Tres hombres exhaustos y malheridos, habían conseguido a duras penas ganar la costa, y aparecían tumbados boca abajo, inconscientes y sangrantes, sobre una minúscula playa de piedras. Cuando, tras la trágica odisea que acababan de vivir y en la que habían estado a punto de perecer, viendo además cómo se ahogaban sus restantes compañeros, consiguieron al fin abrir los ojos, fue para descubrir, horrorizados, que habían sido fuertemente maniatados y se encontraban en poder del más abominable y repugnante de los seres humanos.
Uno de ellos, mayordomo de a bordo, no tuvo siquiera oportunidad de comprender qué era lo que le había sucedido, porque expiró allí mismo a causa de la pérdida de sangre, pero los dos restantes fueron conducidos por la fuerza a lugar seguro. Más tarde, Oberlus fue en busca de Sebastián Mendoza y el noruego Knut, a los que obligó a desembarcar cuanto pudiera serle de utilidad de los restos del naufragado Madeleine .
En la camareta del capitán había encontrado dos pistolas y buena cantidad de pólvora y municiones, y eso constituyó, sin duda, el mayor tesoro que hubiera poseído a lo largo de su vida, mucho mayor para él, desde luego, que el pequeño cofre repleto de perlas y pesados doblones que descubrió empotrado en un mamparo, detrás de un mapa de Francia.
Hizo que sus «esclavos» trasladaran los sacos de té, las sedas y los útiles de a bordo a una de las cuevas grandes de la cañada, y los días sucesivos les obligó a desarmar pieza por pieza los restos de la maltrecha nave, sacando a tierra los trozos que pudieran serle de utilidad y permitiendo que el mar se llevara lo demás.
Una semana más tarde nadie hubiera podido imaginar que en aquel lugar hubiera naufragado algún día una hermosa fragata, y que sus dos únicos supervivientes hubieran pasado a convertirse en esclavos encadenados que vagaban por la isla con prohibición absoluta de aproximarse a menos de trescientos metros, del noruego o el chileno.
Oberlus se mostró muy estricto a ese respecto. Reunió a los cuatro, mostró sus pesadas pistolas aclarando desde el primer momento quién era el único dueño de la fuerza en aquella isla, y sentenció en un tono que no permitía apelación alguna:
— Si os sorprendo juntos, echaré a suertes, mataré a uno, y a los restantes les cortaré dos dedos… ¡Tú…! Enseña a los franceses los que te faltan… — aguardó a que Mendoza alzara la mano mostrando sus falanges amputadas, y añadió en el mismo tono —: Yo nunca amenazo en balde. Y nunca dejo de cumplir lo que prometo… El que me obedezca vivirá en paz; el que se crea demasiado listo, se arrepentirá de haber nacido.
Aguardó a que uno de los franceses, que hablaba castellano, tradujera sus palabras a su compañero, y luego marcó una imaginaria línea que iba, de la alta roca que le servía de atalaya, al centro exacto de la bahía del norte:
— Esa es la frontera que no podéis cruzar, ni los franceses a un lado, ni vosotros al otro… El que se arriesgue, pierde la vida… — mostró luego la campana del Madeleine , que había colgado de la rama de un arbusto —. Cuando la haga sonar os quiero aquí de inmediato… — añadió —. Y al que llegue el último, le daré diez latigazos… ¿Queda claro?
— Lo que está haciendo es rapto y piratería… — le hizo notar Dominique Lassá, el francés que hablaba español —. Y eso, según las leyes del mar, está castigado con la horca…
Su raptor no pudo evitar una divertida sonrisa:
— ¿Y quién me va a ahorcar…? ¿Tú por casualidad…? Las leyes del mar no rigen aquí. Aquí únicamente cuenta la ley de Oberlus, y lo que yo diga está bien, y lo que opine cualquier otro, está mal… ¿Quieres que te lo demuestre…?
El interpelado lanzó una ojeada a los muñones de Sebastián Mendoza, y negó con un gesto mientras Oberlus asentía satisfecho por su actitud:
— ¡Eso está mejor…! — exclamó —.Los franceses tenéis fama de buenos cocineros… ¿Tú lo eres…?
