Francisco Ayala - Muertes de perro

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La historia satírica del ascenso y caída de un dictador sudamericano sirve a Francisco Ayala para analizar distintos problemas morales. El autor, con un lenguaje preciso, convierte su preocupación por la degradación humana en una interesante novela para un lector adulto y comprometido.

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[g] Estructura de la novela: el sendero descendente en espiral

Podríamos resumir en pocas palabras el tema de nuestra novela: en una época de crisis como la actual, la marcha de la historia resta sentido a la vida. La existencia individual va perdiendo su significación en un ritmo cíclico, y este hecho tal vez explicaría la impresión de Monique Joly de la circularidad de los juegos de perspectivas en Muertes de perro: «El retorno cíclico de ciertos personajes […] o de ciertos lugares […] la reaparición de ciertos temas, todo esto presta al mundo de Muertes de perro una presencia casi obsesiva» (429). El retorno ocurre con cierta periodicidad y con una simetría sorprendente. Al retornar, un motivo o episodio vuelve en forma cada vez más desvitalizada, menos humana, más carente de sentido existencial. La obra empieza y termina con el mismo motivo histórico, la caída y muerte de Bocanegra, prolongada y epilogada por el malogrado historiador Pinedo. Pero, ¡qué contraste entre el principio y el fin!: si Pinedo parte del afán de prestar sentido a su propia vida conservando y escribiendo la historia de su país, acaba por abandonar su historiografía, involucrándose directamente en una historia que, según la experiencia ha mostrado, priva a la existencia de sentido. Lo mismo que el Infierno dantesco, Muertes de perro prosigue en círculos descendentes, con episodios de cada vez mayor depravación, hasta desembocar en el tiranicidio / ¿parricidio? cometido por Tadeo y, en un nivel inferior aún, en el asesinato en que Pinedo imita a Tadeo, matando a Olóriz. Con cada vuelta dada alrededor del eje de la novela, que es la relación entre el dictador y su secretario, el lector se siente más próximo a la verdad histórica sobre el asunto, pero más distante de la verdad de la vida humana.

Arroja luz sobre esta dicotomía otra ficción de Ayala, de estructura más sencilla, aunque también en forma de espiral. Recuérdese que, en las dos importantes colecciones de relatos de 1949, Los usurpadores y La cabeza del cordero, presta sentido a la vida la aceptación de la responsabilidad de proceder con amor al prójimo, y, si el prójimo pertenece al bando contrario, de intentar una platónica integración. A la inversa, priva de sentido a la existencia el evadir semejante deber. Ya hemos analizado «El tajo» sirviéndonos de esta clave hermenéutica. Pero entre los cuentos de Los usurpadores se encuentra uno que muestra la caída, no de un déspota inerte y taciturno como Bocanegra, sino de un rey enérgico, Pedro I el Cruel (1334-1369), que tiende a cosificar a sus parientes, viviendo por ende una vida cada vez más encerrada en sí. El relato titulado «El abrazo» comienza y termina en el mismo punto: con la lucha singular, fratricida, en el campo de Montiel entre Pedro y su hermanastro Enrique de Trastamara, quien le mata acuchillándole entre sus brazos. Toda la acción de la obra se despliega en la memoria de donjuán Alfonso de Alburquerque, ayo de Pedro, al instante de huir de los enemigos del monarca asesinado. Recurre, pues, en los recuerdos del sabio fugitivo la visión de los dos contendientes, encerrados en el abrazo letal que sella el destino de Pedro. Juan Alfonso había aconsejado moderación, contención y prudente consideración de todas las posibilidades políticas heredadas por Pedro de su padre. Pero en Castilla los sucesos, para Juan Alfonso indominables, giran descendiendo en forma de espiral hacia el desenlace sangriento. Juan Alfonso había aconsejado a Pedro cautela en su tratamiento de doña Leonor de Guzmán, amante de su difunto padre, para evitar la hostilidad de sus hermanastros bastardos. Mas, en el primer círculo de la hélice estructural del cuento, la reina madre doña María, celosa, hace decapitar a doña Leonor. Por desconfianza hacia don Fadrique, hijo de doña Leonor, ya en un círculo inferior del relato, el rey Pedro ejecuta a su hermanastro. Toda la presión de las hostilidades familiares hace que la acción empuje a la catástrofe final. Por último, ya en Montiel, Pedro, esgrimiendo el cuchillo, provoca a su hermanastro Enrique a arrojarse sobre él.

