Adolfo Casares - Dormir al sol

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El tema de la imposibilidad de la relación amorosa, la inserción de un mundo fantástico en la realidad, la especulación filosófica y el humorismo distanciador son elementos recurrentes en Adolfo Bioy Casares que, en mayor o menor medida, se dan también cita en Dormir al sol. Lucho Bordenave lleva la existencia gris del empleado cesante, dedicado al oficio de relojero, hasta que, de modo un tanto misterioso, internan a su mujer en un `Instituto Frenopático`. A partir de ese momento nos adentramos en una región sin perfiles en que lo real se confunde con lo imaginado, el sueño con la vigilia y la locura con la lucidez. Las peripecias más inusitadas suceden bajo la apariencia de normalidad hasta llegar a las últimas páginas, dominadas por un mundo de pesadilla y culminadas por un desconcertante final.

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– Dejándome con la duda ¿qué ganás?

"Nada" me dije. "Que me cansés y atolondrés con indirectas ¿o no recuerdo lo porfiada que puede ser?". Mientras nos demorábamos en el debate, avanzábamos a la pieza y antes que yo comprendiera el significado de sus actos, empezó a registrar el ropero. Cuando me recuperé del asombro, le grité:

– ¡Es un atropello! ¡No lo voy a permitir! ¡Se da vuelta Diana y ya nadie la respeta!

– ¿Le tenés mucha fe? -preguntó, casi afectuosamente.

– Una fe absoluta -respondí.

– ¿Entonces por qué no dejás que siga? La que va a quedar mal soy yo.

– No lo voy a permitir -repetí, porque no se me ocurría otra cosa. Aunque nadie lo crea, en ocasiones la vieja me confunde. Por ejemplo, lo que dijo a continuación me pareció, por el término de un minuto -el minuto decisivo, por desgracia- inobjetable.

– Si fracaso -declaró con la mayor solemnidad- nunca más digo una palabra contra Diana. ¿Por qué no te das una corridita hasta el portón? Sería molesto que apareciera de golpe.

Corrí hasta el portón, me asomé, volví a la disparada. Estaba tan perturbado que si no me contengo le digo: "No hay moros en la costa". Le grité:

– No sigas.

– Falta poco -aseguró, sin perder la compostura ni interrumpir la busca.

– ¿No comprendés que no hay nada? -le pregunté-. Acabá de una vez.

– Si no encuentro nada ¿quién te va a aguantar?

La salida me hizo gracia; hasta me halagó. Después me pregunté qué estaría buscando con ese ahínco la vieja. Sin dejar ver mi inquietud, repetí:

– Acabá de una vez.

– Quiero dejar todo en orden -dijo, como una persona juiciosa ¿Por qué no te das otra corridita a ver si viene?

Me enojé, porque decía que iba a poner las cosas en orden, pero seguía revolviendo. Le confieso que por mi parte pensé: "Sería desagradable que Diana apareciera de golpe". Corrí de nuevo hasta el portón. Cuando volví al dormitorio, Ceferina agitaba en alto, con aire triunfal, una fotografía. No sentí curiosidad, sino más bien cansancio y miedo. Miedo tal vez de que una inconcebible revelación destruyera todo para siempre.

La vieja tenía la foto agarrada por una esquina; no la soltaba ni me dejaba verla. Por último la mostró. Era una chica, en un parque; una chica de unos veinte años, bastante linda, pero flaca y, yo diría, triste. Me quedé mirándola con una especie de fascinación, que yo mismo no atinaba a explicarme. Por fin reaccioné y pregunté:

– ¿Qué hay con eso?

– ¿Cómo qué hay con eso?

– Claro -dije-. Si fuera un tipo estarías feliz.

Debí de golpearla en un centro muy sensible, porque abrió la boca y volvió a cerrarla sin articular palabra. Se recuperó demasiado pronto.

– ¿A vos te habló de la chica? -preguntó-. A mí no.

– ¿Por qué va a hablar de todo el mundo? A lo mejor es una compañera del Frenopático y no la menciona por una delicadeza y por un respeto que vos no podés entender. O simplemente no quiere acordarse de esos días.

Creo que me anoté un punto. Ceferina aflojó la mano y yo le saqué la fotografía. Vi que el papel estaba despegado y enrollado en el ángulo que la vieja tuvo entre los dedos. Cuidadosamente lo desenrollé, lo estiré sobre el cartón; apareció entonces la inscripción impresa: Recuerdo de la Plaza Irlanda. Me desconcerté un poco.

