— ¿Supones que intentan recuperar a la princesa Tunguragua?
— No soy quién para opinar sobre esos temas, mi señor.
— Pero ahora soy yo quien te ordena que opines.
— En ese caso admitiré que entra dentro de lo posible, mi señor, aunque cuesta trabajo admitir que un general de los ejércitos imperiales se atreva a cometer semejante acto de insubordinación.
— Me temo que quien lo comete no es el general, sino el padre, pero para el caso es lo mismo. Que los busquen y me los traigan. Vivos o muertos.
— Se hará como ordenas, mi señor.
La reina Alia no demostró por el contrario la más mínima sorpresa cuando su hermano le puso al corriente de lo que había sucedido.
— Me lo temía… — se limitó a comentar.
— ¿Te lo temías y no me has advertido? — repitió el desconcertado Emperador—. ¡No puedo creerlo!
— Conociendo como conoces a Sangay Chimé, debiste comprender que a la larga no se resignaría a perder a su hija. Yo hubiera hecho lo mismo.
— ¿Contraviniendo todas las leyes?
— ¿Acaso aún no has entendido que las leyes de la naturaleza son siempre más fuertes que las de los hombres? — señaló ella con acritud—. Opines lo que opines, ninguna «razón de Estado» superará nunca las razones de una madre que no está dispuesta a consentir que su hija sea enterrada en vida por complacer a un dios vengativo, por más que ese dios sea el mismísimo Pachacamac. Si mi hijo llega a nacer y alguien intentara arrebatármelo, le sacarla los ojos y le comería el hígado. — Le miró de frente, desafiante—. ¿Acaso tú no? — quiso saber.
El Inca tardó en responder, pero al fin asintió muy a su pesar.
— Supongo que sí —dijo.
— Entonces… ¿de qué te sorprendes? Has consentido que se cometa un terrible acto de injusticia, y no puedes aferrarte a la idea de que tú eres quien dicta lo que es o no justo. Si has hecho algo mal, tienes que resignarte a aceptar que alguien no esté dispuesto a pagar por tu error.
— ¿Acaso olvidas que soy el Emperador?
— ¿Y acaso tú olvidas que son tus súbditos y que tu primera obligación es cuidar de ellos? Para todo existe un límite, y creo que en este caso eres tú el que ha sobrepasado ese límite. Estoy convencida de que tanto Rusti Cayambe como Sangay Chimé hubieran dado su vida por ti. Su vida sí, pero no la de su hija.
— No les exigí que hicieran nada por mí, sino por el futuro del Imperio.
— ¡Bobadas! — se enfureció su esposa—. Pese a todo lo que ese viejo quipu quiera contar, y por muy cierto que sea, la tierra seguirá estremeciéndose con sacrificios humanos o sin sacrificios humanos. Tú lo sabes, yo lo sé y Tupa-Gala lo sabe. Pese a ello has accedido a que se cometa un crimen abominable. — Agitó la cabeza con gesto de profunda preocupación—. Y lo que ahora más me preocupa es el hecho de que tal vez los dioses del amor y la fertilidad se sientan ofendidos y busquen venganza.
— ¿Qué quieres decir con eso? — quiso saber el Emperador visiblemente inquieto.
— Que con esta cruel ceremonia hemos convertido la alegría y la felicidad que nos embargaban por el hecho de que los dioses nos hubiesen concedido el maravilloso don de tener un hijo, en negras jornadas de amargura y tristeza, y eso sí que puede acarrearnos gravísimas consecuencias.
— ¿Me estás culpando por ello?
— Sinceramente sí… —replicó ella con toda honradez—. Sinceramente creo que tu obligación era cortarle la cabeza a ese maldito intrigante de la misma forma que tenías que habérsela cortado hace tiempo a todos esos pájaros de mal agüero que prefieren vivir inmersos en un reino de miedo y sombras. Somos hijos del Sol y de la luz, y por lo tanto nuestro deber es amar la vida y no rendir culto a las tinieblas y a la muerte.
— Nunca me habías hablado tan duramente.
