– Pues bien; la verdad es, querido Augusto -le dije con la más dulce de mis voces-, que no puedes matarte porque no estás vivo, y que no estás vivo, ni tampoco muerto, porque no existes…
– ¿Cómo que no existo? --exclamó.
– No, no existes más que como ente de ficción; no eres, pobre Augusto, más que un producto de mi fantasía y de las de aquellos de mis lectores que lean el relato que de tus fingidas venturas y malandanzas he escrito yo; tú no eres más que un personaje de novela, o de nivola, o como quieras llamarle. Ya sabes, pues, tu secreto.
Al oír esto quedóse el pobre hombre mirándome un rato con una de esas miradas perforadoras que parecen atravesar la mira a ir más allá, miró luego un momento a mi retrato al óleo que preside a mis libros, le volvió el color y el aliento, fue recobrándose, se hizo dueño de sí, apoyó los codos en mi camilla, a que estaba arrimado frente a mí y, la cara en las palmas de las manos y mirándome con una sonrisa en los ojos, me dijo lentamente:
– Mire usted bien, don Miguel… no sea que esté usted equivocado y que ocurra precisamente todo lo contrario de lo que usted se cree y me dice.
– Y ¿qué es lo contrario? -le pregunté alarmado de verle recobrar vida propia.
– No sea, mi querido don Miguel -añadió-, que sea usted y no yo el ente de ficción, el que no existe en realidad, ni vivo, ni muerto… No sea que usted no pase de ser un pretexto para que mi historia llegue al mundo…
– ¡Eso más faltaba! -exclamé algo molesto.
– No se exalte usted así, señor de Unamuno -me replicó-, tenga calma. Usted ha manifestado dudas sobre mi existencia…
– Dudas no -le interrumpí-; certeza absoluta de que tú no existes fuera de mi producción novelesca.
– Bueno, pues no se incomode tanto si yo a mi vez dudo de la existencia de usted y no de la mía propia. Vamos a cuentas: ¿no ha sido usted el que no una sino varias veces ha dicho que don Quijote y Sancho son no ya tan reales, sino más reales que Cervantes?
– No puedo negarlo, pero mi sentido al decir eso era…
– Bueno, dejémonos de esos sentires y vamos a otra cosa. Cuando un hombre dormido a inerte en la cama sueña algo, ¿qué es lo que más existe, él como conciencia que sueña, o su sueño?
– ¿Y si sueña que existe él mismo, el soñador? -le repliqué a mi vez.
– En ese caso, amigo don Miguel, le pregunto yo a mi vez, ¿de qué manera existe él, como soñador que se sueña, o como soñado por sí mismo? Y fíjese, además, en que al admitir esta discusión conmigo me reconoce ya existencia independiente de sí.
– ¡No, eso no!, ¡eso no! -le dije vivamente-. Yo necesito discutir, sin discusión no vivo y sin contradicción, y cuando no hay fuera de mí quien me discuta y contradiga invento dentro de mí quien lo haga. Mis monólogos son diálogos.
– Y acaso los diálogos que usted forje no sean más que monólogos…
– Puede ser. Pero te digo y repito que tú no existes fuera de mí…
– Y yo vuelvo a insinuarle a usted la idea de que es usted el que no existe fuera de mí y de los demás personajes a quienes usted cree haber inventado. Seguro estoy de que serían de mi opinión don Avito Carrascal y el gran don Fulgencio…
– No mientes a ese…
– Bueno, basta, no le moteje usted. Y vamos a ver, ¿qué opina usted de mi suicidio?
– Pues opino que como tú no existes más que en mi fantasía, te lo repito, y como no debes ni puedes hacer sino lo que a mí me dé la gana, y como no me da la real gana de que te suicides, no te suicidarás. ¡Lo dicho!
– Eso de no me da la real gana, señor de Unamuno, es muy español, pero es muy feo. Y además, aun suponiendo su peregrina teoría de que yo no existo de veras y usted sí, de que yo no soy más que un ente de ficción, producto de la fantasía novelesca o nivolesca de usted, aun en ese caso yo no debo estar sometido a lo que llama usted su real gana, a su capricho. Hasta los llamados entes de ficción tienen su lógica interna…
– Sí, conozco esa cantata.
