Adolfo Casares - Una Muñeca Rusa – El Lado De La Sombra

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Sólo los grandes maestros como Bioy Casares dominan con maestría el arte de contar historias sencillas, propias de la pequeña odisea cotidiana del ser humano, que, no obstante, sin que el lector perciba exactamente cuándo ni cómo, lo precipitan en una atmósfera de inaprensible extrañeza o enajenación, a veces inquietante, como en «Un encuentro en Rauch», a veces atroz, como en «Margarita o El poder de la farmacopea», y a veces delirante, como en «A propósito de un olor» o en «Bajo el agua». En estos casos, como en «Una muñeca rusa», es lo grotesco lo que vuelca insidiosamente la realidad; y, en otros aún, como en «Catón», la amarga ironía de las contradicciones entre el arte y la política es la que nos compromete en una reflexión turbadora. De la risa incontenible al desasosiego, Bioy Casares nos conduce hacia ese asombroso lugar fronterizo entre lo real y lo fantástico en el que la ficción, todopoderosa, nos envuelve completamente.

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A Milena la conocimos en un baile; tanto para ella como para nosotros fue el primero y, por algún tiempo, el último. Nos deslumbró la fiesta, pero más nos deslumbró Milena. Al oírle, demasiado pronto, la sentencia: «Únicamente los tontitos de sociedad van a los bailes», con dolor en el alma comprendimos que no volveríamos a otro. Aquél, lo recuerdo bien, era en el club Belgrano, para Año Nuevo. Nunca fue más verdad lo de Año Nuevo, vida nueva. Milena trajo el cambio. Mirando retrospectivamente las cosas, yo diría que bajo su férula hubo que dar un salto atrás, renunciar a nuestra patética aspiración a ser adultos, lanzarse a los frenéticos deleites de las bandas traviesas. No ignoro el caudal de tontería y de maldad que arrastran tales bandas; mas tampoco soy tan viejo para olvidar los placeres que la nuestra nos deparó: sin duda, el de la camaradería, el del peligro, sobre todo el de ser mandados por Milena, el de participar en secretos con ella, el de estar a su lado.

Milena tenía el pelo castaño -lo llevaba muy corto-, la piel morena, los ojos grandes y verdes (menospreciaba los ojos azules de las Irish -porteñas), las manos cubiertas de mataduras. Era alta y fuerte. Nunca habíamos encontrado una persona menos acomodaticia ni más agresiva; naturalmente acometía contra las preferencias, las costumbres, la familia, los amigos, el mundo de cada cual. En su presencia no aventurábamos opiniones, aunque había un agrado en que nos maltratara, porque lo hacía con increíble vitalidad y empuje. Era resistente, valerosa, obstinada cuando estaba comprometido el amor propio; creo que muy noble. Por mi parte, no he visto una muchacha más vívida. Como observó recientemente Federico Alberdi:

– Enamorarse de una mujer tan incómoda es el peor infortunio. Jamás puede uno olvidarla. Las mujeres razonables, por comparación, parecen borrosas.

La verdad es que entonces el mismo Cabrío, que no había desarrollado sus actuales nalgas de doble ancho, la admiraba; Heller, por seguirla, descuidaba el estudio; Alberdi la amaba, los Hesparrén y yo hubiéramos dado la vida por ella. De miedo de irritarla, ninguno hablaba de amor, ya que Milena repudiaba esa pasión con una debilidad ridícula. Quien nos informó de lo que sentíamos fue la hermana de Heller. Una tarde, que esperábamos a nuestra amiga en el garage, Cristina nos dijo:

– Mis pobrecitos ¿por qué negarlo? están todos enamorados de Milena. -Ya colérica, agregó-: Parecen perros detrás de una perra.

A propósito: debo referirme al Marconi, un perro de aguas, de color café con leche, peludo y orejudo, que trajo Heller del Instituto Pasteur. Me parece que había ido Heller al Instituto para consultar algo sobre el bacilo de Metchnikoff, que por aquel tiempo le interesaba; el Cambado Hesparrén y yo lo acompañamos. No recuerdo cómo apareció el perro. Su dueño lo había dejado, por temor de que estuviera rabioso: como no lo reclamaban, aunque no estaba rabioso, iban a sacrificarlo. Mientras nos explicaban esto, el perro miraba a Heller con ojos tristísimos. Heller preguntó si no podía llevárselo. «Es delicado», contestaron; era más delicado regalarlo que matarlo, pero accedieron. Desde el primer momento se quisieron notablemente Heller y el perro. Milena argumentaba:

– No es higiénico. Están siempre juntos. No es normal. Tamaño zanguango, llueva o truene, por nada se pierde un paseo con el perro. Cuando lo veo, cadena en mano, junto al árbol, esperando que el otro baje la pata, sé que nos compromete a todos los amigos. Un día voy a comprar un matagatos y chau Marconi.

