Juan Rulfo - El Llano En Llamas

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Quien más lo aborrecía era su padre, por más cierto mi compadre; porque yo le bauticé al muchacho. Y parece que para hacer lo que hacía se atenía a su estatura. Era un hombrón así de grande, que hasta daba coraje estar junto a él y sopesar su fuerza, aunque fuera con la mirada. Al verlo uno se sentía como si a uno lo hubieran hecho de mala gana o con desperdicios. Fue, en Corazón de María abarcando los alrededores, el único caso de un hombre que creciera tanto hacia arriba, siendo que los de por ese rumbo crecen a lo ancho y son bajitos; hasta se dice que es allí donde se originan los chaparros; y chaparra es allí la gente y hasta su condición. Ojalá que ninguno de los presentes se ofenda por si es de allá, pero yo me sostengo en mi juicio.

Y regresando a donde estábamos, les comenzaba a platicar de unos fulanos que vivieron hace tiempo en Corazón de María. Euremio grande tenía un rancho apodado Las Ánimas, venido a menos por muchos trastornos, aunque el mayor de todos fue el descuido. Y es que nunca quiso dejarle esa herencia al hijo que, como ya les dije era mi ahijado. Se lo bebió entero a tragos de «bingarrote», que conseguía vendiendo pedazo tras pedazo de rancho y con el único fin de que el muchacho no encontrara cuando creciera de dónde agarrarse para vivir. Y casi lo logró. El hijo apenas si se levantó un poco sobre la tierra, hecho una pura lástima, y más que nada debido a unos cuantos compadecidos que le ayudaron a enderezarse; porque su padre ni se ocupó de él, antes parecía que se le cuajaba la sangre de sólo verlo.

Pero para entender todo esto hay que ir más atrás. Mucho más atrás de que el muchacho naciera, y quizá antes de que Euremio conociera a la que iba a ser su madre.

La madre se llamó Matilde Arcángel. Entre paréntesis, ella no era de Corazón de María, sino de un lugar más arriba que se nombra Chupaderos, al cual nunca llegó a ir el tal Cedillo y que si acaso lo conoció fue por referencias. Por ese tiempo ella estaba comprometida conmigo; pero uno nunca sabe lo que se trae entre manos, así que cuando fui a presentarle a la muchacha, un poco por presumirla y otro poco para que él se decidiera a apadrinarnos la boda, no me imaginé que a ella se le agotara de pronto el sentimiento que decía sentir por mí, ni que comenzaran a enfriársele los suspiros, y que su corazón se lo hubiera agenciado otro. Lo supe después.

Sin embargo, habrá que decirles antes quién y qué cosa era Matilde Arcángel. Y allá voy. Les contaré esto sin apuraciones. Despacio. Al fin y al cabo tenemos toda la vida por delante.

Ella era hija de una tal doña Sinesia, dueña de la fonda de Chupaderos; un lugar caído en el crepúsculo como quien dice, allí donde se nos acababa la jornada. Así que cuanto arriero recorría esos rumbos alcanzó a saber de ella y pudo saborearse los ojos mirándola. Porque por ese tiempo, antes de que desapareciera, Matilde era una muchachita que se filtraba como el agua entre todos nosotros.

Pero el día menos pensado, y sin que nos diéramos cuenta de qué modo, se convirtió en mujer. Le brotó una mirada de semisueño que escarbaba clavándose dentro de uno como un clavo que cuesta trabajo desclavar. Y luego se le reventó la boca como si se la hubieran desflorado a besos. Se puso bonita la muchacha, lo que sea de cada quien.

Está bien que uno no esté para merecer. Ustedes saben, uno es arriero. Por puro gusto. Por platicar con uno mismo, mientras se anda en los caminos.

Pero los caminos de ella eran más largos que todos los caminos que yo había andado en mi vida y hasta se me ocurrió que nunca terminaría de quererla.

Pero total, se la apropió el Euremio.

