Alejo Carpentier - El Arpa Y La Sombra
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Con albricias y alegrías, estandartes y campanas, cumplidos de altura y admiración en balcones, músicas de órgano trompetas de heraldos, bullicio de Corpus, estrépito de albogues, zampoñas y chirimías, me recibió la sin par Sevilla, tal principe vencedor tras de larga guerra, en la magneficencía de sus luces de abril. Y después del regocijo y las fiestas, y los festines y los bailes, me llegó el mejor de los premios: una carta de Sus Altezas invitándome a la Corte, que, a la sazón se hallaba en Barcelona, y -esto era más importante aún para mí -apremiándome a que organizara, desde el momento, un nuevo viaje a las tierras por mí descubiertas. ¡Ni Cesar entrando en Roma, montado en carro triunfal pudo sentirse mas ufano que yo! Detras de ello, leyendo entre líneas, creía advertir la satisfaccion y el encomio de Quien, viéndome como héroe en gcsta de troya, consideraba mi logro, en cierto modo como prenda de victoria puesta por el caballero sin tacha a los pies de su Dama… Impaciente por verla nuevamente, no tenía más que ponerme en camino, con las cajas de mis trofeos, los papagayos que todavía me quedaban vivos -un poco mocosos y deslucidos tras del largo viaje, lo reconozco- y sobre todo m tropilla de indios. Pero habré que decir que éstos, con los ojos harto cargados de rencores, eran la única nube -molesta nube- que ponía una sombra oscura en el ancho cielo que nuevamente se me abría, y de modo muy seguro ahora, hacia el poniente. Porque, de los diez que, cautivos me había traído, tres estaban en trance de muerte, sin que los físicos de aquí hallasen remedio alguno para aliviar unos hombres a quienes cualquier resfrío, de los que nos curamos con jarabes, clústeres, calas y ventosas, tenía postrados, casi agónicos, largando la vida entre temblores y calenturas. Para esos tres era evidente que, tras de la hora del boticario, había sonado la siniestra Hora del Carpintero. En cuanto a los otros, parecía que fuesen a tomar el mismo camino, aunque las caras se les alegraran un tanto, todavía, cuando les llevaba un buen jarro de vino -cosa de la que cuidaba, yo de la mañana a la noche. Y no se me diga que los hacia beber a menudo para tenerlos borrachos -con lo cual soportaban mejor, desde luego, los inevitables sufrimientos que este desarraigo les imponía- sino que el sustento de ellos iba resultando un arduo problema. Para empezar tenían la leche de cabra y de vaca por el brebaje mis asqueroso que pudiese probar un hombre, asombrándose de que nosotros tragaramos ese zumo de animales, bueno tan solo para criar animales que, además les inspiraban el recelo y hasta diría que el temor sentido ante bestias de cuernos y ubres, jamás vistas antes, puesto que no pacía ganado alguno en sus islas. Rechazaban la cecina y el pescado salado. Tenían repugnancia a nuestras frutas. Escupian por incomibles las berzas y nanos, y hasta lo mas suculento de cualquier olla podrida. Solo gustaban del garbanzo, por parecerse en algo, aunque muy poco -decía Dieguito, el único de todos ellos que algunas palabras nuestras lograra aprender- a aquel maíz de sus tierras, del que no hubiese podido traer sacos llenos, pero que había despreciado siempre, considerando que era alimento impropio de gente civilizada, bueno si acaso, para comida de cerdos o jumentos. Por todo ello pensaba yo que el vino, puesto que tanto se habían aficionado a él, podía remediarlos en su empecinado ayuno, dándoles fuerza para el nuevo víaje que ahora les esperaba. Pero quedaba pendiente la cuestión del traje con el cual habrían de presentarse ante los Soberanos. No podía mostrarlos casi en cueros como vivian en su nación, por respeto a Sus Majestades. Y si los trajeaba a la manera nuestra no resultarían muy distintos de ciertos andaluces de tez soleada -o cristianos mixtos de moros, que no pocos había en los reinos de España. Me vino de providencia, en tal trance, un sastre judío a quien había conocido antaño junto a la Puerta de la Judería de Lisboa, donde tenía oficina y que ahora, pasado de circunciso a genovés -¡como tantos otros!- se hallaba en la ciudad. Me aconsejo que les pusiese bragas rojas cosidas con hilillos de oro (-”Eso, Eso” -dije), unas camisolas anchas algo abiertas sobre el pecho que tenían liso y sin vellos y que en las cabezas llevaran como unas tiaras, también de hilo de oro (Eso Eso” -dije “que brille el oro”), sosteniendo unas plumas vistosas -aunque no fuesen de aves de aquellas islas- que les cayeran graciosamente, como sacadas del colodrillo, sobre las crines negras que mucho les habían crecido durante el viaje, y que desde luego, habría que lavarles y almohazar como sedas de caballo, en la madrugada del día de la presentación.
