Adolfo Casares - Una Muñeca Rusa – El Lado De La Sombra

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Sólo los grandes maestros como Bioy Casares dominan con maestría el arte de contar historias sencillas, propias de la pequeña odisea cotidiana del ser humano, que, no obstante, sin que el lector perciba exactamente cuándo ni cómo, lo precipitan en una atmósfera de inaprensible extrañeza o enajenación, a veces inquietante, como en «Un encuentro en Rauch», a veces atroz, como en «Margarita o El poder de la farmacopea», y a veces delirante, como en «A propósito de un olor» o en «Bajo el agua». En estos casos, como en «Una muñeca rusa», es lo grotesco lo que vuelca insidiosamente la realidad; y, en otros aún, como en «Catón», la amarga ironía de las contradicciones entre el arte y la política es la que nos compromete en una reflexión turbadora. De la risa incontenible al desasosiego, Bioy Casares nos conduce hacia ese asombroso lugar fronterizo entre lo real y lo fantástico en el que la ficción, todopoderosa, nos envuelve completamente.

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»Había que mandar órdenes a los oficiales de enlace y por su lado éstos debían informar de las novedades a la quinta, amén de transmitirle despachos del comando, de Buenos Aires. Como los teléfonos no eran de fiar, el panadero anduvo atareado; pero luego vino una calma -los períodos de gran actividad, con el levantamiento anunciado para una o más fechas, inopinadamente seguidos de calmas, en las que todo parecía olvidado, eran el régimen habitual de aquellos tiempos de congoja- y aunque en la quinta de los Várela se mantenían reunidos los jefes, el mismo Ricardo perdió la esperanza en la revolución.

»Una tarde, sentados allá en el banco, mirando vagamente hacia el embarcadero y el río, en una brusca iluminación los jóvenes habrán entrevisto el plan. Lo cierto es que hablaron con el patrón de La Liebre, un lanchero que pasó montones de fugitivos a la otra banda. Tenía fama de espía del gobierno, mas por aquella época nadie dudaba de que sus pasajeros llegaran a destino, o como se diga. Francamente, sin connivencia con los mandones, el hombre no hubiera cumplido por largo tiempo el tráfico salvador. Lo más probable es que comprara la impunidad, pagando parte de lo que cobraba; no olvidemos que por encima de las peores pasiones el espíritu comercial cuidaba del último detalle en tiempos de la dictadura. El patrón de La Liebre convino con Angélica y Ricardo que los cruzaría al Uruguay en la noche del primero de octubre.

»Todo lo habían previsto nuestros enamorados. Margarita sólo pasaría un rato desamparada, pues el Negro Cafetón, aunque inferior a Angélica en fineza de atención y demás miramientos, no la dejaría morir de hambre ni de sed. Una ternura extraña profesaba el crápula por su compañera, simple reliquia de un ayer de loqueos. Generosamente los jóvenes cargaron con el riesgo del plan. “Sería más que mala suerte”, habrán pensado, “que el padrastro llegue antes de nuestra partida; que llegue y nos busque inmediatamente; que nos busque y empiece por el embarcadero”.

»El plan estaba preparado, pero en un rato el azar lo echó por tierra. El 27 de septiembre, en un encuentro casual, el patrón de La Liebre informó a Ricardo de que no podría cruzarlos a la otra banda, porque iba a pintar la lancha, para dejarla nuevita. Con el ánimo por el suelo, el muchacho concluyó el reparto de la tarde en la jabonería de Veyga. Éste, uno de los oficiales de enlace de la conjuración, le dijo que habían adelantado la fecha; que de Buenos Aires llegaron órdenes de estar listos para ganar la calle en cualquier momento; que en el primer reparto del otro día alertara a los caballeros reunidos en la quinta, pero que no los visitara fuera de las horas habituales, para no llamar la atención de la comisaría, que sin duda vigilaba, ya sobre aviso; que viera al sin piernas Américo, para que en su repertorio repitiera, de tanto en tanto, la Marcha de San Lorenzo: musiquita que significaba, en la clave de los conspiradores, peligro y acción inminente.