Al volver de uno de mis recorridos, supe que ya estaba casada con el dueño de Las Animas. Pensé que la había arrastrado la codicia y tal vez lo grande del hombre. Justificaciones nunca me faltaron. Lo que me dolió aquí en el estómago, que es donde más duelen los pesares, fue que se hubiera olvidado de ese atajo de pobres diablos que íbamos a verla y nos guarecíamos en el calor de sus miradas. Sobre todo de mí, Tranquilino Herrera, servidor de ustedes, y con quien ella se comprometió de abrazo y beso y toda la cosa. Aunque viéndolo bien, en condiciones de hambre, cualquier animal se sale del corral; y ella no estaba muy bien alimentada que digamos; en parte porque a veces éramos tantos que no alcanzaba la ración, en parte porque siempre estaba dispuesta a quitarse el bocado de la boca para que nosotros comiéramos.

Después engordó. Tuvo un hijo. Luego murió. La mató un caballo desbocado.

Veníamos de bautizar a la criatura. Ella lo traía en sus brazos. No podría yo contarles los detalles de por qué y cómo se desbocó el caballo, porque yo venía mero adelante. Sólo me acuerdo que era un animal rosillo. Pasó junto a nosotros como una nube gris, y más que caballo fue el aire del caballo el que nos tocó ver; solitario, ya casi embarrado a la tierra. La Matilde Arcángel se había quedado atrás, sembrada no muy lejos de allí y con la cara metida en un charco de agua. Aquella carita que tanto quisimos tantos, ahora casi hundida, como si se estuviera enjuagando la sangre que brotaba como manadero de su cuerpo todavía palpitante.

Pero ya para entonces no era de nosotros. Era propiedad de Euremio Cedillo, el único que había trabajado como suya. ¡Y vaya si era chula la Matilde! Y más que trabajado, se había metido dentro de ella mucho más allá de las orillas de la carne, hasta el alcance de hacerle nacer un hijo. Así que a mí, por ese tiempo, ya no me quedaba de ella más que la sombra o si acaso una brizna de recuerdo.

Con todo, no me resigné a no verla. Me acomedí a bautizarles al muchacho, con tal de seguir cerca de ella, aunque fuera nomás en calidad de compadre.

Por eso es que todavía siento pasar junto a mí ese aire, que apagó la llamarada de su vida, como si ahora estuviera soplando; como si siguiera soplando contra uno.

A mí me tocó cerrarle los ojos llenos de agua; y enderezarle la boca torcida por la angustia: esa ansia que le entró y que seguramente le fue creciendo durante la carrera del animal, hasta el fin, cuando se sintió caer. Ya les conté que la encontramos embrocada sobre su hijo. Su carne ya estaba comenzando a secarse, convirtiéndose en cáscara por todo el jugo que se le había salido durante todo el rato que duró su desgracia. Tenía la mirada abierta, puesta en el niño. Ya les dije que estaba empapada en agua. No en lágrimas, sino del agua puerca del charco lodoso donde cayó su cara. Y parecía haber muerto contenta de no haber apachurrado a su hijo en la caída, ya que se le traslucía la alegría en los ojos. Como les dije antes, a mí me tocó cerrar aquella mirada todavía acariciadora, como cuando estaba viva.

La enterramos. Aquella boca, a la que tan difícil fue llegar, se fue llenando de tierra. Vimos cómo desaparecía toda ella sumida en la hondonada de la fosa, hasta no volver a ver su forma. Y allí, parado como horcón, Euremio Cedillo. Y yo pensando: «Si la hubiera dejado tranquila en Chupaderos, quizá todavía estuviera viva.»

«Todavía viviría -se puso a decir él-, si el muchacho no hubiera tenido la culpa.» Y contaba que «al niño se le había ocurrido dar un berrido como de tecolote, cuando el caballo en que venían era muy asustón. Él se lo advirtió a la madre muy bien, como para convencerla de que no dejara berrear al muchacho». Y también decía que «ella podía haberse defendido al caer; pero que hizo todo lo contrario: se hizo arco, dejándole un hueco al hijo como para no aplastarlo. Así que, contando unas con otras toda la culpa es del muchacho. Da unos berridos que hasta uno se espanta. Y yo para qué voy a quererlo. Él de nada me sirve. La otra podía haberme dado más y todos los hijos que yo quisiera; pero éste no me dejó ni siquiera saborearla». Y así se soltaba diciendo cosas y más cosas, de modo que ya uno no sabía si era pena o coraje el que sentía por la muerta.

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