El escondite de Asdrúbal era un secreto bien guardado, pero Abel no se hacía demasiadas ilusiones, y presumía que, por la rapidez ton que su hijo había desaparecido aquella noche y por la antigua afinidad de los Perdomo con la Isla de Lobos, algunos podrían sospechar que el fugitivo hubiera encontrado refugio allí, a la vista de todos, en el único lugar que podía distinguirse desde cualquier punto de Playa Blanca a cualquier hora del día o de la noche.
— Tiene que irse… — seсaló cuando la familia se reunió poco después en torno a la mesa de la cocina, agradeciendo el café fuerte y caliente que Aurelia acababa de preparar—. Por muy al fondo del aljibe que se esconda si esos cerdos van a buscarle al faro acabarán por encontrarlo… Tiene que irse… — repitió, y luego se volvió decidido hacia Yaiza—. Y tú también.
— ¿Por qué yo?
— Porque tarde o temprano tú serás su objetivo… Yalo han dicho, y saben bien que es en ti donde más daсo pueden hacernos… Rufo Guerra me debe un favor, y aunque esos favores no se cobran, no dudará en pagármelo escondiéndote. A su casa nadie irá a buscarte y a ti no te persigue la justicia…
— ¿Y Asdrúbal?
— El es un hombre… En Timanfaya aguantará hasta que algún barco amigo lo saque de la isla… Si llega a las pesquerías de Mauritania puede pasar al Senegal y encontrar la forma de embarcar hacia América… — Hizo una pausa—. Al fin y al cabo, muchos han emigrado tan sólo para matar el hambre… Algunos incluso han hecho allí fortuna… — Bebió calmosamente un sorbo de café y concluyó—. Tal vez sea ése su destino.
— Quizá yo debería irme a América también… — musitó Yaiza quedamente—. Aquí ya nunca podré vivir en paz.
— Perder dos hijos de golpe es demasiado… — seсaló Aurelia en idéntico tono—. Y marcharte sería como aceptar que alguna culpa tienes en lo ocurrido, y eso no es cierto—. Le acomodó el cabello apartándoselo de la cara, tal como venía haciendo desde que era niсa, y le acarició luego levemente la mejilla—. Estoy de acuerdo con tu padre en que te alejes un tiempo, pero luego volverás a casa, con tu familia, para que todo sea lo mismo.
— Nada será nunca lo mismo, madre, y tú lo sabes — replicó la muchacha—. ¡Díselo, padre…¡Dile que no sueсe!; que su familia se ha deshecho por mi culpa, y jamás volverá a recomponerse…
— ¿Por qué por tu culpa, hija…? Yo sé que no tienes culpa alguna.
— Si aquella noche me hubiera quedado quieta y callada en lugar de cantar y bailar como una idiota, nada habría ocurrido.
— Tú hacías lo que hacen todas las chicas de tu edad, y ellos hubieran actuado de igual modo por muy en silencio que estuvieras… — La voz de Aurelia Perdomo sonaba más bronca y severa que de costumbre—. Es hora de que empieces a dejar de avergonzarte por tener el cuerpo que tienes. Si Dios te lo ha dado, no te queda más que agradecérselo y sentirte feliz por ser dueсa de algo que cualquier mujer quisiera para sí. Deja de andar encorvada como si tuvieras chepa; deja de mirar al suelo como si fueras bizca. Tú no tienes la culpa de que las demás sean esmirriadas, gordas, narigudas, o cabezonas… Yo te hice así, y quiero que te sientas orgullosa por ello.
— No es fácil.
— Te aseguro que más difícil debe de ser andar tullida y con nariz de bruja como Asumpta… — Agitó la cabeza con gesto de fastidio, como si le molestase continuar hablando de aquel tema—. Bastantes problemas tenemos para que nos vengas encima con monsergas.
— Lo siento, madre.
— ¡Pues deja de sentirlo y empieza a comportarte como una auténtica mujer! A tu edad, mi madre ya se había casado, y un aсo más tarde ya me había parido y casi se había muerto en el intento.
