– Bien. Está muy bien. Pero la mujer del Antonio, ésa por lo menos es seguro que lo vio, puesto que le sirvió la cena y le dio alojamiento y le cobró el hospedaje. ¿O me vas a decir que se obstina?…
– No, hombre, no; al principio, es cierto que no quiso referir nada, por pura terquedad, enojada como estaba con el marido. Pero luego se le fue a hablar seriamente, el cura mismo le hizo algunas consideraciones, y la pobre señora contó lo que sabía. Mas, después de haber hecho la reseña mil y quinientas veces, estábamos donde antes: eran todo trivialidades.
– ¿Por ejemplo?
– Pues, por ejemplo, que estando ella arriba oyó palmadas al pie de la escalera; que acudió, y encontró allí a nuestro hombre, con un maletín en la mano y un abrigo al brazo, pidiéndole alojamiento; que le hizo subir y lo instaló en la habitación de la esquina; que le preguntó en seguida si iba a cenar: contestó él que sí y, pasado un momento, bajó al comedor, sentóse a la mesa, comenzó a leer unos papeles que llevaba consigo, y ella le fue sirviendo la comida; ya lo sabes: sopa, huevos fritos, un poco de carnero y una buena tajada de carne de membrillo, todo lo cual comió distraído en su lectura; que cuando hubo concluido se retiró de nuevo a su cuarto pidiéndole pluma, tintero y unas hojas de papel… Y por último, que a la mañana temprano volvió a aparecer en la cocina, ya con la maletita en la mano y el abrigo al brazo preguntando cuánto debía y desapareciendo no bien lo hubo pagado sin discutir ni regatear. Eso es todo.
– Pero, hombre, por favor: ¡resulta irritante, demonio! ¿Cómo es posible? ¿Nadie más había en la fonda? Y a la patrona ¿no le chocó el laconismo del tipo, o algo en su aspecto, o… qué sé yo? Yo no puedo creer que, tal como son esas mujeres, no le preguntara…
– Pues mira: otro personal no lo había (es casualidad: no creas que no se haya comentado; pero se dan casualidades); no lo había, no, ni al entrar el hombre ni al salir de mañana. Y mientras comía, fue la propia dueña quien sirvió y retiró los platos. Casualidad será, si tú quieres…
– De todas maneras, y aun siendo así… No sé; pero se diría que hay aquí empeño en hacer todavía más misterioso el asunto de lo que en realidad es. El tipo ¿cómo era? ¿joven o viejo? ¿alto o bajo? ¿rubio o moreno?
– Pues, al decir de ella, ni joven ni viejo, ni alto ni bajo, ni gordo ni delgado, ni moreno ni rubio.
– Vamos, sí; señas particulares , ninguna. Y ya está completa la ficha. La vestimenta, vulgar, de seguro. ¿Y los calcetines de colores y los zapatos de que hablaba el otro?
– Ahí, ella desmiente al marido; dice que es pura invención. E invención, lo del acento extranjero: que si no llega a ser por el maldito papelucho, a nadie se le hubiera ocurrido… Ella, ¡claro!, con tal de desmentir al Antonio… ¡Cualquiera sabe!
La última observación de la hospedera me llenó, lo confieso, de súbito regocijo: confirmaba mi hipótesis. Tuve una verdadera invasión de júbilo; tanto, que no pude contenerme, y le dije a Severiano:
– Mira, primo: esa señora (y perdona que te lo diga) es la única persona que en todo este asunto ha mostrado sentido común y que sabe discurrir. ¿Por qué? Pues porque eso está muy bien observado. ¡Claro está que no era un extranjero! Fantasías, fantasías, y nada más que fantasías. Así es como se forman las leyendas: ven un papel que no pueden descifrar y, en seguida, ¿qué va a ser?: un manuscrito en lengua extranjera. Por lo tanto, extranjera tiene que ser la mano que lo escribió. Y ya eso basta para pretender haber notado acento extraño, ropas fuera de lo usual, etcétera. Pero es el caso, señor mío, que no hay nada de todo ello: todo se encuentra construido sobre una base falsa: el manuscrito no está en lengua extranjera.
– Pues claro; ya lo decía yo: son las palabras sin sentido trazadas por la mano de un loco -me contestó Severiano. ¿Habríase visto? ¡Qué bruto! ¡Sí, sí, cada loco con su tema! ¡Qué bruto! ¡qué grandísimo terco!
