Francisco Ayala - Los usurpadores

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El tema central, en palabras del prólogo, demuestra que el `poder ejercido por el hombre sobre su prójimo es siempre una usurpación`. Mediante una amplia gama de tonalidades que va desde lo expositivo y narrativo hasta lo lírico, desde un tono grave de sobriedad hasta el de la más desenfrenada pasión, Francisco Ayala nos ofrece aquí unos cuadros o «ejemplos», inspirados en el pasado español que sirven de espejo para cualquier época y lugar.

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Porque la de su padre, Sancho Ramírez, rey de Aragón, estaba ya asignada a ceñir las sienes del hermano mayor, quien la transmitiría después a su propia descendencia por líneas que se perdían en un porvenir poblado de nobles generaciones, donde, sin embargo, no había puesto alguno para sus simientes de infante real: y, porque no decayeran en lo oscuro, habían de ser ofrecidas a Dios en sacrificio de esterilidad. Eso era ya establecido y dispuesto cuando nació Ramiro: ya estaba ahí Alfonso, con la obstinación regia en la frente aún desnuda, con el pecho alto, los labios apretados, cerradas las grandes manos de dedos cortos, y pesados los andares de unas piernas que el ejercicio de cabalgar había endurecido; ya estaba ahí, lleno de sí mismo y esperando sin prisa lo indefectible. El poder corría, por secretos cauces de sangre, de padre a hijo; venía de los muertos e iba a los todavía no nacidos. Y Ramiro había abierto los ojos al mundo para ver desde la orilla esa confabulación firme y misteriosa del rey con su primogénito, confabulación que lo excluía sin remedio y lo abocaba a un destino de obediencia, hijo de reyes, henchidas sus venas de la misma sangre violenta y soberbia de los poderosos, pero apaciguándola y debiéndola apaciguar siempre, acallándola, tapándole la boca, cegándola, doblegándola siempre, porque, tan cerca del poder, era súbdito, y tenía que templarse para la sumisión.

Pero todo esto se lo había encontrado al nacer, ya dispuesto y establecido, y no vaciló un momento: se encaminó en silencio hacia ese destino que pensaba ser el suyo, del que nadie dudaba fuera el suyo, y lo abrazó de corazón, se abrazó a él, y en él quiso salvarse. Desdeñosamente, abandonó el segundo puesto, y prefirió no tener puesto alguno, ni ser nadie. Sentía que el segundo puesto había sido creado para envilecer al vil haciéndolo revolcar en su vileza, y para quebrar las almas nobles que, habiendo resistido a la corrosión de los peores ácidos, son empujadas a perderse, desesperadas de ambición, por el puñal o el veneno: es el puesto de las tentaciones violentas, de estas a las que sólo se puede escapar en una huida que renuncie a todo.

Huyó Ramiro, y fue a echarse a los pies de Dios. Encogido y doblado sobre sí mismo, oculto bajo la estameña como en el fondo de una gruta, había conseguido en horas y meses y años de forcejeo estrangular a su propia sangre y reducirla al silencio. Llegó a aborrecer el poder, pues que Dios no quería que aborreciera a los poderosos, harto cargados con el fardo de su digno servicio. Y compadecido de sus honores, le imploraba por ellos -por el padre, por el hermano-, en una súplica donde la piedad infinita hacia los grandes estaba mezclada con una también infinita gratitud por la insignificancia, que al fin había alcanzado mediante el oscuro hábito otorgado por el Señor Dios para que pudiese eludir la vergüenza de aquella dignidad sin servicio que le venía de su nacimiento.

Y tanto había conseguido limpiarse de soberbia que, requerido más de una vez, en memoria y mérito de su estirpe real, para que invistiera una abadía o un obispado, accedió Ramiro, sonriendo desde el fondo de su humildad, a asumir esta autoridad y poder menor, aun cuando para abdicarla también poco más tarde, una vez que su renuncia no pudiera ya tener color de altanería… Por último, hasta su nombre y su linaje parecían olvidados definitivamente bajo la estameña indistinta.