Y llegóme el día. Día de fiesta en toda Barcelona. Como feriante que entra en castillo trayendo grande espectáculo, entré yo en el palacio donde se me aguardaba, seguido de mi gran compañía de Retablo de las Maravillas de Indias -primer espectáculo de tal género presentado en el gran teatro del universo-, compañía que quedó en una recámara, formada en un roden determinado desde hacía varios días, habiendo yo mismo dirigido los ensayos y colocado los personajes. Escoltado por heraldos y ujieres entré en la regia estancia donde se hallaban Sus Majestades, lentamente, solemnemente a paso de vencedor, sin perder el tino ni deslumbrarme ante el fausto de los atuendos y los aplausos que me saludaron -entre los cuales sonaban particularmente gratos, los de tantos arrepentidos, en esta hora, de haber sido enemigos míos alguna vez. Mi brújula y faro, en este andar sobre el tapiz carmesí que llevaba rectamente al estrado real, era el semblante de mi soberana, iluminado, en este momento, por la más inefable sonrisa. Después de que hubiese besado las regias manos, se me hizo sentar -a mí, el raro genovés, genovés de raíces ocultas y abolengo que yo solo me sé…-entre Castilla y Aragón, abrióse nuevamente, de par en par, la gran puerta de entrada y llevados en alto entraron los Trofeos. En anchas bandejas de plata -muy anchas para que las muestras pareciesen más numerosas-, el ORO: oro en trozos brutos, casi del tamaño de una mano, oro en diminutas mascarillas, oro en figulinas debidas, sin duda, a alguna idolatría que por ahora tendría el buen cuidado de callarme, oro en cuentecillas, oro en pepitas, oro en diminutas placas -no tanto oro, en realidad, como yo lo hubiese deseado-, oro que me parecía poco oro, de pronto, muy poco oro, junto a los adornos blasones y recamados que me rodeaban, junto a los panos dorados a las mazas de los maceros, a los áureos bordados del dosel -poco oro, al fin. Oro de un primer brote, por el cual podía columbrarse que tras del oro primero habría mas oro, mas oro, mas oro… Pero ahora entraban los indios -llamados por el silbato de leonero, de cómitre, que me servía para ordenarles que hiciesen esto o aquello…-, llevando en las manos, en los hombros, en los antebrazos, todos los papagayos que me quedaban vivos y que eran más de veinte -tremendamente agitados en esta oportunidad por el movimiento y las voces de los presentes, y más aún porque, antes de salir mi cortejo de Portentos Ultramarinos, les había dado muchas migas mojadas en vino tinto, con lo cual traían tal alboroto que llegue a temer que de repente se pusiesen a hablar, repitiendo las feas palabras que seguramtnte habían oído a bordo de mis naves y durante los días de su estancia sevillana. Y cuando los indios se hubieron arrodillado ante Sus Majestades, gimientes y llorosos tiritantes y atarantados (pidiendo que los libraran del cautiverio en que yo los tenia aherrojados, y que los devolvieran a sus tierras, aunque yo explicara que estaban emocionados y temblorosos de felicidad por verse prosternados ante el trono de España), entraron algunos marinos míos, trayendo pieles de serpientes y de lagartos de tamaño desconocido acá, ademas de ramas, hojas secas, vegetaciones marchitas, las cuales mostré como ejemplo de especias valiosas, aunque nadie tuviese ojos para mirarlas, tan fijos estaban en los indios postrados -que seguían llorando y gimiendo- y sus papagayos verdes, que, sobre la real alfombra carmesí empezaban a vomitar el mucho morapio tragado. Viendo que el espectáculo se me estaba echando a perder, hice salir a los indios con sus aves, y a los marineros con sus plantas, y, poniéndome de pie, de cara a Sus Majestades, y de medio perfil para la brillante concurrencia que llenaba la estancia -donde reinaba hay que decirlo, un sofocante calor, agriado por el olor del resudado sudor de terciopelos sedas y rasos- empecé a hablar. Lento, al comienzo, fue mi discurso, narrando las peripecías del viaje, el arribo a las Indias, el encuentro con sus pobladores. Evoqué, para describir las comarcas, las bellezas de las más celebradas comarcas de España, las dulzuras -yo sé por que- de las campiñas de Córdoba aunque se me fue la mano, ciertamente, cuando equiparé los montes de la Española con las cimas del Teide Narre, cómo había visto tres sirenas, un día 9 de enero, en lugar muy poblado de tortugas -sirenas feas, para decir la verdad y con caras de hombres, no tan graciosas musicales y retozonas como otras que yo hubiese con templado de cerca, semejante a Ulises ( ¡tremendísima mentira !) en las costas de Malagueta. Y como lo importante es empezar a hablar para seguir hablando, poco a poco, ampliando el gesto, retrocediendo para dar mayor amplitud sonora a mis palabras, se me fue encendiendo el verbo, y, escuchándome a mi mismo como quien oye hablar a otro, empezaron a rutilarme en los labios los nombres de las más rutilantes comarcas de la historia y de la fábula. Todo lo que podía brillar, rebrillar, centellear, encenderse, encandilar, alzarse en alucinada visión de profeta, me venia a la boca como impulsado por una diabólica energía interior. De pronto, la isla Española, transfigurada por mi música interior, dejó de parecerse a Castilla y Andalucía, creció, se hinchó, hasta montarse en las cumbres fabulosas de Tarsis, de Ofir y de Ofar, haciéndose el limite, por fin hallado -sí: hallado -del prodigioso reino de Cipango. Y allí, allí mismo, estaba la mina ubérrima conocida por Marco Polo, y de eso venía yo a dar la Noticia a este reino y a toda la Cris tiandad. Alcanzada era la Cólquide del Oro, pero no en mítica paganía, esta vez, sino en cabal realidad. Y el Oro era noble, y el Oro era bueno: G enoveses, venecianos y toda gente que tenga perlas, piedras preciosas y otras cosas de valor, todos las llevan hasta el cabo del mundo para las trocar, convertir en oro, el oro es excelentísimo, del oro se hace tesoro, y con él, quien lo tiene, hace cuanto quiere en el mundo, y llega a que echa ánimas al paraíso… Y con este viaje mío, prodigioso viaje mío, se había hecho realidad la profecía de Séneca. Habían llegado los tardos años…
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