Alejo Carpentier - Ecue-Yamba-O

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Ecue-Yamba-O: краткое содержание, описание и аннотация

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Voz lucumí que significa `Dios, loado seas`
«En ¡Écue-Yamba-O! los personajes tienen los mismos nombres que yo les conocí».
«…en mi primera novela, ¡Écue-Yamba-O! (1933)… quise escribir una novela sobre los negros de Cuba, presentar una nueva visión de un sector de la población cubana».

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A las dos de la tarde, aquel parque no pasaba de ser un desierto de cemento invadido por una reverberación de incendio -desierto que hasta los perros esquivaban por temor a quemarse las patas. Antonio condujo a Menegildo y Longina hacia la calle comercial, donde los dependientes dormitaban detrás de sus mostradores, entre percalinas y organdíes, en espera de clientes. Los confites se derretían en sus pomos; las camisas se descolorían tras de las vidrieras. El olor de la talabartería dominaba la calle entera. Y las muestras más inesperadas surgían de las fachadas o se recalentaban en las puertas: monos con zapatos de hebilla y catalejo en la diestra; perros plateados; Neptunos y Liborios de marmolina; negritos con la gorra eléctrica… A la izquierda de la catedral, Antonio tomó una calle en cuesta empinada que conducía a los muelles. La invisibilidad del mar constituía una peculiaridad de aquella población. Cuando ya se escuchaban empellones líquidos bajo el pilotaje de los espigones, los almacenes, hangares y vagones color de herrumbe se encargaban todavía de ocultar el agua verde con una barrera inacabable. Por fin, Menegildo percibió un olor de marisma y pudo apoyarse en un parapeto cuyos ángulos cobijaban diminutas playas de arena sucia llenas de cachuchas pesqueras.

– ¡Eto sí que e grande, caballero!

Allá, frente a la desembocadura del río, se abría el diorama del horizonte inmenso, salpicado de lentejuelas resplandecientes. Mar verde, sin espuma, con nervaduras de sal y paquetes de algas viajeras. Un buque de carga, humo a la ciudad, navegaba hacia un cielo en que nubes con barbas de anciano envolvían un arco de luna… (Sobre ese arco se habían posado los pies de la Virgen de la Caridad, cuando aplacó la tormenta que quiso beberse a Juan Odio, Juan Indio y Juan Esclavo. En el regazo de las Once Mil Vírgenes se bañaban las corzas, mientras el macho mordisqueaba semillas al pie de una “uva caleta”, cuyos abanicos aceleraban el correr de la brisa. El cangrejo, con patas de palo y ojos de peonía, guerreaba en sus fortines de dienteperro. Y un pez mujer, heredero de eras cuaternarias, moría de soledad centenaria en alguna ensenada arenosa. Sobre polvo y ruina de miríadas de caracoles, el manatí, bastardo de pez y jutía, se calentaba el vientre al sol, y los “majases” viejos, cubiertos de mataduras y pelos blancos, regresaban al Océano maldiciendo al hombre que no los mató cuando se atravesaron en su camino como liana viviente. ¡Madremar, madrenácar, madreámbar, madrecoral! Madreazul cuajada de estrellas temblorosas, cuando las barcas de pesca partían a media noche, llevando una vela encendida en la proa…) Las aletas de un escualo cortaron cinco olas niñas que rodaban hacia tierra asidas de la mano.

– ¿Utedes quieren dal un paseo en bote?

Un pescador tuerto, con los pantalones enrollados a media pierna, hacía señas a Menegildo desde su embarcación.

– ¿Por el mar…? ¡Pal cara!

– Por do peseta loj llevo hasta la cortina e San Luí.

Sin responder, Menegildo se alejó apresuradamente del parapeto seguido por Longina y el negro Antonio.

– ¡Si te cae en el mar, suet’ta to e pellejo! -dijo Menegildo sentenciosamente recordando lo que decían los guajiros de tierra adentro.

