– ¡Claro!, ¡claro! Pero…
Aquello no podía prolongarse. Augusto, después de breves palabras más, se salió.
Iba aterrado de sí mismo y de lo que le pasaba, o mejor aún, de lo que no le pasaba. Aquella frialdad, al menos aparente, con que recibió el golpe de la burla suprema, aquella calma le hacía que hasta dudase de su propia existencia. «Si yo fuese un hombre como los demás -se decía-, con corazón; si fuese siquiera un hombre, si existiese de verdad, ¿cómo podía haber recibido esto con la relativa tranquilidad con que lo recibo?» Y empezó, sin darse de ello cuenta, a palparse, y hasta se pellizcó para ver si lo sentía.
De pronto sintió que alguien le tiraba de una pierna. Era Orfeo, que le había salido al encuentro, para consolarlo. Al ver a Orfeo sintió, ¡cosa extraña!, una gran alegría, lo tomó en brazos y le dijo: «¡Alégrate, Orfeo mío, alégrate!, ¡alegrémonos los dos! ¡Ya no te echan de casa; ya no te separan de mí; ya no nos separarán al uno del otro! Viviremos juntos en la vida y en la muerte. No hay mal que por bien no venga, por grande que el mal sea y por pequeño que sea el bien, o al revés. ¡Tú, tú eres fiel, Orfeo mío, tú eres fiel! Yo ya supongo que algunas veces buscarás tu perra, pero no por eso huyes de casa, no por eso me abandonas; tú eres fiel, tú. Y mira, para que no tengas nunca que marcharte, traeré una perra a casa, sí, te la traeré. Porque ahora, ¿es que has salido a mi encuentro para consolar la pena que debía tener, o es que me encuentras al volver de una visita a tu perra? De todos modos, tú eres fiel, tú, y ya nadie te echará de mi casa, nadie nos separará.»
Entró en su casa, y no bien se volvió a ver en ella, solo, se le desencadenó en el alma la tempestad que parecía calma. Le invadió un sentimiento en que se daban confundidos tristeza, amarga tristeza, celos, rabia, miedo, odio, amor, compasión, desprecio, y sobre todo vergüenza, una enorme vergüenza, y la terrible conciencia del ridículo en que quedaba.
– ¡Me ha matado! -le dijo a Liduvina.
– ¿Quién?
– Ella.
Y se encerró en su cuarto. Y a la vez que las imágenes de Eugenia y de Mauricio presentábase a su espíritu la de Rosario, que también se burlaba de él. Y recordaba a su madre. Se echó sobre la cama, mordió la almohada, no acertaba a decirse nada concreto, se le enmudeció el monólogo, sintió como si se le acorchase el alma y rompió a llorar. Y lloró, lloró, lloró. Y en el llanto silencioso se le derretía el pensamiento.
Víctor encontró a Augusto hundido en un rincón de un sofá, mirando más abajo del suelo.
– ¿Qué es eso? -le preguntó poniéndole una mano sobre el hombro.
– Y ¿me preguntas qué es esto? ¿No sabes lo que me ha pasado?
– Sí, sé lo que te ha pasado por fuera, es decir, lo que ha hecho ella; lo que no sé es lo que lo pasa por dentro, es decir, no sé por qué estás así…
– ¡Parece imposible!
– Se te ha ido un amor, el de a; ¿no te queda el de b, o el de c, o el de x, o el de otra cualquiera de las n?
– No es la ocasión para bromas, creo.
– Al contrario, esta es la ocasión de bromas.
– Es que no me duele en el amor; ¡es la burla, la burla, la burla! Se han burlado de mí, me han escarnecido, me han puesto en ridículo; han querido demostrarme… ¿qué sé yo?… que no existo.
– ¡Qué felicidad!
– No te burles, Víctor.
– Y ¿por qué no me he de burlar? Tú, querido experimentador, la quisiste tomar de rana, y es ella la que te ha tomado de rana a ti. ¡Chapúzate, pues, en la charca, y a croar y a vivir!
– Te ruego otra vez…
– Que no bromee, ¿eh? Pues bromearé. Para estas ocasiones se ha hecho la burla.
– Es que eso es corrosivo.