Oímos los ladridos de la perra y -usted no lo va a creer- nos miramos como dos cómplices. Ceferina tomó la fotografía.

– La dejo donde estaba declaró.

La metió entre las prendas de vestir y con la mayor tranquilidad se puso a arreglar el ropero. Salí a recibir a Diana -me avergüenza decirlo-para que la otra tuviera tiempo. Diana me entregó un paquetito.

– Para vos- dijo.

Se fue a dar agua a la perra. Rumbo a la cocina, apareció la vieja con un aire satisfecho, de lo más ofensivo. Le mostré el paquetito y le dije:

– Mientras yo consentía tus desmanes, Diana me compraba un regalo.

Me contestó por lo bajo:

– No sabemos quién es.

XLV

Cuando abrí el paquetito, descubrí con disgusto que el regalo de Diana era un somnífero. Destempladamente le pregunté:

– ¿Cómo te imaginás que voy a tomar esto?

La verdad es que yo no necesito somníferos y que el hecho me enorgullece.

Insistió:

– Anoche no pegaste los ojos. Tenés que descansar.

Creo que entonces me enojé. Repetí la pregunta:

– ¿Cómo te imaginás que voy a tomar esto? Te garanto que no van a encontrar rastros de droga el día que me hagan la autopsia.

El tema debía de interesarme, porque seguí con la peroración en un tono, que si no era deliberadamente hostil, resultaba violento por lo apasionado. De pronto noté que Diana estaba tristísima. Me avergoncé y yo también me entristecí; hubiera hecho lo imposible por contentarla. Su regalito quizá fuera desatinado y su insistencia inoportuna, pero mi culpa era mayor: ciego de amor propio, aunque la quería más que a nada en el mundo, la atormentaba. Desde que volvió del Instituto, yo nunca le había hablado de ese modo y antes no me hubiera animado. Le pedí perdón, reconocí mi grosería, empecé a mimarla, pero evidentemente no alivié su tristeza. Recuerdo que mientras miraba esa cara tan apenada y tan linda me pregunté, como quien concibe una sospecha absurda, por qué estaría más triste Diana: por la aspereza de mis palabras o simplemente por el hecho de que yo no iba a tomar las gotas. Me avergoncé de este pensamiento, que reputé mezquino, me dije que yo continuamente recibía pruebas de amor de Diana y que ella, por lo menos en este último tiempo, nunca se mostraba empecinada ni caprichosa.

Ceferina abrió la puerta bruscamente y anunció:

– La cena está lista.

Dio media vuelta y masculló una frase que interpreté como: "La otra por lo menos cocinaba".

Yo creo que Diana le tiene miedo, porque usted viera qué pronto se olvidó de la tristeza. Con la mayor solicitud ayudó a servir e insistentemente procuró reanimar la conversación. Buena voluntad inútil: concluimos la comida en silencio.

Mientras las mujeres lavaban los platos, yo hacía la parodia de leer el diario y luchaba contra la modorra que sin necesidad del menor somnífero me voltea si la noche antes no he dormido. A la vieja no se le escapa nada, así que no es milagro que dijera:

– Vos también estás hecho un haragán. Hasta que volvió Diana eras un modelo: cuando yo me iba a dormir, todavía trabajabas con los relojes; lo que es ahora, ni de día ni de noche te acordás que existen. ¿Vas a vivir del amor de tu señora?

– Yo creo -le respondí- que hasta el último esclavo tiene derecho a vacaciones.

No bien volvimos al dormitorio, Diana recayó en la tristeza. Por no saber cómo reanimarla, finalmente le dije:

– No te preocupés. Voy a tomar las gotas.

Yo pensé que para salvar las apariencias me contestaría que si no quería no las tomara. Como si temiera que me arrepintiese, contestó en el acto:

– Voy a buscar un vaso de agua.

XLVI

Me acordé entonces de historias contadas tiempo atrás por Picardo, de individuos que echaban dos o tres gotas de alguna droga en el café con leche de señoritas, para exportarlas dormidas a Centroamérica. A pesar de mi honda preocupación, en chanza me pregunté dónde me exportarían.

Usted no se hace una idea de lo difícil que es convencer a otra persona de que uno va a tomar un remedio y no tomarlo, sobre todo cuando esa otra persona, aunque lo disimule, vigila. Desde luego que yo no he de sobresalir por los dones de mago y de fumista. La situación, que ahora describo al pasar, duraba más de la cuenta, así que me largué al baño con el vaso -caminando apurado, porque Diana me seguía- tiré el contenido en el lavatorio, mojé con agua la boca y dije:

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