—Éste es, oh, gran señora, el quipu más grande, más antiguo y más completo de cuantos existen en el Incario. Se comenzó, por orden de Sinchiroca, hijo primogénito de nuestro primer Inca, Manco Cápac, y está dedicado en su totalidad a recordar las actividades del dios Pachacamac.
— ¿Únicamente a Pachacamac? — no pudo por menos que asombrarse la reina Alia.
—Únicamente a aquellas erupciones volcánicas o movimientos telúricos que provocaron un número considerable de víctimas o destrucciones dignas de ser tenidas en cuenta, mi señora… — puntualizó el anciano.
— ¡No es posible!
— Lo es, mi señora… Este primer conjunto de nudos sobre el hilo color verde que puedes ver corresponden al gran cataclismo que tuvo lugar durante el mes de las lluvias del séptimo año del tercer Inca, Lloque Yupanqui, y que arrojó, según está perfectamente registrado, un balance de algo más de doscientos mil muertos…
El Emperador alzó el rostro hacia su esposa, advirtió la impresión que la cifra le había causado e indicó con un leve ademán al traductor que continuara con su relato.
Éste asintió, se inclinó, alzó otra de las cuerdas que colgaban, la analizó y al poco señaló:
— Aquí nos encontramos con una detallada referencia a la erupción del «Venenoso», un diminuto picacho perdido en la cordillera central, pero cuyos gases acabaron con todo rastro de vida animal o humana en dos días de marcha a la redonda. Tuvo lugar durante todo el cuarto año del reinado del muy valeroso Mayta Cápac… — El quipu-camayoc hizo una pausa, respiró hondamente, eligió una cuerda negra que en realidad no era más que un amasijo de nudos que se superponían de una forma en apariencia totalmente caótica, pero que para él parecía tener un significado muy claro, y con voz grave añadió—: Lo que ahora te muestro corresponde a una de las peores catástrofes de nuestra historia, y sucedió durante el reinado de Yahuar Inca. Cuenta que en un valle de la región de Cajamarca existía una próspera ciudad cuyos campos regaba un hermoso lago. Una noche, Pachacamac se despertó enfadado, todo se estremeció, y la nieve acumulada en la cima de la montaña se deslizó hasta el lago, cuyas aguas se desbordaron cayendo como una gigantesca ola sobre quienes aún dormían. Ni uno solo de sus habitantes sobrevivió, y la ciudad quedó sumergida para siempre bajo un manto de lodo al que el sol solidificó con el tiempo. En estos momentos no sabemos dónde se encontraba exactamente… La reina guardó silencio unos instantes, y al fin colocó suavemente la mano sobre el hombro de su esposo, que continuaba sentado a sus pies.
— ¿Qué es lo que pretendes con todo esto? — quiso saber.
— Supongo que está muy claro… — fue la tranquila respuesta—. Pretendo que comprendas que nos enfrentamos al peor de los enemigos imaginables: aquel contra el que ninguno de mis antepasados ha logrado triunfar… — Se dirigió ahora directamente al anciano—: ¿Cuántos muertos aparecen registrados en ese quipu a lo largo de nuestra historia? — quiso saber.
— ¿En total? — se alarmó el aludido.
— Aproximadamente…
El buen hombre se esforzó por disimular un gesto que tal vez pretendía indicar que aquélla era una cifra casi imposible de calcular, pero optó por hacer un somero recorrido por cada una de las cuerdas del extraño ábaco en el que se contabilizaban no sólo las cifras, sino también las fechas y los nombres, y por fin masculló no muy convencido:
— Establecer sin lugar a dudas una cantidad exacta me llevaría días de estudio, mi señor, pero muy por encima puedo asegurar que supera los dos millones de muertos.
— ¿Dos millones? — se horrorizó la reina—. ¿Veinte veces los habitantes del Cuzco?
