Francisco Ayala - La cabeza del cordero

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LA CABEZA DEL CORDERO reúne cinco relatos que poseen la unidad temática que les transmite un acontecimiento clave de la historia contemporánea, la Guerra Civil española. Esta obra ya clásica de Francisco Ayala, que expresaba en forma narrativa los dolorosos recuerdos del conflicto bélico, unas veces como presagio y otras como pasado más o menos pretérito, sufrió durante largos años la persecución de la censura del régimen franquista para circular después libremente por España, y hoy conserva su perennidad, bien establecida en el campo de los estudios literarios.

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Se había erguido mientras soltaba esta retahíla incomprensible, y las flacas mejillas se le habían teñido de un rubor falso; el peto bordado con cuentas de azabache subía y bajaba, agitado por la cólera, por la angustia… Y Severiano parecía anonadado frente a aquella explosión. Anonadado, pero -a lo que me pareció- no muy sorprendido. El que estaba estupefacto era yo; tanto, que no supe qué decir (sí, lo confieso, no supe qué decir; y para que a mí lleguen a faltarme las palabras…). Aquella furia continuaba y continuaba. Se iba excitando ella solita, sin que nadie le diera pábulo -Severiano, el infeliz, no había resollado siquiera; en cuanto a mí, va digo, me había quedado como tonto, sin saber qué decir-, y poco a poco se iba subiendo a las nubes y se enredaba en una ristra de insensateces ensartadas la una en la otra sin descanso. Por último, y cuando ya se hubo despachado a su gusto, se quedó muda y hasta pareció que iba a romper en llanto: la barbilla le temblaba, se le empañaban los ojos y, en una actitud de dolorida dignidad, terminó barbotando algunas palabras: se le oyó decir, entre sollozos, que podíamos -si nos daba la gana- registrarle todos sus papeles. Y rehaciéndose con nuevo furor, concluyó:

– Tomad, ahí tenéis la nave de la gaveta para que no necesitéis forzar el mueble: revolvedlo todo, destrozadlo todo, arruinadlo todo; no respetéis cosa alguna, ¿para qué?

Tiró la llavecilla sobre la mesa del comedor, y salió para misa como alma que lleva el diablo.

– ¿Has visto? -exclamó asombrado, avergonzado, mi primo cuando nos vimos solos. Y yo:

– Pero ¿qué significa eso?

No significaba nada. Me convencí de que no había habido ningún motivo que yo ignorase; adquirí la seguridad de que Severiano no me había mentido ni ocultado cosa alguna: daba lástima verle, con aquella cara trasnochada y aquella mirada perruna, humillado y tristón. Sería difícil saber si él había llegado al convencimiento de que a su hermana se le había ido la chaveta, pero de lo que no me cabe duda es de que era el pobre una víctima de sus caprichos, de que lo tenía acoquinado.

– Pues mira, ¿sabes lo que te digo? -le interpelé cuando hubimos agotado los comentarios del caso, tales como: "¿Qué barbaridad!" "Eso es de lo que se ve y no se cree", y otros tales-; ¿sabes lo que te digo, Severiano? Que ahora mismo vamos a registrarle la gaveta.

Me pareció que era deber mío hacerlo. En primer término, aquella mujer no estaba en sus cabales, y quién sabe qué otra cosa -¡armas, incluso!- podría ocultar allí bajo llave: era -¿no es cierto?- un verdadero peligro. Además, ¿no nos lo había dicho ella misma?, ¿no nos había autorizado, aunque fuera en un rapto de ira? Sin mí, Severiano jamás se atrevería a hacerlo. Y allí se quedaría el célebre papelito, per saecula saeculorum, secuestrado bajo la custodia de aquella especie de dragón…

Mi primo recibió la propuesta con una mirada de asombro, pero no opuso resistencia alguna cuando le insistí: "¡Anda, vamos!…" Con él, no hay sino mostrarse resuelto. Sólo me pidió, con una sombra de angustia: "Cuidado, sin hacer ruido, no sea que se despierte Águeda".