Siguieron los muelles, donde una grúa amontonaba sacos de azúcar en el vientre de un Marú japonés. Algunos marinos noruegos salían de una bodega con las pipas encajadas en la boca hasta el horno. Varias prostitutas, ajadas, miserables, llamaban a los transeúntes desde las puertas entornadas de sus accesorios de catre y palangana. Un aparato de radio dejaba caer sonoridades estridentes sobre las botellas de un bar. Y por todas partes, en bancos, bajo soportales, en la sombra de los quicios, grupos de hombres sin trabajo se refugiaban en el embrutecimiento de una miseria contemplativa que encontraba ya esfuerzo estéril en el gesto de implorar limosnas. Muchos dormían sus borracheras de alcoholes baratos… Cuando se llega a tal estado de abandono, el único modo de maniatar los últimos resabios de la dignidad está en invertir toda moneda en copas de aguardiente. También hay el alimento de aquellos que aún tienen esperanzas y restos de iniciativa: el “paicao”, las “tres chapitas”, el silo o el juego a espadas y bastos. Aquello tenía también su poesía:

Hagan juego, señores;
Hagan juego.
Veinte por una, el rey;
Veinte por una, el caballo,
Y la suya, veintiuna.
Oro, copa, espada y bastos;
Viene rendida y cansada.
¡Ay, ni una más!
¡Ay, ni una más!

De la cotidiana aplicación de esta mitología de naipes vivían casi todos los vecinos del Solar de la Lipidia, donde Longina había alquilado una habitación. Habitación con puertas azules que se abrían sobre un vasto patio lleno de sol, colillas de cigarros, chiquillos desnudos y horquetas de tendederas. Un letrero colocado en la entrada prohibía reuniones junto al biombo sucio, constelado de malas palabras, que servía de frontera entre la acera y el interior. Albañiles “sin pega”, politiqueros sin candidato, señeros faltos de baile, vendedores de periódicos, dulceros ambulantes, regían un gineceo pigmentado-achinado-canelo que removía al ambiente con sus batas, chales de azafrán, chancletas y aretes de celuloide. Quien no era alimentado por la plancha de la concubina, vivía de la invocación del milagro, en espera de que la faja con hebilla de oro o el flus fuese a parar a los estantes de la casa de empeños. Cuando, golpeando un cajón, alguien cantaba:

Yo tengo un reló
Longine Roskó.
¡Patente…!

hacía tiempo ya que el “Longine Roskó” estaba plegado en un bolsillo, en estado de papeleta de La Corona Imperial o El Féni. Sólo dos inquilinos hacían figura de ricos en aquella cuartería: Cándida Valdé, la mulata caliente, cuyo alquiler era pagado por un “peninsular”, dueño de tren de lavado, que había adornado la habitación con un baúl de tapa redonda guarnecido de calcomanías, y Crescencio Peñalver, negro presumido, que se desgañitaba cantando arias de ópera apenas la ducha comenzaba a gotear sobre su cabeza -cuando un capricho del “acuedulto” no dejaba a la ciudad entera sin agua. Su voz de barítono y su aire erudito y entendido le permitían vivir de las mujeres, en espera del día en que embarcara para Milán con el fin de “desarrollar la vó” y cantar Oteyo en la Escala. Pretendía seguir el ejemplo de aquel ilustre Gumersindo García-Limpo, pariente suyo, según decía, y que su imaginación había creado con tal relieve, que más de un cronita de las Sociedades de color citaba su nombre entre las figuras egregias de la raza. Crescencio Peñalver miraba con arrogancia a sus vecinos, ya que toda oportunidad le era favorable para exhibir un recorte del Semáforo, impreso con caracteres de punto desigual, en que se calificaba su interpretación del cuarteto de Rigoletto - que cantaba en solista- de “comparable a la de Gumersindo García-Limpo”. Pero esto no le impedía comer del puesto de chinos, como los demás, y hacer crujir la colombina de Cándida Valdé cuando el peninsular se iba a repartir la ropa, llevando una cesta elíptica a la cabeza.

Apenas Longina se dispuso a calentar el café para Antonio y Menegildo, comenzaron a llegar visitas. Soltando la plancha, las comadres invadieron la habitación. Ante sus ojos, la condición de excarcelado confería un mérito más al mozo. Casi todos los maríos habían pasado por ahí, y sabían lo que era eso. Como las sombras se alargaban en el patio, la tertulia se trasladó al fresco, junto a las bateas y barriles. Atraído por la botella de ron que un chiquillo traía por encargo de Menegildo, Crescencio Peñalver vino a contar su historia. Pronto cundieron sus calderones atronadores.

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