»El hecho es que Ricardo no encontró en su puesto al sin piernas. Como siempre, a la salida del taller esperó a Angélica. Yo los vi: se encaminaron con lentitud los pobres chicos al banco de sus coloquios. Eran patriotas, de modo que la inminencia de la rebelión -esté seguro, señor- los alegró; pero abandonar el proyecto de fuga, encarar otra vez al padrastro, ahora sin más escapatoria que un suicidio doble ¡en qué tribulaciones los habrá sumido! Un arrebato, un impulso momentáneo de la esperanza o de la desesperación, vaya a saber, los llevó al borde del agua. Ahí, junto a la escalera, encontraron al patrón de La Liebre. Recriminó con aspereza Angélica, Ricardo rogó y el hombre por fin los confundió con la propuesta de cruzarlos al Uruguay inmediatamente. Era entonces o nunca, pues a la otra mañana pondrían en dique seco a la lancha y antes de que navegara de nuevo, habría llegado el temido padrastro. Los jóvenes pidieron un instante para hablar entre ellos. Caminaron en dirección al banco y muy pronto se detuvieron. ¿Qué no daría usted, señor, por conocer las palabras cambiadas por la heroica pareja? Acaso no las conocerá nadie. En cuanto a la resolución fue evidente. Yo puedo hablar, pues ventilándome en este mismo balcón fui testigo de las consecuencias afrontadas por los chicos. ¡Las culpas que cargaron sobre la espalda!

»A la tarde del otro día, los vigilantes rodearon la quinta de los Várela. La cara en alto, los conjurados pasaron entre dos hileras de facinerosos con uniforme, rumbo a la comisaría. El sin piernas Américo no incluyó en el repertorio la Marcha de San Lorenzo; pero por orden del comisario, que en la calesita destacó un hombre armado de mauser, a todas horas con música nos atronó. A la madrugada hubo una interrupción. No imagine que nos alivió la tregua. Fue algo horrible, porque oímos entonces los aullidos de los desventurados a quienes en la comisaría torturaban. ¡La mejor gente de la zona! Al pobre sin piernas también lo torturaron un rato, porque sospecharon que la interrupción fue adrede, para que nos enteráramos de lo que estaba ocurriendo. Aquí no acaban las calamidades. En la mañana del primero de octubre cruzó esta calle un entierro. ¡Tan debilitada estaba Margarita que le faltó aguante y, sin amparo, en pocos días murió de hambre y de sed! Me aseguraron que el fogonero, cuando llegó, gimió como un pobre negro sobre la tumba de su mujer y juró destripar con las manos a los chiquilines, aunque tuviera que buscarlos en la vecina orilla: amenazas de borracho, que valen como de quien vienen.

»Ahora yo le encomiendo, señor mío, que medite un instante sobre el punto sublime de esta narración. Usted, que leyó tanto, ¿encontró una historia de amor más perfecta? Vea con la imaginación a esos dos jóvenes, unos niños todavía, no lejos de la estatua del prócer, resolviendo entre ellos un dilema que abruma el corazón. En un platillo de la balanza está la vida de una madre adorada, la lealtad o el perjurio a la patria y a los correligionarios; en el otro, el amor de sus corazones. Mi Ricardo y mi Angélica no vacilaron.

Cuervo y paloma del doctor Sebastián Darrés

Yo no me asombro de nada, porque mi aprendizaje transcurrió en el estudio de Sebastián Darrés. Produjo el foro argentino profesionales de mayor talento, pero ninguno tuvo una envergadura y clientela comparada a la suya, por la calidad y cantidad de crápulas. La circunstancia de que tal gentuza acudiera a nuestro doctor sugiere una afinidad que no ocultaré bajo las dictadas por una gratitud intempestiva; sin embargo, por aquello de que un hombre es dos, o por el ansia de irnos de donde estamos y de ser lo que no somos, o porque ni siquiera en dechados de vileza veremos la perfección, la verdad es que Darrés había constituido un hogar ejemplar; no sólo ejemplar: rígidamente burgués, con una buena señora al frente, doña Agustina, y tres niñas que nunca fueron jóvenes y que el sábado a la tarde, a la hora del oporto y las vainillas, tocaban música para los invitados. Yo le guardaba rencor al pobre viejo, no tanto por la rutina del trabajo ni por la índole de los clientes, vigorosos cuervos que criábamos en el estudio, entre los que no faltaba el individuo pintoresco, sino por las reuniones del sábado, por el oporto y las vainillas (de las que siempre dijeron: «No son como las de antes») y por las tres hijas feas, en las que recelaba, como el zorro en la carroña, una trampa. ¿Por qué, si no alentaba la esperanza abominable de casarme por lo menos con una hija, ese hombre famoso me invitaría a su tertulia, a mí, el pinche del bufete? El pinche, para vengarse de tanto honor, olvidaba a Carmen, a Aída y a Norma, que así se llamaban las señoritas, y platicaba con la dueña de casa. No era tonta doña Agustina; aun sospecho que añoraba, como a una patria desconocida, pero que clama desde la sangre, ese mundo de aventuras, que en su manera más ingrata se manifestaba en el estudio del doctor Darrés. Como tampoco era fea la señora, en ocasiones me figuré que si ella tuviera un poco menos de edad y yo un poco más de coraje… Me apresuro a declarar que gozo de carácter serio y que si no moví un dedo para concluir con el celibato de las hijas, también me jacto de jamás comprometer la reputación de una madre, concepto que encumbro.

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