Alberto Vázquez-Figueroa - El inca

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El inca: краткое содержание, описание и аннотация

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Esta novela revela las claves de aquel imperio, las leyes de consanguinidad de sus gobernantes considerados descendientes directos del rey Sol y las peculiaridades de aquel sorprendente sistema social que a menudo se situaba al borde del caos y de la destrucción.
Biografía Alberto Vázquez-Figueroa nació en Santa Cruz de Tenerife en 1936. Hasta los dieciséis años vivió en el exilio con su familia entre Marruecos y el Sahara. Cursó estudios de periodismo y en 1962 empezó a trabajar como enviado especial de la revista Destino, de La Vanguardia y más tarde de Televisión Española. Ha visitado centenares de países y fue testigo de excepción de numerosos acontecimientos clave de nuestra historia, entre ellos las guerras y revoluciones de Guinea, Chad, Congo, República Dominicana, Bolivia, Guatemala… Tras una temporada como director cinematográfico se dedicó por completo a la creación literaria. Ha publicado más de cuarenta libros (entre ellos Tuareg, Océano, La ordalía del veneno y Piratas), ha sido traducido a numerosos idiomas y nueve de sus novelas fueron adaptadas al cine. Alberto Vázquez-Figueroa es uno de los autores españoles contemporáneos más leídos en el mundo.

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Aquélla era, sin lugar a dudas, la ocasión idónea para jugárselo el todo por el todo, consciente de que se le ofrecían muy escasas posibilidades de salir convertido en un personaje clave en la vida nacional y muchas de acabar transformado en runantinya .

Evitar ese último destino tenía sin embargo una fácil solución: la cápsula de rápido, eficaz e indoloro veneno que llevaba colgada al cuello, y que sabía muy bien que en cuestión de horas pudriría su cadáver, piel incluida, sin dar la oportunidad ni al más hábil de los verdugos de transformarla en tambor.

Lo único que se requería era el valor suficiente para ingerirla en el justo momento en que Pachacamac decidiera traicionarle, despertándose a destiempo.

Si no era así; si su señor decidía convertirse en su aliado, todo el Incario se vería obligado a admitir que le asistía la razón y se habría ganado, indiscutiblemente, un puesto en el Gran Consejo. Una vez en él, encontraría la forma de demostrar que ninguno de aquellos viejos inútiles era digno de calzarle las sandalias.

La princesa Sangay Chimé pidió permiso para ver a su hija, pero le fue formalmente denegado. A lo más que se avino Tupa-Gala fue a aceptar que la fiel nodriza de la niña se hiciera cargo de ella y pudiera acompañarla durante el largo viaje, cuidándola y consolándola hasta en sus últimos momentos. A la vista de ello, la princesa se hundió en una profunda melancolía, acudiendo por último a buscar refugio en algo que en un principio pareció que contribuía a hacer más llevadera su desgracia, pero que a la larga acabada volviéndose contra ella: el abuso de la coca.

Como miembro de la familia real, tenía libre acceso a la verde planta sagrada, por lo que comenzó a masticarla a todas horas, hasta conseguir sumirse en un estado de semiinconsciencia del que no parecía existir forma humana de arrancarla.

Los primeros días, Rusti Cayambe agradeció que la droga aliviara en cierto modo los sufrimientos de su esposa, pero llegó un momento en que comenzó a alarmarse, puesto que la que había sido siempre una mujer entusiasta y vitalista parecía correr el riesgo de convertirse en una especie de muerto viviente. Intentó impedirle el acceso a la coca por todos los medios a su alcance, pero resultó evidente que, en cuanto daba media vuelta, ella encontraba la forma de obligar a sus sumisos esclavos a que se la proporcionaran.

Al fin y al cabo, tanto los esclavos como los sirvientes, como el palacio o cuanto en él había eran suyos, ya que el general Saltamontes, por muy general al mando de diez mil hombres que fuera, poco más que su prestigio personal había podido aportar al matrimonio.

Tomar conciencia de que su única hija iba a ser enterrada en vida en una diminuta cueva de la cima de un picacho nevado, y que su esposa se estaba convirtiendo en una adicta a las drogas, pesaban como una insoportable losa sobre el espíritu de un hombre que había sabido enfrentarse al ardiente desierto, a los rebeldes montañeses, al embravecido mar e incluso a los temidos araucanos , pero que se sentía absolutamente impotente a la hora de hacer frente a tan graves problemas personales. Pusí Pachamú era la única persona de su entorno a la que podía acudir en demanda de consejo, pero lo cierto era que escaso era el aporte de soluciones que su fiel lugarteniente podía proporcionarle.

— Puedo seleccionar un centenar de hombres que darían la vida por ti… — le dijo en cierta ocasión—. Pero no creo que contemos ni tan siquiera con una docena que sean capaces de arriesgarse a afrontar las iras del Emperador. El problema nos ha desbordado a todos.

— Jamás se me pasaría por la mente proponerle a uno solo de mis hombres que hiciera nada que estuviera en contra de los deseos del Inca — sentenció su superior—. Cuando me alisté en el ejército le juré lealtad y cumpliré ese juramento aunque el dolor que siento acabe por matarme.

— ¿Qué puedo hacer por ti?

