Trabajé lo mejor que pude, con la esperanza de ser el relojero de siempre, de haber recuperado la vocación. De golpe me encontré pensando en el largo día por delante. Ahora mismo, después de lo que ha pasado, me cuesta decirlo: tuve miedo de todas esas horas para estar con Diana, al extremo de pedir que llegara pronto la noche, para estar con Adriana María. "Esa por lo menos" -me dije- "es la hermana". Como quien sueña, me figuré abrazándola con ternura; digo como quien sueña, porque la imaginación trabajó sola y me la mostró a Adriana María apretándome de manera francamente desvergonzada, mientras yo sentía tristeza porque no sabían interpretarme. De ahí pasé a extrañar a mi señora. La extrañé de un modo rarísimo, empujado por la curiosidad, por un escrúpulo de observarla mejor, por la enorme esperanza de haberme equivocado, de llorar entre sus brazos, de pedirle perdón, de olvidar todo.
Ni yo mismo me entiendo. Al rato llegó Diana y tuve ganas de escapar. Tal vez pueda explicarme: sin ella, suponía que me bastaba mirarla para salir de mi aflicción y que mis cavilaciones eran la pura malacrianza de un hombre mimado por la suerte; pero al tenerla a mi lado me parecía ver, más allá de su expresión y de su piel, a una forastera.
Me pidió que la acompañara hasta el almacén y a la feria, que esa mañana estaba en Ballivián, para hacer las compras, de acuerdo a una lista preparada por Ceferina. Dije que iba a pasarme el peine; entré en la pieza y me eché al bolsillo el frasquito de las gotas.
Salimos. Le juro que yo miraba las cosas como quien las recuerda. O tal vez como un hombre que se despide.
En el almacén no estaba el patrón. Nos atendió la hija, la causa de nuestro famoso distanciamiento. ¿Qué me dice cómo se ha puesto? Está grande, lindísima, pero al público lo atiende como si le hiciera un favor. Fuimos a la feria y por último pasamos por la farmacia. Con el pretexto de preguntarle a don Francisco si el Systeme Roskopf marchaba como la gente, lo llevé aparte, le mostré el frasquito y le pregunté si esas gotas eran muy fuertes.
Me contestó:
– Un bebé las ingiere sin problemas.
Tomé del brazo a Diana y volvimos a casa; cuando llevó las compras a la cocina, la otra Diana salió a pasear conmigo. Si alguien me vio, habrá pensado que yo estaba loco, porque le garanto que hablaba solo y, si me acordaba, con la perra, para disimular. No sólo para disimular, sino también porque la siento muy apegada. En el fondo, ha de ser la única persona en que me fío plenamente.
Ceferina se asomó al jardín y me llamó a gritos.
Comí sin hambre. Después del almuerzo prolongué a más no poder la conversación, aunque Ceferina y Diana, como siempre cuando están juntas, me tenían en ascuas. Por último Ceferina se puso a baldear y comprendí que llegaba la hora de la siesta.
Mi estado de ánimo cambia continuamente de un tiempo a esta parte. Me dije que no tenía derecho de estar descontento, porque al hombre que le gusta una mujer enteramente, se le puede llamar afortunado. Se lo dije a ella, un poco en broma y un poco por hablar.
– Habrá otras mujeres que no son feas -le aclaré-, como Adriana María, que es igualita, pero no tiene tu alma.
Echó a llorar. Me pareció más linda que nunca y se mostró notablemente cariñosa, al extremo que yo acabé por olvidar mis aprensiones. Después quise dormir, pero Diana retomó el diálogo. No me pregunte qué me dijo, porque no la escuché. A ojos vista me entristecí. Por fuera de lugar que le parezca, yo sentía la contrición del que ha engañado a su mujer. No pude aguantar, salté de la cama, estuve un rato lavándome y con gran apuro me vestí.
– ¿A dónde vas? -preguntó.
– No sé -le dije.
Lo sabía; quiero decir, lo sabíamos.
En la esquina de Acha lo encontré a Picardo, con su traje nuevo. En los momentos peores, la vida parece una representación, con unos pocos monigotes que siempre repiten el mismo número. El de Picardo consiste en salir al paso y detenerlo a uno cuando está más apurado. Esta vez me reservaba una sorpresa.