– En efecto; un novelista, un dramaturgo, no pueden hacer en absoluto lo que se les antoje de un personaje que creen; un ente de ficción novelesca no puede hacer, en buena ley de arte, lo que ningún lector esperaría que hiciese…
– Un ser novelesco tal vez…
– ¿Entonces?
– Pero un ser nivolesco…
– Dejemos esas bufonadas que me ofenden y me hieren en lo más vivo. Yo, sea por mí mismo, según creo, sea porque usted me lo ha dado, según supone usted, tengo mi carácter, mi modo de ser, mi lógica interior, y esta lógica me pide que me suicide…
– ¡Eso te creerás tú, pero te equivocas!
– A ver, ¿por qué me equivoco?, ¿en qué me equivoco? Muéstreme usted en qué está mi equivocación. Como la ciencia más difícil que hay es la de conocerse uno a sí mismo, fácil es que esté yo equivocado y que no sea el suicidio la solución más lógica de mis desventuras, pero demuéstremelo usted. Porque si es difícil, amigo don Miguel, ese conocimiento propio de sí mismo, hay otro conocimiento que me parece no menos difícil que el…
– ¿Cuál es? -le pregunté.
Me miró con una enigmática y socarrona sonrisa y lentamente me dijo:
– Pues más difícil aún que el que uno se conozca a sí mismo es el que un novelista o un autor dramático conozca bien a los personajes que finge o cree fingir…
Empezaba yo a estar inquieto con estas salidas de Augusto, y a perder mi paciencia.
– E insisto -añadió- en que aun concedido que usted me haya dado el ser y un ser ficticio, no puede usted, así como así y porque sí, porque le dé la real gana, como dice, impedirme que me suicide.
– ¡Bueno, basta!, ¡basta! -exclamé dando un puñetazo en la camilla- ¡cállate!, ¡no quiero oír más impertinencias…! ¡Y de una criatura mía! Y como ya me tienes harto y además no sé ya qué hacer de ti, decido ahora mismo no ya que no te suicides, sino matarte yo. ¡Vas a morir, pues, pero pronto! ¡Muy pronto!
– ¿Cómo? -exclamó Augusto sobresaltado-, ¿que me va usted a dejar morir, a hacerme morir, a matarme?
– ¡Sí, voy a hacer que mueras!
– ¡Ah, eso nunca!, ¡nunca!, ¡nunca! -gritó.
– ¡Ah! -le dije mirándole con lástima y rabia-. ¿Conque estabas dispuesto a matarte y no quieres que yo te mate? ¿Conque ibas a quitarte la vida y te resistes a que te la quite yo?
– Sí, no es lo mismo…
– En efecto, he oído contar casos análogos. He oído de uno que salió una noche armado de un revólver y dispuesto a quitarse la vida, salieron unos ladrones a robarle, le atacaron, se defendió, mató a uno de ellos, huyeron los demás, y al ver que había comprado su vida por la de otro renunció a su propósito.
– Se comprende -observó Augusto-; la cosa era quitar a alguien la vida, matar un hombre, y ya que mató a otro, ¿a qué había de matarse? Los más de los suicidas son homicidas frustrados; se matan a sí mismos por falta de valor para matar a otros…
– ¡Ah, ya, te entiendo, Augusto, te entiendo! Tú quieres decir que si tuvieses valor para matar a Eugenia o a Mauricio o a los dos no pensarías en matarte a ti mismo, ¿eh?
– ¡Mire usted, precisamente a esos… no!
– ¿A quién, pues?
– ¡A usted! -y me miró a los ojos.
– ¿Cómo? -exclamé poniéndome en pie-, ¿cómo? Pero ¿se te ha pasado por la imaginación matarme?, ¿tú?, ¿y a mí?
– Siéntese y tenga calma. ¿O es que cree usted, amigo don Miguel, que sería el primer caso en que un ente de ficción, como usted me llama, matara a aquel a quien creyó darle ser… ficticio?
– ¡Esto ya es demasiado -decía yo paseándome por mi despacho-, esto pasa de la raya! Esto no sucede más que…
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