces pirañas, las anguilas eléctricas, las temibles rayas de dolorosa picadura y un curioso pez, privativo de estas regiones, llamado «cuatro ojos», cuyo único pariente, la blenia, encontraría más tarde en las Galápagos. El «cuatro ojos» debe su nombre a que, tanto su córnea como su retina, se encuentran divididas en dos: una parte superior y otra inferior, lo que le permite nadar en la superficie, de modo que puede ver perfectamente fuera del agua mientras capta lo que ocurre bajo ella. Busca su alimento en el fondo, y está atento a la presencia enemigos: garzas y patos que puedan llegar de aire.

Otra característica del «cuatro ojos» es que su reproducción es vivípara y la hembra da a luz crías totalmente desarrolladas. La aleta anal del macho se ha transformado de forma que pueda depositar el semen en la hembra y resulta curioso advertir que esta aleta anal de los machos se inclina en el 50 % de los casos hacia la izquierda y en los restantes hacia la derecha, mientras que en las otras lo hace hacia la izquierda. Eso quiere decir que un «cuatro ojos», para llevar a cabo su apareamiento, ha de encontrar una pareja cuyas características sean semejantes a las suyas.

En lo que se refiere a la fauna de estas tierras, podría decirse que es casi tan escasa como la presencia humana. Las aves abundan, especialmente loros y colibríes, junto a algunos tucanes, carpinteros, tangaras y oropéndolas, pero lo cierto es que pueden transcurrir días sin que se encuentre un solo animal — y menos aún animal comestible — en esta Gran Sabana que constituiría. Sin embargo, un magnifico «hábitat» para cientos de especies.

Puede ser que, de tanto en tanto, un puercoespín o un armadillo se cruce en nuestro camino; incluso que nos tropecemos con un oso hormiguero de enorme cola, una anaconda o un solitario jaguar. Más difícil resultará ver algún venado, danta, zorro o báquiro. Junto a los ríos viven chiguires e iguanas, antes muy abundantes, pero que se ven implacablemente perseguidas por los indígenas, que las consideran un bocado exquisito. También en los altos árboles viven colonias de onos, especialmente araguatos, «carablanca», o «viuda negra», pero no son, desde luego, tan abundantes como en la Amazonía.

Ésta es pues, la región a la que espero un día poder trasladar a los animales que hoy se encuentran en peligro de extinción en África, y tal vez no sea ése más que un primer paso en la tarea de repoblar Sudamérica con unas especies que, si bien nunca existieron antes aquí, no hay razón alguna para que no puedan habitarla en un futuro.

Si deseamos que, a mediados del siglo próximo, nuestros descendientes admiren un elefante, una jirafa o un hipopótamo, sólo podrán hacerlos trasladándose a las selvas amazónicas o a la Gran Sabana. De otro modo, al paso que vamos, no tendrán más conocimientos de tales animales que el que tenemos ahora nosotros de un dodo o de un mamut.

Concluida la visita al «Hato Masobrio», concluida también, por tanto, la razón de mi estancia en Puerto Ordaz, no pude, pese a ello, resistir a la tentación de recorrer nuevamente aquellos ríos, aquellos campamentos y aquellas selvas por las que había vagabundeado ocho años atrás aquejado por la fiebre del diamante, con el deseo de encontrar otra vez a cuantos amigos había dejado allí, cuando me marché.

Pedro Valverde, el piloto, se mostró encantado con la idea. Aseguró que la avioneta estaba a mi entera disposición para ir a cualquier rincón a que fuera capaz de llevamos, y como en el mundo de la Guayana no hay tiempo, prisas ni distancias, decidió iniciar la búsqueda.

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