— Nada, amigo mío. Desgraciadamente, ni tú ni nadie puede hacer nada por aliviar mi pena. No obstante, cuatro días antes de que la gigantesca expedición emprendiera al fin el tortuoso viaje que habría de conducirle a las cumbres del volcán, Pusí Pachamú acudió a visitar a su general para comentarle en voz muy baja, como si temiera que algún siervo indiscreto pudiera estar escuchando:

— ¿Has oído hablar de Xulca?

— ¿Xulca?… ¡En absoluto! ¿Quién es?

— El amante de Tupa-Gala. Un joven sacerdote del que al parecer ese malnacido está locamente enamorado, pero que le ha abandonado, aterrorizado ante lo que está sucediendo.

— ¿Y?…

— El capitán Quisquis le conoce. Los dos son de Huaraz y sus padres eran casi vecinos… — Bajó aún más la voz hasta que resultó casi inaudible al añadir—: Quisquis está convencido de que Xulca ha huido hacia el norte, pero que no se dirigirá a Huaraz, sino a Huanuco, donde vive una hermana de su madre…

— ¿Y qué estás tratando de decirme con eso?

— Que si le pusiéramos la mano encima, tal vez Tupa-Gala se prestase a un acuerdo: su vida por la de Tunguragua.

— ¿Te das cuenta del alcance de lo que me estás proponiendo?

El otro asintió convencido.

— ¡Naturalmente! — replicó—. Te estoy proponiendo cometer un delito severamente castigado por las leyes del Imperio, pero que se me antoja casi una nimiedad en comparación con el delito, amparándose en esas mismas leyes, que está a punto de cometerse en la persona de tu hija.

— Eso no me exime de culpa.

— Tal vez no, pero la justifica, y creo que el Emperador se sentiría muy feliz de pasar el tema por alto si fuese el mismísimo sumo sacerdote de Pachacamac el que de pronto decidiese que ya no resulta imprescindible celebrar ese sacrificio.

— Tienes una mente retorcida.

— Tú me enseñaste a salvar los abismos y evitar los desiertos… — fue la sonriente respuesta—. Cuando un camino se cierra, se abre un atajo que con frecuencia nos puede llevar al mismo punto. Si a Tupa-Gala no se le puede atacar de frente, tenemos que atacarle por la espalda, e incluso un poco más abajo, que es donde se encuentra su verdadero punto débil.

El general Saltamontes meditó sobre cuanto su lugarteniente acababa de proponerle, y pese a que le repugnaba tener que rebajarse a echar mano a semejante tipo de artimañas, la evidencia de que lo que estaba en peligro era la vida de su hija, e incluso tal vez la de su esposa, se impuso, por lo que acabó haciendo un leve gesto de asentimiento.

— Envía a Quisquis y a dos de nuestros fieles a Huanuco. Que comprueben que Xulca está allí, lo mantengan vigilado y me envíen un mensaje a través de los chasquis reales indicando que mi madre se encuentra enferma. Eso me proporcionará una disculpa para salir de Cuzco… — Alzó la mano en señal de advertencia—. Esto no quiere decir que acepte tu idea. Tengo que reflexionar sobre ella con más detenimiento, y es probable que acabe rechazándola, pero si algo he aprendido en el ejército es que conviene buscar alternativas… — Lanzó un profundo resoplido para inquirir al poco—: ¿Debería comentárselo a Sangay Chimé, o tal vez sería perjudicial hacerle concebir esperanzas que a la larga no se cumplan?…

— Eres tú quien la conoce mejor que nadie… — se limitó a replicar su subordinado—. Yo sé muy bien cómo reaccionaría mi mujer, pero no tengo ni idea de cómo lo haría la tuya.

— ¿Pero qué harías si te encontraras en mi situación? — insistió su general.

— Sinceramente, no lo sé —admitió Pusí Pachamú, a quien resultaba más que evidente que el nuevo giro de la conversación le obligaba a sentirse incómodo—. Nos conocemos desde hace mucho tiempo, hemos pasado juntos hambre, peligros y dificultades, en ciertos momentos nos comportamos casi como hermanos, pero vives en un mundo para mí tan extraño como el mismísimo desierto de Atacama… ¿Qué sé yo de cómo piensa una princesa? Mama Quina es una mujer sencilla y obediente, buena esposa y buena madre, a la que si le dijeran que uno de sus hijos va a ser sacrificado a Pachacamac lo aceptaría del mismo modo que aceptaría que lo han matado las fiebres. Así es la vida para ella, tal vez porque de niña no le enseñaron otra cosa. — Se encogió de hombros aceptando su impotencia—. Pero Sangay Chimé desciende de reyes, le enseñaron a pensar desde pequeña, y conoce secretos que se me antojan insondables… ¡No me pidas consejo! — suplicó—. Nada de cuanto diga te serviría de nada. Tras toda una noche en vela, puesto que casi todas sus últimas noches solía pasarlas en vela, Rusti Cayambe llegó a la conclusión de que de momento no valía la pena contarle nada a su mujer sobre el arriesgado y en cierto modo absurdo plan que Pusí Pachamú le había propuesto. No creía que estuviera en condiciones de entender de qué demonios le hablaba, ya que se había sumido en una especie de letargo del que no emergía más que para reclamar otro puñado de hojas de coca que mezclar con un poco de cal y llevarse a la boca.

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