Lassá señaló a su compañero:
— Él es mejor.
— Bien… En ese caso, dile que se ocupará de la cocina, tú le abastecerás de carne y pesca, Sebastián cuidará de los bancales de cultivo y los aljibes, y el tonto noruego le ayudará en lo que necesite y recogerá lo que el mar arroje a tierra… — señaló al segundo francés —. ¿Cómo se llama?
— Georges… — replicó Dominique Lassá.
— De acuerdo… — puntualizó la Iguana Oberlus —. Dile a tu amigo Georges que le haré probar cuanto pretenda hacerme comer para que no se le ocurra tratar de envenenarme… Y no creo que haga falta que os aclare que cualquier tipo de atentado contra mi persona será castigado, de inmediato, con la muerte… — hizo un gesto de despedida —. Y ahora marchaos… ¡A trabajar…!
Permitió que se alejaran apenas doscientos metros, y, alzando la mano, tomó la cuerda de la campana y la hizo repicar con insistencia.
Tropezando y cayendo a causa de las cortas cadenas que unían sus pies, los cuatro hombres acudieron a toda prisa en una tragicómica carrera en la que saltaban con los pies juntos e incluso gateaban, y Oberlus tomó uno de los látigos que había salvado de la fragata y señaló al noruego que había sido el último en llegar.
— ¡Túmbate en el suelo…! — ordenó con un gesto autoritario que el otro comprendió de inmediato —. ¡Rápido…!
Le descargó los diez latigazos prometidos, e indicó a Mendoza que le ayudara a ponerse en pie:
— La próxima vez daré más fuerte… — señaló —. Puedo azotar muy fuerte cuando me lo propongo… Lo de hoy no ha sido más que una advertencia… ¡Fuera…!
Cabizbajos y silenciosos, rumiando su miedo, su dolor y su ira, los cuatro hombres se alejaron en direcciones opuestas.
La Iguana Oberlus los observó mientras se perdían entre los arbustos, sacó una vieja cachimba renegrida, probable regalo de su esposa a un difunto tripulante del Madeleine , y la encendió muy despacio exhalando, satisfecho, una espesa nube de humo.
Era el amo.
El amo absoluto, y lo sabía.
— ¿Qué haces?
Había surgido de improviso a su lado, naciendo, como siempre, de la nada y en absoluto silencio, como una sombra sin cuerpo, y Dominique Lassá dio un respingo aterrorizado.
— Estoy escribiendo.
— ¿Sabes escribir…? — se sorprendió la Iguana .
— Si no supiera, no escribiría… — fue la lógica respuesta —. Yo llevaba el Diario de a bordo del barco.
— Eso lo hace siempre el capitán… Son los capitanes los que saben escribir.
— El capitán prefería que lo hiciera yo, porque mi letra era mejor que la suya…
— ¿Es ése el Diario de a bordo?
— No. Es mi propio diario… Lo encontré entre las cosas que el noruego y Sebastián bajaron a tierra… Algunas páginas se han mojado, pero aún sirve.
Oberlus extendió la mano, tomó el libro, grueso y pesado, encuadernado en una sobada piel oscura, y lo hizo girar entre sus manos abriéndolo, estudiando la letra menuda y de perfecta caligrafía, y las páginas que quedaban en blanco.
— No sé leer… — admitió al fin devolviéndoselo —. Nadie quiso enseñarme nunca.
El otro no respondió, cerró el pesado libro colocándolo a sus espaldas, como si se tratara de un preciado tesoro que pudieran arrebatarle, y observó, tratando de vencer su repulsión, al hombre que se había sentado frente a él, y que contemplaba ausente el mar que se extendía, indescriptiblemente tranquilo, de color plomizo, como un bruñido espejo sin la más leve mancha, hasta perderse de vista en la distancia.
— Tampoco me hubiera servido de nada saber leer… — comentó Oberlus al cabo de un largo rato —. De nada… Aunque me hubiera convertido en el hombre más sabio del mundo, seguiría teniendo este mismo rostro, y todos me hubieran rechazado de igual modo… — le miró de frente —. ¿Para qué sirve leer?
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