— «Si ése es el ejemplo que le pones, no creo que le queden muchas ganas de ser mujer», — sentenció Sebastián que se había limitado a ser testigo de la conversación—. Pero de todas formas, tienes razón…: las cosas están difíciles y van a complicarse aún más, por lo que va siendo hora de olvidar cuanto no sea encontrar solución al principal problema…: ¿Cómo vamos a sacarla de aquí sin que lo adviertan?
— Como lo hemos hecho todo en esta vida, desde que yo recuerde… — le replicó su padre—. ¿Qué hora es?
— Las dos y veinte.
Abel Perdomo salió a la puerta de la cocina y estudió el cielo y el estado de la mar. Necesitó tan sólo un minuto y, volviéndose, seсaló:
— Sobre las cuatro entrará viento del Nordeste… Prepara tus cosas, Yaiza. Y tú, Aurelia, un saco de comida y un garrafón de agua… Las luces apagadas y en silencio… Sebastián, ven a echarme una mano…
Una hora más tarde, cuando el pueblo dormía nuevamente, y antes de que los hombres, cansados por la agitada noche, comenzaran a pensar en saltar de la cama para salir a la pesca, tres sombras recorrieron furtivamente los diez metros que separaban la puerta de la cocina de la orilla del agua, y comenzaron a nadar muy suavemente y en silencio empujando una tosca balsa hecha con corchos y garrafas vacías.
Resultaba imposible que nadie pudiera verlos por mucho que aguzara la vista y atento que estuviera, pues la luna era apenas un descuido en un cielo contagiado de estrellas que no permitían distinguir nada a cinco pasos de distancia.
Incluso a ellos mismos le costó un gran esfuerzo descubrir la silueta del «Isla de Lobos» fondeado a unos trescientos metros de la costa, y a punto estuvieron de pasarse de largo y adentrarse nadando en el Canal de la Bocaina, de no haber sido porque Yaiza tuvo la impresión de que el abuelo Ezequiel la llamaba a sotavento.
— ¡Hacia allí…! —susurró quedamente, y corrigieron el rumbo de modo que a los cinco minutos se encontraban a bordo, tiritando y castaсeteando los dientes.
— ¡Suelta el cabo de la boya, y deja que el barco caiga solo…! — musitó Abel Perdomo aproximando mucho la boca al oído de su hijo—. La marea nos sacará hacia el Canal y a media milla podremos izar el trapo sin miedo a que nos vean… ¡Sécate y baja a por los foques! — ordenó luego a la muchacha—. Conviene tener todo el velamen preparado.
Los «Maradentro» conocían bien su mar, su barco y sus mareas, y quince minutos más tarde la goleta enfilaba directamente hacia la intermitente luz del faro de Isla de Lobos empopados por un viento que comenzaba a desperezarse alegremente, despertando a la mar, los barcos y los pescadores que aún permanecían en sus camas.
El navío crujía y susurraba feliz de cortar las olas y sentir la tensión de las velas presionando sobre sus viejos palos, porque era una embarcación que había surcado un millar de veces aquel ancho Canal de la Bocaina y parecía saludar personalmente a cada roca del fondo que le devolvía el eco de su paso como si en verdad se tratara de antiguos conocidos.
Ni la más leve luz alumbraba en cubierta, y el «Isla de Lobos» semejaba un buque fantasma, puesto que junto a la proa resplandecía en el agua una leve fosforescencia provocada por miríadas de noctilucas alborotadas, lo que podía hacer sospechar a un observador imaginativo, que las estrellas que se estaban reflejando en la quieta superficie del Océano, se desmenuzaban ante el empuje de la goleta.
Acodada en la borda, observándolas, y con la vista puesta también en el destello del faro que constituía su objetivo, Yaiza Perdomo experimentó de improviso la cercanía de una presencia extraсa y muy amada, y supo que el abuelo Ezequiel navegaba con ellos, aunque esta vez no lo hiciera con la despreocupación y la alegría de otras noches.
Se volvió a mirar pero no pudo verlo, y no le sorprendió porque se había habituado desde niсa al hecho de que los difuntos jamás se le mostrasen cuando se hallaba plenamente consciente, sino más bien en aquellos momentos que precedían al sueсo y en los que tan difícil le resultaba fijar los límites de lo real y lo ficticio.
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