Francisco Ayala - Los usurpadores

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El tema central, en palabras del prólogo, demuestra que el `poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación`. Mediante una amplia gama de tonalidades que va desde lo expositivo y narrativo hasta lo lírico, desde un tono grave de sobriedad hasta el de la más desenfrenada pasión, Francisco Ayala nos ofrece aquí unos cuadros o «ejemplos», inspirados en el pasado español que sirven de espejo para cualquier época y lugar.

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Apenas si dejaban lugar sus cavilaciones a las cosas venidas de afuera: eran o demasiado crudas, o demasiado triviales, y en ningún caso tenían el tamaño de su ánimo; no eran cosas para él. Él sabía atarse las calzas y moverse en el espacio breve de una celda; sabía también descubrir el semblante de Dios en el movimiento de los cielos, en el temblor del agua, en la oscilación desolada de la rama que el pájaro abandona. Pero si tenía que sentarse a dirimir una querella entre dos barones que medían codicia con altivez, u obstinación con miseria, apenas si podía mantenerse en su asiento: apresuraba el laudo, y dejaba irritados a los contendientes, y la Corte misma se sentía vejada, y más vejada aún porque la justicia del fallo era intachable: lo había dictado el rey en su mente desde el comienzo, juzgando el pleito en los ojos de los adversarios, y juzgándolo bien; pero no les había permitido explayarse, ejercitar la perfidia y acreditar la torpeza, volcar a sus pies el encono, y tuvieron que volverse a marchar con el lío de sus malas pasiones como el buhonero al que despide el campesino sin haberle consentido que desate su mercancía… Y siempre lo mismo: agitado, envuelto en polvo y mojado en sudor, un emisario se acercaba a su oído para depositar allí, con voz en que el aliento brotaba a borbotones, la noticia de que el rey de Castilla se había entrado de nuevo por tierras aragonesas, y ya tenía en su poder Tarazona, o Calatayud o Zaragoza. El rey monje lo miraba despacio, y cuando la mala nueva alcanzaba a penetrarlo como piedra que cae en las aguas espesas de un estanque, aplazaba con una seña el asunto, quién sabe si para entregarse otra vez, la cabeza en la mano, a reconstruir con ansia un cierto gesto que le había acudido a la memoria desde lejanas brumas del pasado, y que lo mismo podría expresar el desprecio con que Alfonso, aún muchacho, sorprendiera a su niñez acurrucada en un rincón entre los criados, para oírles relatos y burlas, que el enojo dolorido de su padre, Sancho Ramírez, comprobando años más tarde, desde el arco de una ventana, su poca destreza para ensillar caballos.

E Inés, viéndolo así, insomne hasta el asombro, las horas muertas con la mejilla sobre la palma de la mano, permanecía en silencio, algo retirada de él, sin atreverse a cortar sus pensamientos. Lo amaba sin comprender nada, sin preguntar nada, lo esperaba siempre; años lo hubiera esperado; la vida entera hubiera podido seguir esperando. Pero, entre tanto, el tiempo corría: era pasado ya el otoño, el invierno, y dentro del cuerpo infantil de la reina había crecido otro cuerpo que lo dominaba vorazmente y le infundía la apariencia hinchada de una gran araña de blancura terrosa.

Llegó la hora del parto, y él quiso presenciarlo. En pie junto a la cama, asistió todas las horas de un día completo a la convulsión ritual de la sacrificada, cuyo enorme vientre inmóvil agitaba con regularidad infalible piernas, brazos y cabeza. Por fin, vio abrirse las entrañas como una grieta en la tierra y asomar, empujando, la gran cebolla de raíces húmedas sobre que debía recaer la corona de Aragón.

Cuando Ramiro quiso unir en matrimonio a Petronila, su recién nacida hija, con el heredero del rey castellano, su adversario afortunado, volvieron a sentir los señores aragoneses que el reino estaba a punto de perderse. Si Alfonso había pretendido sepultarlo en su mausoleo por pura soberbia, este manso Ramiro pretendía ahora hacer abandono del gobierno, cederlo en vida, y colocarlos a ellos bajo el poder de otro rey cuya violencia habían probado en propia carne. Se opusieron, pues, los grandes a esta voluntad negativa, a esta sutil abdicación mediante la que el rey monje creía poder recuperar lo perdido entregando el resto al ganador para que, en sus manos, se reintegrara la desmembrada tierra. Después de haber sufrido el del Batallador, temían los señores al puño de Alfonso VII de Castilla: no consintieron en los desposorios; el reino denegó su anuencia.

