– Y el que confunde también.
– Acaso.
– ¿Entonces?
– Pues esto, charlar, sutilizar, jugar con las palabras y los vocablos… ¡pasar el rato!
– ¡Ellos sí que lo estarán pasando!
– ¡Y tú también! ¿te has encontrado nunca a tus propios ojos más interesante que ahora? ¿Cómo sabe uno que tiene un miembro si no le duele?
– Bueno, y ¿qué voy a hacer yo ahora?
– ¡Hacer… hacer… hacer…! ¡Bah, ya te estás sintiendo personaje de drama o de novela! ¡Contentémonos con serlo de… nivola! ¡Hacer… hacer… hacer…! ¿Te parece que hacemos poco con estar así hablando? Es la manía de la acción, es decir, de la pantomima. Dicen que pasan muchas cosas en un drama cuando los actores pueden hacer muchos gestos y dar grandes pasos y fingir duelos y saltar y… ¡pantomima!, ¡pantomima! ¡Hablan demasiado!, dicen otras veces. Como si el hablar no fuese hacer. En el principio fue la Palabra y por la Palabra se hizo todo. Si ahora, por ejemplo, algún… nivolista oculto ahí, tras ese armario, tomase nota taquigráfica de cuanto estamos aquí diciendo y lo reprodujese, es fácil que dijeran los lectores que no pasa nada, y sin embargo…
– ¡Oh, si pudiesen verme por dentro, Víctor, te aseguro que no dirían tal cosa!
– ¿Por dentro?, ¿por dentro de quién?, ¿de ti?, ¿de mí? Nosotros no tenemos dentro. Cuando no dirían que aquí no pasa nada es cuando pudiesen verse por dentro de sí mismos, de ellos, de los que leen. El alma de un personaje de drama, de novela o de nivola no tiene más interior que el que le da…
– Sí, su autor.
– No, el lector.
– Pues yo te aseguro, Víctor…
– No asegures nada y devórate. Es lo seguro.
– Y me devoro, me devoro. Empecé, Víctor, como una sombra, como una ficción; durante años he vagado como un fantasma, como un muñeco de niebla, sin creer en mi propia existencia, imaginándome ser un personaje fantástico que un oculto genio inventó para solazarse o desahogarse; pero ahora, después de lo que me han hecho, después de lo que me han hecho, después de esta burla, de esta ferocidad de burla, ¡ahora sí!, ¡ahora me siento, ahora me palpo, ahora no dudo de mi existencia real!
– ¡Comedia!, ¡comedia!, ¡comedia!
– ¡,Cómo?
– Sí, en la comedia entra el que se crea rey el que lo representa.
– Pero ¿qué te propones con todo esto?
– Distraerte. Y además, que si, como te decía, un nivolista oculto que nos esté oyendo toma nota de nuestras palabras para reproducirlas un día, el lector de la nivola llegue a dudar, siquiera fuese un fugitivo momento, de su propia realidad de bulto y se crea a su vez no más que un personaje nivolesco, como nosotros.
– Y eso ¿para qué?
– Para redimirle.
– Sí, ya he oído decir que lo más liberador del arte es que le hace a uno olvidar que exista. Hay quien se hunde en la lectura de novelas para distraerse de sí mismo, para olvidar sus penas…
– No, lo más liberador del arte es que le hace a uno dudar de que exista.
– Y ¿qué es existir?
– ¿Ves? Ya te vas curando; ya empiezas a devorarte. Lo prueba esa pregunta. ¡Ser o no sere, que dijo Hamlet, uno de los que inventaron a Shakespeare.
– Pues a mí, Víctor, eso de ser o no ser me ha parecido siempre una solemne vaciedad.
– Las frases, cuanto más profundas, son más vacías. No hay profundidad mayor que la de un pozo sin fondo. ¿Qué te parece lo más verdadero de todo?
– Pues… pues… lo de Descartes: «Pienso, luego soy.»
– No, sino esto: A = A.
– Pero ¡eso no es nada!
– Y por lo mismo es lo más verdadero, porque no es nada. Pero esa otra vaciedad de Descartes, ¿la crees tan incontrovertible?
– ¡Y tanto…!
– Pues bien, ¿o dijo eso Descartes?