Entonces fue cuando vinieron los grandes del reino a reclamarlo para rey. Alfonso, el primogénito, había muerto sin dejar sucesión directa. Había dejado, sí, un testamento; pero era un testamento increíble, que añadía perturbaciones y perplejidad del ánimo al trastorno ocasionado en el reino por su muerte. Leído el manuscrito, la curiosidad había hecho paso a la sorpresa; la sorpresa creció en estupefacción; la estupefacción degeneró en escándalo… Había caído el Batallador. Y ahora, cuando ya no era capaz de levantar siquiera el temido brazo, el escándalo brotaba alrededor de su cadáver como brotan en el bosque apenas apaciguada la tormenta, incontenible y silenciosamente, los botones de las setas. Pues, ¿cómo imaginarse que alguien quisiera emplear las órdenes de Dios para ofenderlo? Cansado de su batallar, Alfonso legaba el reino a las espadas santas de los caballeros templarios, los del Santo Sepulcro y los de San Juan de Jerusalén: ésta era su voluntad. ¿Había querido con ello extender los límites de su capilla mortuoria hasta la frontera de sus estados y convertir el reino todo en cripta para su cadáver y monumento a su gloria bajo la sagrada custodia de las Órdenes militares?

Al principio nadie supo qué pensar ni qué decir: ¡tan difícil era desentrañar la impiedad oculta bajo el manto de lo piadoso! La sensación de la sutil estratagema estaba en todos; ninguno podía precisar, sin embargo, en qué consistía lo inquietante, ni dónde residía lo intolerable. Pero el escándalo crecía y crecía en las conciencias con la pujanza lasciva de las setas; y aún no se habían enfriado dentro de la armadura los miembros del rey difunto cuando los grandes del reino osaban alzar la voz en presencia del cuerpo muerto y deliberaban ante el propio catafalco oponerse a su voluntad escrita.

Se consultaban nombres y estirpes, sin hallar acuerdo. La antigua sangre real de algunas líneas, diluida en mezclas y bastardías, oscurecida por el ejercicio sin brillo de pequeños señoríos o por largos periodos de minoridad en que la familia había vegetado como asombrada, en círculos de mujeres y huérfanos, hubiera podido, sin embargo, llevarlas al trono. Pero este trono se había hecho entre tanto demasiado grande y glorioso; y si todos querían servirlo cada cual con sus estados y feudos como señores campesinos, y esto era ya una honra, ninguno parecía a los demás bastante bueno para cargar sobre sus hombros la pesadumbre del servicio máximo, y hacerle servir como rey.

En el ardor de las deliberaciones llegaron a olvidarse por completo del testamento y hasta del propio rey Alfonso, tendido ahí, crecido, imponente bajo sus armas: la ancha espada rígida a su costado; entrelazados los cortos dedos peludos de sus manos, que salían como revoltijo de enormes gusanos por entre las mallas de los guanteletes; hundidos y borrados los ojos que fueron lo terrible en su cara, y destacada en cambio la desvaída barba, rubia canosa en cuyo desorden se medio perdía la famosa cicatriz por la que era reconocido de las gentes y que, desde la oreja, perpetuaba en la carne de la mejilla izquierda el veloz trazado del tajo que la abriera, hasta caer sobre el ángulo mismo de esa boca, ahora negra, de la que un paje oxeaba a las moscas contumaces. A su lado, los susurros se habían ido elevando a rumores, y los rumores a voces destempladas y agrias; y ya los irritados acentos pasaban de irreverentes a sacrílegos ante el cuerpo cuya alma estaba rindiendo cuentas por haber pretendido sepultar con él al reino entero, cuando el obispo de Sahagún hubo de recordar y propuso el nombre del infante monje que fuera su predecesor en el ejercicio de la diócesis para volver pronto al silencio del Monasterio de Tomeras y reasumir, según su vocación humilde, la incomparable dignidad del alma que sólo sirve a Dios.

Este nombre sonó como un hallazgo en los oídos conturbados de los magnates: las palabras del obispo aliviaron todos los corazones, y ahora parecía imposible que nadie lo hubiera recordado antes. Era como si la preterición hecha por Alfonso en su testamento hubiese tenido hasta ese instante la fuerza necesaria para mantener omiso el nombre de su hermano Ramiro, persistiendo insidiosamente, una vez desmontado el artificio de legar el reino a las Órdenes militares, el tácito designio oculto en la cáscara de esa almendra vana que era su expresa voluntad. Y sólo cuando fue invocado el derecho de Ramiro el Monje se comprendió que estaba decaído y anulado por fin el testamento de Alfonso el Batallador.

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