– Y hay que corroer. Y hay que confundir. Confundir sobre todo, confundirlo todo. Confundir el sueño con la vela, la ficción con la realidad, lo verdadero con lo falso; confundirlo todo en una sola niebla. La broma que no es corrosiva y confundente no sirve para nada. El niño se ríe en la tragedia; el viejo llora en la comedia. Quisiste hacerla rana, te ha hecho rana; acéptalo, pues, y sé para ti mismo rana.
– ¿Qué quieres decir con eso?
– Experimenta en ti mismo.
– Sí, que me suicide.
– No digo ni que sí ni que no. Sería una solución como otra, pero no la mejor.
– Entonces, que les busque y les mate.
– Matar por matar es un desatino. A lo sumo para librarse del odio, que no hace sino corromper el alma. Porque más de un rencoroso se curó del rencor y sintió piedad, y hasta amor a su víctima, una vez que satisfizo su odio en ella. El acto malo libera del mal sentimiento. Y es porque la ley hace el pecado.
– Y ¿qué voy a hacer?
– Habrás oído que en este mundo no hay sino devorar o ser devorado…
– Sí, burlarse de otros o ser burlado.
– No; cabe otro término tercero y es devorarse uno a sí mismo, burlarse de sí mismo uno. ¡Devórate! El que devora goza, pero no se harta de recordar el acabamiento de sus goces y se hace pesimista; el que es devorado sufre, y no se harta de esperar la liberación de sus penas y se hace optimista. Devórate a ti mismo, y como el placer de devorarte se confundirá y neutralizará con el dolor de ser devorado, llegarás a la perfecta ecuanimidad de espíritu, a la ataraxia; no serás sino un mero espectáculo para ti mismo.
– Y ¿eres tú, tú, Víctor, tú el que me vienes con esas cosas?
– ¡Sí, yo, Augusto, yo, soy yo!
– Pues en un tiempo no pensabas de esa manera tan… corrosiva.
– Es que entonces no era padre.
– Y ¿el ser padre…?
– El ser padre, al que no está loco o es un mentecato, le despierta lo más terrible que hay en el hombre: ¡el sentido de la responsabilidad! Yo entrego a mi hijo el legado perenne de la humanidad. Con meditar en el misterio de la paternidad hay para volverse loco. Y si los más de los padres no se vuelven locos es porque son tontos… o no son padres. Regocíjate, pues, Augusto, que con eso de habérsete escapado te evitó acaso el que fueses padre. Y yo te dije que te casaras, pero no que te hicieses padre. El matrimonio es un experimento… psicológico; la paternidad lo es… patológico.
– ¡Es que me ha hecho padre, Víctor!
– ¿Cómo?, ¿que te ha hecho padre?
– ¡Sí, de mí mismo! Con esto creo haber nacido de veras. Y para sufrir, para morir.
– Sí, el segundo nacimiento, el verdadero, es nacer por el dolor a la conciencia de la muerte incesante, de que estamos siempre muriendo. Pero si te has hecho padre de ti mismo es que te has hecho hijo de ti mismo también.
– Parece imposible, Víctor, parece imposible que pasándome lo que me pasa, después de lo que ha hecho conmigo… ¡ella!, pueda todavía oír con calma estas sutilezas, estos juegos de concepto, estas humoradas macabras, y hasta algo peor…
– ¿Qué?
– Que me distraigan. ¡Me irrito contra mí mismo!
– Es la comedia, Augusto, es la comedia que representamos ante nosotros mismos, en lo que se llama el foro interno, en el tablado de la conciencia, haciendo a la vez de cómicos y de espectadores. Y en la escena del dolor representamos el dolor y nos parece un desentono el que de repente nos entre ganas de reír entonces. Y es cuando más ganas nos da de ello. ¡Comedia, comedia el dolor!
– ¿Y si la comedia del dolor le lleva a uno a suicidarse?
– ¡Comedia de suicidio!
– ¡Es que se muere de veras!
– ¡Comedia también!
– Pues ¿qué es lo real, lo verdadero, lo sentido?
– Y ¿quién te ha dicho que la comedia no es real y verdadera y sentida?
– ¿Entonces?
– Que todo es uno y lo mismo; que hay que confundir, Augusto, hay que confundir. Y el que no confunde se confunde.
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