Heller nunca se entregó plenamente. El tiempo que Milena estaba con nosotros, él estaba con ella, pero en la soledad de su cuarto estudiaba medicina y física.

– Mientras uno duerme -protestaba Milena- él estudia. ¿Qué estudia? Las miserias que Dios puso en la oscuridad de los cuerpos, para que nadie las vea.

Una noche pronuncié, por fin, las palabras que ni siquiera los Hesparrén habían tenido el coraje de articular. En cuanto le dije que la quería, un prodigioso cambio se operó en Milena. Confieso que para nosotros era ella una persona imprevisible. No acabábamos de conocerla. Como me había deslumbrado con su aspereza, me deslumbró con su ternura. Lástima que yo fuera tan joven, que imaginara tan delicadas a las mujeres, que adelantara paulatinamente, pues antes de recoger el más mínimo premio, llegó, con diciembre, la hora de acompañar a mi familia a Necochea y no soy hombre que se aparte de estas obligaciones. Aguó un tanto el veraneo, el temor de que algún Hesparrén, más probablemente el Largo, sacara ventaja de mi alejamiento. La novedad que después encontré fue otra.

Viajé, de vuelta, un sábado. El domingo me cité con los muchachos, en las Barrancas, a las dos de la tarde, para ir a ver un partido.

– ¿Por qué no vienen Heller y Milena? -pregunté.

– ¿Cómo? ¿No sabes? -replicó el Cabrío Rauch-. Andan muy ocupados ahora que se comprometieron.

No estaba seguro de entender.

– ¿Se comprometieron? -repetí-. ¿Milena y Heller? El Cabrío afirmó:

– Lo eligió porque es el que tiene más plata.

– A éste yo le rompo la cara -dijo con amenazadora suavidad el Largo Hesparrén.

– No -aseguró el Cambado, empuñando el cuello del Cabrío-. Se la rompo yo.

Intervino Alberdi:

El Cabrío es un mal pensado. Bueno, ¿y qué? -preguntó-. Si lo toleran desde hace veinte años, ¿por qué de repente se enojan? Además, tener dinero es una cualidad atractiva: una de las tantas de Heller.

Me encaré con Alberdi. En tono de súplica -no sé yo mismo qué suplicaba, la dicha para mis amigos o una esperanza para mí- interrogué:

– ¿Crees que van a ser felices? Alberdi respondió sin vacilar:

– No.

Debatiendo el asunto, caminamos por la plaza, interminablemente rodeamos la manzana del Castillo de los Leones, para encontrarnos, por último, con el paredón de la Chacarita. Creo que me acordé del partido que íbamos a ver, cuando abrí el diario, a la otra mañana.

Se casaron a mitad de año. Casi inmediatamente criadas y proveedores trajeron noticias que, por desgracia, confirmaban el pronóstico de Alberdi. Lo que entrevimos al visitar a nuestros amigos en la casa de 11 de Septiembre, donde vivían con doña Visitación y con Cristina -Diego partió, becado, a los Estados Unidos- no desmintió aquellas noticias. Nos dijimos que todo se arreglaría con el primer hijo; hubo cuatro, pero no hubo paz.

Milena, aparentemente, enardeció a todo el mundo, salvo a Heller. Éste, en medio de las peleas, rondaba como un fantasma; desde luego, un fantasma perseguido y atacado sin cuartel, sobre cuya sombra chocaban dos bandos: Milena, por un lado; doña Visitación y Cristina, por el otro, en continua batalla.

– Por más que procure sustraerse -observó Alberdi- así no puede estudiar.

– Lo que enoja a Milena -respondió el Cambado- es que se sustraiga. Nada irrita como pelear contra un fantasma.

– ¿Por qué quiere pelear? ¿Por qué no lo deja tranquilo? -inquirió, como hablando solo, Alberdi.

– ¿Por qué no se separa? -agregó el Cabrío.

Esta nueva conversación ocurría en la calle. Después del casamiento de Heller y Milena, íbamos muy de vez en cuando a 11 de Septiembre, y para conversar estábamos más a gusto caminando por la calle que encerrados en nuestras casas o que en el café o en el club.

– ¿Saben por qué Milena no se separa? -preguntó el Cabrío-. Por la plata.

El Cabrío era más venenoso que cobarde. Nos distrajo de nuestra indignación la verdad expresada por Alberdi:

– Milena no quiere la plata para ella; sino para educar a los chicos.

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