Y entonces, sólo entonces, se dio cuenta Ramiro de que, mientras vivía en la turbación del ánimo, aquellos que lo hicieran rey prometiéndose de su mansedumbre holgura para sus propios asuntos, habían puesto mano en los del reino; de que había perdido el poder a que temía, la autoridad de que se avergonzaba; y de que todo marchaba al fin como si hubiera recaído el reino en las órdenes militares. Y se dio cuenta asimismo de que con ello había faltado al mandato de Dios.

Dicen que pasó toda una noche pidiéndole consejo, y fuerzas para cumplirlo. En todo caso, ejecutó su crueldad pensando obedecerle. Con desgana horrible, pero con horrible seguridad, dispuso el sonado escarmiento; lo hizo, llena el alma de fría repugnancia, pero sin vacilar un instante. Hasta entonces, la voluntad de Dios le había llegado siempre a través de la meditación, entre insufribles perplejidades: había tenido que aguardarla espiando pacientemente durante horas, en la vigilia, en el silencio nocturno, para entreverla un momento en las vueltas de su razón, para sentirla apenas, imprecisa como la señal con que una ramita golpea en la ventana. Y nunca había conseguido, tras la fatigosa espera en que se agotaba aguardando signos sutiles, estar seguro de que los interpretaba bien… Pero esta vez el Señor le hizo conocer su voluntad de manera súbita y clara. Le llegó el mandato a través de su corazón, en un solo golpe de su sangre. Fue su sangre violenta quien le dictó la hazaña: ¡la sangre pide sangre siempre, quiere ensangrentar el mundo! Y tanta evidencia, tan fácil llamada, una resolución tan inequívoca, le prestó ligereza terrible para disponer lo siniestro.

Apenas si eran creídas sus disposiciones por los criados de su casa. Estaban demasiado hechos al desprendimiento de ese rey piadoso y distraído, que daba órdenes con voz tímida y las olvidaba enseguida, y de quien se contaba que habiendo pedido en cierta ocasión un vaso de agua y, conchabados sus sirvientes para comprobar si, fingiendo olvido, reiteraría su deseo, vieron con asombro que, una hora más tarde, venía el rey en persona a buscar el agua a donde reían los pajes su insolente broma… Y así, más bien pensaron que el Monje se hubiera vuelto loco al entender que requería al verdugo y sus ayudantes y ordenaba erigir el tajo, cuando ningún crimen se había cometido ni estaba por cumplirse ninguna sentencia.

Estos preparativos fueron hechos con entero sigilo. El tajo no se montó en la plaza pública, sino en una gran cuadra del palacio, próxima al atrio de la iglesia; y nadie podía conjeturar a qué se dirigían, pues sólo algunos familiares de Ramiro y los caballeros de la casa de la reina que la acompañaron a Aragón y se quedaron en el Corte participaban en las idas rápidas y las voces quedas de la conjura. A su hora, fueron saliendo mensajeros en direcciones distintas para buscar bajo engañosas órdenes a los magnates del reino; y todo se fue cumpliendo con helada exactitud.

La primera cabeza que hubo de caer separada por el hacha fue la muy anciana y venerable del prelado de Huesca.

Se comentó más tarde que, recostada ya en el grueso tronco bajo las manos del ayudante, cuyos dedos separaban con torpeza la barba cana del dignatario, aún no terminaba de creer el altivo señor en la mudanza de la suerte, ni se resolvía a deponer la ira y revestirse de la resignada modestia con que es decoroso comparecer a la presencia de Dios.

Sobre la sangre del obispo, que corría hasta el suelo en delgados hilos negros, cayó la de los demás grandes, uno tras otro. Todo era tan rápido que apenas si les daba tiempo a abandonar el aplomo arrogante y asumir, tras la sorpresa, la actitud que a cada cual le dictara su alma frente a la muerte. Y sólo el señor de Barbastro se detuvo a la entrada y perdió el color y se le crispó la boca y se le extraviaron los ojos, viendo a un perrillo lamer la sangre que aún fluía de un tronco sin cabeza, en el que reconoció la corpulencia y la ropa de su propio hermano…

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