– El doctor -dijo severamente- está disgustado con vos.
– ¿Qué doctor?
– ¿Qué doctor va a ser? El doctor Rivaroli.
– ¿Se puede saber por qué el doctor Rivaroli está disgustado conmigo?
– No te hagás el inocente. Sacaste a la señora del loquero sin pedirle ayuda. Está dolido.
– Y vos ¿por qué estás de traje nuevo? Explicate.
Agitó los brazos en alto, como para defenderse de un castigo, retrocedió unos metros y se fue corriendo.
Yo también caminé rápidamente, porque me parecía que era indispensable llegar cuanto antes. En el Frenopático me atendió Campolongo. Ante mi insistencia, me hizo pasar al despacho y fue a llamar a Reger Samaniego. Yo pensaba que si Reger venía pronto, sabría cómo hablarle para que no me negara una explicación completa y sincera. Desde luego hubo que esperarlo. Cuando llegó el doctor, ya me sentía nervioso y no recordaba el discursito que había preparado.
Para que usted me entienda, procuraré contar ordenadamente esa entrevista que fue bastante agitada y confusa.
– ¿Qué lo trae por aquí?
– El deseo, la necesidad -traté de serenarme- de preguntarle algo de la mayor importancia para mí.
En su tono machacón respondió:
– Pregunte. Siempre estoy a la entera disposición de mis enfermos.
– Vengo a preguntarle, doctor, por mi Diana. Hablo con ella, la veo trabajar, no tengo quejas, pero francamente no la hallo.
Me dijo:
– No estoy seguro de entenderlo.
– Será muy buena la que me ha devuelto -aclaré-pero, no sé cómo decirle, para mí es otra. ¿Qué le ha hecho, doctor?
El doctor Samaniego escondió su cara de lobo en sus manos, que son enormes y pálidas. Cuando levantó la cara, no sólo parecía cansado, sino aburridísimo de tenerme ahí.
– Hago memoria -dijo-. Yo lo puse en guardia contra dos peligros ¿recuerda? En realidad esos dos peligros están relacionados.
Le confesé que no entendía.
– Yo le previne que iba a extrañar a la mujer neurótica que durante años vivió a su lado. Le di mi clásico ejemplo del caballo del lechero.
– Eso lo recuerdo perfectamente -contesté; traté de mantener la calma y de argumentar-: Pero Diana y el caballo del lechero no es lo mismo.
Creo que marqué un punto a mi favor.
Después me enredé en las explicaciones y Samaniego me atajó.
– Le previne también que muy difícilmente usted tendría la salud necesaria para enfrentar, a diario, a una persona normal. Ahí le recordé el ejemplo de la fruta podrida.
– Mire, doctor, usted me habla por cuentitos y figuras, pero yo le digo lo que siento. Cuando Diana me mira en los ojos, yo pienso algo rarísimo.
– No me pida que enferme a la señora porque el marido está enfermo.
Como soy terco, insistí:
– No, doctor, no le pido eso. Escúcheme: hay algo raro en Diana. Es otra.
El doctor volvió a ocultar la cara entre las manos. De pronto se incorporó, levantó los brazos y me gritó:
– Para que salga de dudas, le voy a sugerir un expediente muy simple. Tómele todas las impresiones digitales que quiera. Después me dirá si es o no es la misma.
– Usted no me entiende. ¿Cómo se imagina que voy a ponerle los dedos a la miseria a la pobrecita?
– Entonces ¿está convencido?
– Le digo la verdad: estoy casi convencido de que es inútil hablar con usted. No tengo más remedio que hablar con ella. Voy a encontrar el modo de arrancarle la verdad.
Reger quedó sumido en un silencio tan largo que me pregunté si no era la clara indicación de que daba por terminada la entrevista. Caminando como sonámbulo, rodeó el escritorio y llegó a la pileta. Creo que pensé que de golpe me daría el gusto de despertarlo en ese estado de ensoñación con alguna palabra irónica sobre el tratamiento que ellos aplicaban. Me parece que en ese momento me clavó la aguja y quedé dormido.
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