– ¡Sí!
– Y no era verdad. Porque como Descartes no ha sido más que un ente ficticio, una invención de la historia, pues… ¡ni existió… ni pensó!
– Y ¿quién dijo eso?
– Eso no lo dijo nadie; eso se dijo ello mismo.
– Entonces, ¿el que era y pensaba era el pensamiento ese?
– ¡Claro! Y, figúrate, eso equivale a decir que ser es pensar y lo que no piensa no es.
– ¡Claro está!
– Pues no pienses, Augusto, no pienses. Y si te empeñas en pensar…
– ¿Qué?
– ¡Devórate!
– Es decir, ¿que me suicide…?
– En eso ya no me quiero meter. ¡Adiós!
Y se salió Víctor, dejando aAugusto perdido y confundido en sus cavilaciones.
Aquella tempestad del alma de Augusto terminó, como en terrible calma, en decisión de suicidarse. Quería acabar consigo mismo, que era la fuente de sus desdichas propias. Mas antes de llevar a cabo su propósito, como el náufrago que se agarra a una débil tabla, ocurriósele consultarlo conmigo, con el autor de todo este relato. Por entonces había leído Augusto un ensayo mío en que, aunque de pasada, hablaba del suicidio, y tal impresión pareció hacerle, así como otras cosas que de mí había leído, que no quiso dejar este mundo sin haberme conocido y platicado un rato conmigo. Emprendió, pues, un viaje acá, a Salamanca, donde hace más de veinte años vivo, para visitarme.
Cuando me anunciaron su visita sonreí enigmáticamente y le mandé pasar a mi despacho-librería. Entró en él como un fantasma, miró a un retrato mío al óleo que allí preside a los libros de mi librería, y a una seña mía se sentó, frente a mí.
Empezó hablándome de mis trabajos literarios y más o menos filosóficos, demostrando conocerlos bastante bien, lo que no dejó, ¡claro está!, de halagarme, y en seguida empezó a contarme su vida y sus desdichas. Le atajé diciéndole que se ahorrase aquel trabajo, pues de las vicisitudes de su vida sabía yo tanto como él, y se lo demostré citándole los más íntimos pormenores y los que él creía más secretos. Me miró con ojos de verdadero terror y como quien mira a un ser increííble; creí notar que se le alteraba el color y traza del semblante y que hasta temblaba. Le tenía yo fascinado.
– ¡Parece mentira! -repetía-, ¡parece mentira! A no verlo no lo creería… No sé si estoy despierto o soñando…
– Ni despierto ni soñando -le contesté.
– No me lo explico… no me lo explico -añadió-; mas puesto que usted parece saber sobre mí tanto como sé yo mismo, acaso adivine mi propósito…
– Sí -le dije-, tú -y recalqué este tú con un tono autoritario-, tú, abrumado por tus desgracias, has concebido la diabólica idea de suicidarte, y antes de hacerlo, movido por algo que has leído en uno de mis últimos ensayos, vienes a consultármelo.
El pobre hombre temblaba como un azogado, mirándome como un poseído miraría. Intentó levantarse, acaso para huir de mí; no podía. No disponía de sus fuerzas.
– ¡No, no te muevas! -le ordené.
– Es que… es que… -balbuceó.
– Es que tú no puedes suicidarte, aunque lo quieras.
– ¿Cómo? -exclamó al verse de tal modo negado y contradicho.
– Sí. Para que uno se pueda matar a sí mismo, ¿qué es menester? -le pregunté.
– Que tenga valor para hacerlo -me contestó.
– No -le dije-, ¡que esté vivo!
– ¡Desde luego!
– ¡Y tú no estás vivo!
– ¿Cómo que no estoy vivo?, ¿es que me he muerto? -y empezó, sin darse clara cuenta de lo que hacía, a palparse a sí mismo.
– ¡No, hombre, no! -le repliqué-. Te dije antes que no estabas ni despierto ni dormido, y ahora te digo que no estás ni muerto ni vivo.
– ¡Acabe usted de explicarse de una vez, por Dios!, ¡acabe de explicarse! -me suplicó consternado-, porque son tales las cosas que estoy viendo y oyendo esta tarde, que temo volverme loco.
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