– ¡Ya, Ya! ¡Palabras sin sentido! -me eché a reír. En la oscuridad, a mí mismo me sonó mi risa a falsa. Estaba ya crispado, lo que es bastante comprensible, ¿no?-. ¡Palabras sin sentido! -repetí-. ¿No te das cuenta de que no hay loco capaz de inventarse de pe a pa sus palabras, sin parecido ninguno con las verdaderas? Por lo que más quieras, Severiano: un loco deforma, mezcla, combina; pero esas palabras completas, una junto a la otra, y desprovistas en apariencia de toda significación… No me vas a decir…
– Entonces…
Mi primo estaba desconcertado; lo había desconcertado mi vehemencia. Hubiera podido tocarse con la mano su estupefacción, quieto, inmóvil, paralizado, acurrucado ahí, en lo oscuro, como un bicho tímido.
– Entonces… -repitió, confuso.
– Es muy fácil, hombre -condescendí-: es el huevo de Colón. (Sólo que, claro está…) ¿No lo adivinas? Se trata de escritura cifrada.
Ya estaba dicho; eso era tal cual: escritura cifrada. Pero, por lo visto, no resultaba tan fácil para sus entendederas. Y después de todo, se explica: ¿qué podía entender Severiano de toda esa cuestión de cifras, códigos y tal?; tendría sólo una vaga noción, y le costaba mucho trabajo darse cuenta. Yo me puse a instruirle. A mí, eso me era asunto familiar, por razón de los negocios, que a veces exigen… Mas, sea que él ya tiene los sesos endurecidos, sea que yo, con el cansancio y la nerviosidad, no atinaba a poner en claro la cuestión, tuve que terminar por proponerle: "¡Anda, a ver! Da luz, que yo no sé dónde está el conmutador, y en un momento voy a mostrarte con ejemplos…" Encendió, y yo me tiré de la cama. En seguida fui a buscar mi lápiz en el bolsillo de la chaqueta, y saqué también una libreta de notas. Severiano me observaba sin decir nada. Me acerqué a su cama, aquel catre en tenguerengue, y tomé asiento en el borde, a su lado.
– Mira, fíjate -le dije-: es así; aquí están las letras del alfabeto… A, B, C, D, E, F, etcétera. Bueno: si a cada una de ellas se le asigna un valor numérico (por ejemplo, la A vale cinco; la B, ocho; la C, cuatro, etcétera), es claro que podrás escribir lo que te dé la gana con cifras, y no entenderá tu escritura sino quien ya conozca los valores convencionales que tú le has asignado a cada letra. Basta tener la clave. Veamos, por ejemplo, mi nombre: Roque Sánchez, ¿eh?
Y con toda paciencia pongo mi nombre en números, para que el muy bruto venga y me diga, me dice: "Pero ¿qué tiene eso que ver con las palabras escritas en idioma extranjero?" Le miré despacio, procurando no mostrarme exasperado: el pobre es bastante duro de mollera, pero ¿qué culpa tiene él? De todas maneras su torpeza me irritó a tal punto que ya me hice un lío, no di más pie con bola y me fue imposible llevar a término mi explicación. ¡Quién sabe tampoco si él hubiera sido capaz de comprenderla! Renuncié a nuevos ejemplos, que por fuerza hubieran sido más complicados, y le dije:
– Bueno, esto es demasiado técnico para explicarlo en unos minutos. Yo lo que te digo es que ese manuscrito está en cifra. Eso es lo que es: un texto cifrado.
– Será así como dices -me respondió-; pero entonces lo que yo no comprendo es para qué diablos iba a dejarnos ahí una cosa que nadie puede descifrar.
– ¡Ah, ésa es otra canción!
Comencé a pasearme por la alcoba, de un lado a otro, sorteando la mesita del centro y la silla con la ropa, mientras él, sentado en su cama, seguía con interés mis movimientos y mis palabras. Yo trataba de persuadirlo ahora de la explicación más sencilla, que de seguro sería también la verdadera: que el sujeto en cuestión, ¡cualquiera sabe para qué fines!, tuviera que enviar un mensaje cifrado, y ése haya sido el borrador, traspapelado allí sobre la mesa.
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