Cogí la llave, y él, andando de puntillas, me condujo al cuarto de Juanita. El consabido cuarto de solterona, cerrado y todavía con olor de la noche. Abrí los postigos -ya amanecía- y, después de girar una mirada alrededor, me dirigí al pequeño pupitre, bajo una virgen del Perpetuo Socorro en bajorrelieve, de escayola pintada y dorada. Meto la llave en la cerradura (¡violación de secreto, señores!), abro, y ¡nada! Parecerá un chiste de mal gusto, una broma pesada: no había cosa alguna dentro del pupitre, nada en los cajoncillos laterales, nada en los compartimientos… ¡lo que se dice nada! Debo confesar que me sorprendí a mí mismo todo agitado, con el corazón en un hilo y apretada la garganta. Estaba parado ante el mueblecillo, y no sabía qué hacerme. Volví la vista hacia Severiano, y su expresión no decía nada: era la misma expresión triste e indiferente de antes. "¿Qué te parece esto?" -le pregunto-. "Y ¿qué quieres que te diga?" Había en su entonación una especie de renuncia, de abandono irónico; parecía burlarse de mí sutilmente; pero esta vez su flojedad no me produjo exasperación, tan desconcertado estaba yo. Me hallaba -lo confieso- anhelante, sobrecogido, desconcertado, en fin, cosa que se comprende bien con la nerviosidad de una noche en vela y la emoción de encontrarse uno de nuevo en su pueblo y entre los parientes con quienes uno se ha criado: todo eso altera la rutina de los hoteles, de las conversaciones siempre iguales que llenan los viajes de un comisionista… Le pregunté todavía a Severiano: "¿Qué hacemos, tú?" "¿Qué hemos de hacer?" Y no insistí ya en que registráramos todos los rincones de la pieza, no porque la idea no se me ocurriera (de buena gana la hubiera emprendido a coces con cuanto allí había: sillas, ropas y cuadros), sino por consideración hacía mi primo, y hasta por aburrimiento. Mi irritación había degenerado ya en aburrimiento, en ganas de escapar.

Miré el reloj. "Todavía alcanzo bien el tren de las seis y treinta y cinco", dije. "Sí; claro que alcanzas". ("¿Conque tenemos ganas de que me vaya, eh?") "Alcanzas, y también tienes tiempo de tomar tranquilamente el desayuno", confirmó Severiano, añadiendo sin embargo: "Pero será mejor que vayamos a tomarlo en el bar de Bellido Gómez".

– No; el desayuno os lo puedo preparar en seguida.

Nos volvimos: era Águeda, parada junto al quicio de la puerta, con el pringoso pelo gris enrollado en trenzas.

– Gracias, prima, gracias; pero prefiero que nos despidamos ahora. Desayunaremos en el bar y en seguida ¡al tren! Me hubiera causado un gran trastorno el perderlo, como ya le dije a éste, creo.

Así se hizo todo. Severiano me acompañó, pasamos a desayunar en el bar, y luego me dejó en el tren. "¡A ver si vuelves pronto, Roquete; que no se vayan a pasar otros ocho o diez años antes de que te acuerdes de nosotros!" "¡Descuida!"

Y allá se quedó, como un pasmarote, haciendo adiós con la mano. ¿Qué se me daba a mí de toda aquella absurda historia del manuscrito? Ni siquiera estoy seguro de que todo ello no fuera una pura quimera.

(1948)

El Tajo

I

– ¿Adónde irá éste ahora, con la solanera? -oyó que, a sus espaldas, bostezaba, perezosa, la voz del capitán.

El teniente Santolalla no contestó, no volvió la cara. Parado en el hueco de la puertecilla, paseaba la vista por el campo, lo recorría hasta las lomas de enfrente, donde estaba apostado el enemigo, allá, en las alturas calladas; luego, bajándola de nuevo, descansó la mirada por un momento sobre la mancha fresca de la viña y, en seguida, poco a poco, negligente el paso, comenzó a alejarse del puesto de mando -aquella casita de adobes, una chabola casi, donde los oficiales de la compañía se pasaban jugando al tute las horas muertas.

Apenas se había separado de la puerta, le alcanzó todavía, recia, llana, la voz del capitán que, desde dentro, le gritaba:

– ¡Tráete para acá algún racimo!

Santolalla no respondió; era siempre lo mismo. Tiempo y tiempo llevaban sesteando allí: el frente de Aragón no se movía, no recibía refuerzos, ni órdenes; parecía olvidado. La guerra avanzaba por otras regiones; por allí, nada; en aquel sector, nunca hubo nada. Cada mañana se disparaban unos cuantos tiros de parte y parte -especie de saludo al enemigo-, y, sin ello, hubiera podido creerse que no había nadie del otro lado, en la soledad del campo tranquilo. Medio en broma, se hablaba en ocasiones de organizar un partido de fútbol con los rojos: azules contra rojos. Ganas de charlar, por supuesto; no había demasiados temas y, al final, también la baraja hastiaba… En la calma del mediodía, y por la noche, subrepticiamente, no faltaban quienes se alejasen de las líneas; algunos, a veces, se pasaban al enemigo, o se perdían, caían prisioneros; y ahora, en agosto, junto a otras precarias diversiones, los viñedos eran una tentación. Ahí mismo, en la hondonada, entre líneas, había una viña, descuidada, sí, pero hermosa, cuyo costado se podía ver, como una mancha verde en la tierra reseca, desde el puesto de mando.

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