— Algo más, oh, gran señora… La semana próxima podría daros una respuesta definitiva…
— ¡No es necesario! — le atajó el Emperador—. ¡No es necesario! Ahora puedes dejarlo todo y retirarte…
Cuando los tres hombres hubieron abandonado el amplio salón, el Inca se puso en pie, se aproximó al gigantesco quipu hasta casi rozarlo y volviéndose a su esposa inquirió:
¿Entiendes ahora por qué me comporto como lo estoy haciendo? «Aquel que mueve la tierra» no ha respetado a ninguno de mis predecesores, ha hecho siempre lo que le ha venido en gana, y en este mismo instante puede chasquear los dedos y provocar que estos muros se nos vengan encima… ¿Sinceramente crees que estoy en disposición de irritarle mandando matar a su máximo representante entre nosotros?
¿Puedo hacerlo sin que quizá el día de mañana figure en este quipu como el Emperador más insensato de la historia?
— ¡Pero la pobre Tunguragua!..
— La pobre Tunguragua no será más que un diminuto nudo en la más pequeña de las cabuyas que cuelgan de este cabo… — fue la amarga respuesta—. Triste, lo admito, pero no más triste que el destino de esos dos millones de inocentes.
Con esa frase, el Emperador pareció dar por zanjado el tema, permitiendo que a partir del día siguiente comenzase a prepararse la gran expedición que habría de conducir a la pequeña Tórtola hasta la cima del volcán Misti, en el que, según Tupa-Gala, dormía por aquel tiempo su señor. Mil peregrinos deberían acompañarla; hombres y mujeres, soldados y porteadores, músicos y sacerdotes, y entre todos conformarían una larga procesión que recorrería una buena parte del país para que los habitantes de todos aquellos lugares por los que atravesaban pudieran alabar a la princesa, uniendo sus plegarias para que «Aquel que mueve la tierra» tuviera a bien aceptar la ofrenda que se le hacía y consintiera en mantenerse inactivo durante mucho, mucho tiempo. Se eligieron cuidadosamente las más delicadas telas con las que las más hábiles bordadoras confeccionarían las cien hermosas túnicas que la niña habría de lucir durante su largo viaje, y los orfebres trabajaron día y noche con el fin de concluir a tiempo las figuras de oro, plata, cobre y piedras preciosas que Tunguragua ofrecería como presente a Pachacamac.
Los traductores del templo descifraron en los quipus rituales cada detalle de una antigua ceremonia que no se había puesto en práctica durante casi un siglo, y el más afamado perfumista de la corte se encerró en su laboratorio buscando una nueva esencia exclusiva para tan magna ocasión. Pese a que su amadísimo Xulca había huido sin dejar rastro, y el dolor y el pánico conformaban una especie de amarga bola que se aferraba a la boca de su estómago, Tupa-Gala parecía estar viviendo sus horas de máxima gloria, puesto que no paraba de dar órdenes, desarrollando una increíble actividad y revisando personalmente cada detalle de lo que parecía haberse convertido en la culminación de toda una vida dedicada a su iracundo señor.
Tenía plena conciencia de que se había convertido en el personaje más aborrecido del Cuzco, pero cabría imaginar que tal aborrecimiento tenía la extraña virtud de engrandecerle, puesto que siempre había sido uno de esos seres humanos que preferían el odio a la indiferencia. En aquellos momentos estaba ejerciendo un poder casi tiránico sobre cuantos le rodeaban, y a su modo de ver eso era algo por lo que valía la pena arriesgarte incluso a perder la vida a corto plazo. Al fin y al cabo, su vida había llegado a un punto, cercano ya a los cuarenta años, en que su futuro se hubiera limitado a irse convirtiendo día tras día en una especie de vieja momia cada vez más pintarrajeada, juguete en manos de unos jovencísimos amantes que la despreciarían tal como él había llegado a despreciar al anterior sumo sacerdote, y que se resignarían a compartir su lecho porque así lo indicaban las costumbres.
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