Fernando Pessoa - Libro del desasosiego de Bernardo Soares
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Sentí de repente por aquel hombre algo parecido a la ternura. Sentí en él la ternura que se siente por la común vulgaridad humana, por lo trivial cotidiano del cabeza de familia que va a trabajar, por su hogar humilde y alegre, por los placeres alegres y tristes de que forzosamente se compone su vida, por la inocencia de vivir sin analizar, por la naturaleza animal de aquella espalda vestida.
Volví los ojos a la espalda del hombre, ventana por la que vi estos pensamientos.
La sensación era exactamente idéntica a la que nos asalta ante alguien que duerme. Todo lo que duerme es niño de nuevo. Tal vez porque en el sueño no se puede hacer mal, y no se da cuenta de la vida, el mayor criminal, el más redomado egoísta es sagrado, por una magia natural, mientras duerme. Entre matar a quien duerme y matar a un niño no conozco diferencia que se sienta.
Ahora duerme la espalda de este hombre. Todo él, que camina delante de mí con pasos iguales a los míos, duerme. Va inconsciente. Vive inconsciente. Duerme, porque todos dormimos. Toda vida es un sueño. Nadie sabe lo que hace, nadie sabe lo que quiere, nadie sabe lo que sabe. Dormimos la vida, eternos niños del Destino. Por eso siento, si pienso con esta sensación, una ternura informe e inmensa por toda la humanidad infantil, por toda vida social durmiente, por todos, por todo.
Es un humanitarismo directo, sin conclusiones ni propósitos, el que me asalta en este momento. Sufro una ternura como si un dios viese. Los veo a todos a través de una compasión de único consciente, los pobres diablos de hombres, el pobre diablo de la humanidad. ¿Qué está haciendo aquí todo esto?
Todos lo movimientos e intenciones de la vida, desde la sencilla vida de los pulmones hasta la construcción de ciudades y el trazado de fronteras de los imperios, los considero una somnolencia, cosas como sueños o reposos, sucedidas involuntariamente entre una realidad y otra realidad, entre un día y otro día de lo Absoluto. Y, como alguien abstractamente maternal, me inclino de noche sobre los hijos malos igual que sobre los buenos, comunes en el sueño en que son míos. Me enternezco con una largueza de cosa infinita.
Desvío los ojos de la espalda de mi adelantado, y pasándolos a todos los demás, cuantos van andando por esta calle, a todos los abarco nítidamente en la misma ternura absurda y fría que me ha llegado de los hombros del inconsciente al que sigo. Todo esto es lo mismo que él; todas estas chicas que hablan camino del taller, estos empleados jóvenes que ríen camino de la oficina, estas criadas con senos que regresan de las compras pesadas, estos mozos de los primeros transportes: todo esto es una misma inconsciencia diversificada por caras y cuerpos que se distinguen, como marionetas movidas por las cuerdas que van a dar a los mismos dedos de la mano de quien es invisible. Pasan por todas las actitudes con que se define la conciencia, y no tienen conciencia de nada, porque no tienen conciencia de tener conciencia. Unos inteligentes, otros estúpidos, son todos igualmente estúpidos. Unos viejos, otros jóvenes, son de la misma edad. Unos hombres, otros mujeres, son del mismo sexo que no existe.
47
Hay días en que cada persona que encuentro y, aún más, las personas con las que convivo cotidianamente y a la fuerza, asumen aspecto de símbolos y, o aislados o juntándose, forman una escritura profética u oculta, descriptiva en sombras de mi vida. La oficina se me vuelve una página con palabras de gente; la calle es un libro; las palabras cambiadas con los habituales, los desacostumbrados que encuentro, son decires para los que me falta el diccionario pero no del todo el entendimiento. Hablan, expresan, sin embargo no es de ellos de quien hablan, ni es a ellos a quienes expresan; son palabras, lo he dicho, y no muestran, dejan transparecer. Pero, en mi visión crepuscular, sólo vagamente distingo lo que esas vidrieras súbitas, reveladas en la superficie de las cosas, admiten del interior que velan y revelan. Entiendo sin conocimiento, como un ciego al que hablasen en colores.
Pasando a veces por la calle, oigo trozos de conversaciones íntimas, y casi todas son de la otra mujer, del otro hombre, del muchacho de la alcahueta o de la amante de aquel…
Llevo, sólo por haber oído estas sombras de discurso humano que es, a fin de cuentas, todo aquello en que se ocupan la mayoría de las vidas conscientes, un tedio de asco, una angustia de exilio entre arañas y la conciencia súbita de mi encogimiento entre gente real; la condenación de ser vecino igual, ante el señorío y el sitio, de los otros inquilinos de la aglomeración mirando con asco, por entre las verjas traseras del almacén del entresuelo, la basura ajena que se amontona con la lluvia en el zaguán que es mi vida.