Abundan los paralelos entre «El abrazo» y Muertes de perro. En una y otra ficción, un intelectual marginado toma la palabra al principio y al final, explora el sentido histórico de la violenta acción principal ya vista en retrospección. No obstante, en «El abrazo» el pensador da por clausurada de antemano su actividad, mientras que en Muertes de perro, al revés, el supuesto sabio sólo inicia su acción final, al tiempo de renunciar al pensamiento. Este hecho deja abierto el fin de la obra, cuyos hilos se recogen al comienzo de la secuela, El fondo del vaso, así como en el fondo del Infierno de Dante se descubre el camino del Purgatorio. La lectura de Muertes de perro da la sensación de un descenso, desde la primera hasta la última línea, igual que en «El abrazo». El mismo Ayala ha caracterizado al dictador Bocanegra como «un hueco sombrío, el vacío, el abismo». Cuando cae, «el poder que detentaba va a rodar escaleras abajo: lo ejercerá el triunvirato de los orangutanes [tres individuos incapaces de pensar y controlados por un burócrata menor] dirigido por el cerebro senil de Olóriz» (Ensayos, 585). La estrangulación de Olóriz por Pinedo en el antepenúltimo párrafo de la novela representa una breve prolongación del descenso de la novela. José-Carlos Mainer (xxxiii) ha visto que «la misma acción vertiginosa que [Pinedo] narra acaba por implicarle, y en las páginas finales le enfrenta con Olóriz. […] Uno y otro son almas gemelas en su miseria aviesa, y ese triste, guiñolesco, duelo de inválidos el más ejemplar cierre de una acción que ha acabado por devorar a sus propios testigos».

Visto, pues, el movimiento descendente de la novela, describamos ahora su vertiginoso curso en espiral. Ocurren paralelismos en cada mitad de la novela, donde un incidente de los primeros quince capítulos regresará en un nivel menos humano, más bestial, en los segundos quince. Ya hemos apuntado la relación entre el comienzo (cap. I) y el final (cap. XXX), protagonizados uno y otro por el narrador Pinedo. Y podemos señalar relaciones parecidas entre los capítulos II y XXIX, III y XXVIII, IV y XXVII, V y XXVI, hasta llegar al centro, dominado por doña Concha, la «Gran Mandona», contraparte femenina de Bocanegra. Si el segundo capítulo, tras la rápida enumeración de ocho muertes, destaca las de Bocanegra y Tadeo como las más significantes y enigmáticas, el penúltimo capítulo resuelve el enigma revelando el sentido de la temible confrontación final desde el punto de vista del homicida adúltero Tadeo. En el tercer capítulo y el antepenúltimo aparece el ambicioso oficial de policía Pancho Cortina, que saca a Tadeo de la nada por orden de Bocanegra (cap. III), y después devuelve a Tadeo a la nada con un pistoletazo (cap. XXVIII). Los dos jóvenes viven engañados por la atracción del poder. En el capítulo III Tadeo se cree un «mero desgraciado, nadie» antes de conocer a Bocanegra. Pero su primer encuentro con el dictador, sentado sobre su trono-letrina, le deslumbra, cegándole a la nulidad vital de este dominio. De manera paralela, en el capítulo XXVIII, el coronel Cortina, aunque situado en un plano inferior al de Tadeo, a quien ha muerto arriba, de manera sumaria, en el dormitorio del dictador difunto, reclama alegre el mando que cree suyo. Pero en su precipitación por dar sentido a su vida, da lugar al efecto contrario, cayéndose por la escalera.

Los capítulos IV y XXVII enfocan los esfuerzos del historiador Pinedo por dar sentido a la historia de la nación y, de paso, a su propia vida. En el IV informa de cómo el intelectual español Camarasa describe las prácticas desconsideradas de Bocanegra, su selección de individuos oscuros para ayudarle a convertir al Estado «en finca propia». Pero el XXVII parece parodiar semejantes prácticas, mostrando cómo el mismo Pinedo aprovecha el débil carácter del burócrata Sobrarbe, para apoderarse de las memorias de Tadeo y del dinero detentado por aquél. El episodio tiene reflejos en el último capítulo, donde Pinedo, reducido ahora a la situación de Sobrarbe, se ve obligado por temor de su vida a pasar los documentos y el dinero a Olóriz. Como en el Infierno de Dante, la perpetración del mal lleva al justo castigo. Así, pues, el capítulo V narra cómo Bocanegra postra a la familia Rosales, liquidando al hermano mayor Lucas y envileciendo al hermano menor Luis al nombrarlo ministro de su propio gobierno. Pero en el capítulo XXVI, Bocanegra perece, humillado, a manos de Tadeo, familiar suyo a todas luces, y desde luego amante de su mujer. Las muertes de los próceres en la novela van perdiendo poco a poco su grandeza con la menguante hombría de los líderes muertos: el intrépido Lucas, el inerte Bocanegra, el senil Olóriz.

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