— ¡Te equivocas! Lo hago muy a menudo aunque tú no lo adviertas, y lo hago porque te quiero, y porque me duele ver cómo te tambaleas cuando te empeñas en hacer algo que va en contra de tus propias convicciones. — La reina Alia alzó la voz al añadir en tono acusatorio—: Si no querías que se celebrara ese sacrificio, ¿por qué lo has consentido? ¿Qué clase de Emperador eres que permites que sean otros los que gobiernen en tu nombre?
— Soy un Emperador que ante todo intenta proteger a su pueblo, y a su hijo, de las iras de Pachacamac.
— ¡Pues yo no creo en Pachacamac! ¿Me oyes? No creo que exista un dios tan cruel y sanguinario, y si en verdad existiera y lo tuviera delante, le escupiría a la cara.
— ¡Que los cielos nos asistan! — se lamentó su hermano—. ¿Te das cuenta de las barbaridades que estás diciendo?
— De lo que me doy cuenta es de las barbaridades que estás consintiendo. Dos de las personas que más te querían se han visto obligadas a traicionarte, un pueblo que amaba tu sentido de la justicia repudia tanta crueldad, tus más fieles consejeros no se atreven a contradecirte y yo, que te admiro más que a nada, me siento desilusionada… — Lanzó un profundo resoplido de hastío—. ¿Y todo eso por qué?… Porque te preocupa que la tierra tiemble, cuando resulta evidente que la tierra siempre ha temblado y continuará haciéndolo durante los próximos mil años.
— Pero no quiero que lo haga antes de que nazca mi hijo.
La reina Alia se tomó un tiempo para reflexionar sobre lo que iba a decir, dudó de forma harto visible, pero al fin se decidió a sentenciar:
— Evitar los terremotos o las erupciones de los volcanes nunca ha estado en manos de nadie, y si tu hijo no es lo suficientemente fuerte como para soportar un temblor de tierra, más vale que no nazca, porque si algo peor le puede ocurrir al Incario que no tener Emperador, es tener un Emperador demasiado débil.
— Cada día me inquieta y me preocupa más cuanto dices.
— Será porque cada día estás menos convencido de lo que haces — le hizo notar ella—. En el fondo sabes muy bien que yo soy la única persona de este mundo capaz de enfrentarme abiertamente a ti, para hacerte ver la verdad sin tapujos. Te he limpiado el culo demasiadas veces como para tenerte miedo, y uno de tus grandes defectos estriba en que cuando alguien no te demuestra miedo, te desconciertas.
— Pues ya que no puedes demostrar miedo, podrías demostrarme respeto.
— Te lo demuestro cuando te lo mereces, no por costumbre. Eres mi hermano, mi esposo, mi amante y mi Emperador, pero nada de eso me convierte en tu esclava.
— Mi gran problema ha sido siempre haber nacido en segundo lugar… — se lamentó casi cómicamente su esposo—. Tenía que haber sido yo quien te educara y no al contrario.
— ¡Peor hubieran ido en ese caso las cosas! — señaló la reina—. ¿Qué piensas hacer ahora?
— No lo sé… —fue la honrada respuesta—. La huida de Rusti Cayambe y Sangay Chimé ha echado por tierra mis planes…
— ¿Planes?… — repitió ella un tanto confusa—. ¿A qué clase de planes te refieres?
— A que le había pedido a la guardia que retrasase todo lo posible la marcha, con el fin de dar tiempo a que se produjera algún pequeño temblor de tierra. Si eso ocurría, tenían orden de regresar de inmediato con la niña, pero ahora ése es un tema que pasa a un segundo plano. Lo que importa es el hecho de que un general y una princesa han cometido un acto de alta traición, y eso es algo que se castiga con la muerte, y que no puedo, ni debo, pasar por alto.
Tupa-Gala se encontraba al borde de la apoplejía.
A la semana de abandonar el Cuzco no habían avanzado ni la cuarta parte de lo que estaba previsto, con lo que el viaje al Misti ofrecía todo el aspecto de querer eternizarse. Y sabía muy bien, lo había sabido desde el momento en que abandonó el palacio imperial, que el tiempo corría en su contra.
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