48
Tres días seguidos de calor sin calma, tempestad latente en el malestar de la quietud de todo, han traído, porque la tempestad se ha escurrido hacia otro sitio, un leve fresco tíbio y grato a la superficie lúcida de las cosas. Así a veces, en este decurso de la vida, el alma, que ha sufrido porque la vida le ha pesado, siente súbitamente un alivio, sin que haya sucedido en ella nada que lo explique.
Concibo que seamos climas sobre los que gravitan amenazas de tormenta, realizadas en otro sitio.
La inmensidad vacía de las cosas, el gran olvido que hay en el cielo y en la tierra…
49 /Diario al Acaso/ [96]
Todos los días la Materia me maltrata. Mi sensibilidad es una llama al viento.
Paso por una calle y estoy viendo en la cara de los transeúntes, no la expresión que realmente tienen, sino la expresión que tendrían para conmigo si conociesen mi vida, y cómo soy yo, si se transparentase en mis gestos y en mi rostro la ridícula y tímida anormalidad de mi alma. En ojos que no miran, sospecho burlas que encuentro naturales, dirigidas contra la excepción inelegante que soy entre un montón de gente que hace y goza; y en el fondo supuesto de fisonomías que pasan, carcajada de la tímida gesticulación de mi vida, una conciencia de ella que sobrepongo e interpongo. En vano, después de pensar esto, procuro convencerme de que de mí, y sólo de mí, la idea de la burla y de] oprobio sutil parte y chorrea. No puedo ya llamar a mí la imagen del verme ridículo, una vez objetivado en los demás. Me siento, de repente, sofocar y dudar en una estufa de mofas y enemistades. Todos me apuntan con el dedo desde el fondo de sus almas. Me lapidan con alegres y desdeñosas burlas todos los que pasan junto a mí. Camino entre fantasmas enemigos que mi imaginación enferma ha imaginado y localizado en personas reales. Todo me abofetea y escarnece. Y a veces, en pleno en medio de la calle -inobservado, al final-, me paro, dudo, busco algo así como una súbita nueva dimensión, una puerta hacia el interior del espacio, donde huir sin demora de mi conciencia de los demás, de mi intuición demasiado objetivada de la realidad de las vivas almas ajenas.
¿Será que mi costumbre de colocarme en el alma de los demás me lleva a verme como me ven los demás, o me verían si se fijasen en mí? Sí. Y una vez que me doy cuenta de cómo sentirían respecto a mí si me conociesen, es como si lo sintiesen de verdad, lo estuviesen sintiendo, y sintiéndolo, expresándolo en aquel momento. Convivir con los otros es una tortura para mí. Y tengo a los otros en mí. Incluso lejos de ellos, estoy forzado a su convivencia. Solo, me rodean multitudes. No tengo hacia dónde huir, a no ser que huya de mí.
¡Oh grandes montes al crepúsculo, calles casi estrechas a la luz de la luna, tener vuestra inconsciencia de las (…) vuestra espiritualidad de Materia sólo, sin criterio, sin sensibilidad, sin dónde poner sentimientos ni pensamientos, ni desasosiegos espirituales! ¡Árboles tan sólo árboles con una verdura tan agradable a los ojos, tan exterior a mis cuidados y a mis penas, tan consoladora para mis angustias porque no tenéis ojos con que mirarlas ni alma que, mirable por esos ojos, puedan no comprenderlas y burlarse de ellas! ¡Piedras del camino, troncos /mutilados/, mera tierra anónima del suelo de todas partes, hermana mía porque vuestra insensibilidad ante mi alma es una caricia y un reposo […] al sol o bajo la luna de la Tierra, mi madre, tan enternecidamente madre mía, porque ni siquiera puedes criticarme, como puede mi propia madre humana, porque no tienes alma con que, sin pensar en eso, analizarme, ni rápidas miradas que traigan pensamientos de mí que ni a ti misma te confieses. Mar enorme, mi ruidoso compañero de la infancia, que me descansas y me arrullas, porque tu voz no es humana y no puede un día citar en voz baja a oídos humanos mis flaquezas, y mis imperfecciones. Cielo vasto, cielo azul, cielo cercano al misterio de los ángeles […] (…) tú no me miras con ojos verdes, tú, si te pones el sol al pecho, no lo haces para atraerme, ni si te (…) de estrellas la antehaces para desdeñarme… Paz inmensa de la Naturaleza, materna por su ignorancia de mí; sosiego apartado […] tan hermano en tu nada poder saber de mí… Yo querría rezar a vuestra unidad y a vuestra calma, como muestra de gratitud que nos trae el poder amar sin sospechas ni dudas; querría prestar oídos a vuestro no poder oír, […] dar ojos a vuestra sublime […] y ser objeto de vuestras atenciones por esos supuestos ojos y oídos, consolado de estar presente ante vuestra Nada, atento, como de una muerte definitiva, para lejos, sin esperanza de otra vida, más allá de un Dios y una posibilidad de que fueses [97]voluptuosamente viejo y del color espiritual de todas las materias.
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